No, no se me ha ido la pinza, ni he cambiado la temática del blog. Esta entrada va de armamento medieval, pero usado hace apenas casi un siglo, cuando tuvo lugar el primer conflicto mundial, la Gran Guerra, como la denominaron antes de que hubiese otra más gorda apenas 21 años más tarde. Como puede que a más de uno esto le suene un poco raro, lo pongo en antecedentes:
La Gran Guerra fue un punto de inflexión en lo referente a las guerras convencionales. Nuevas armas sembraron la muerte y la destrucción de una forma nunca vista hasta entonces: la novedosa aviación, una artillería con una potencia de fuego apocalíptica, ametralladoras que segaban batallones enteros en cuestión de minutos, gases como el fosgeno o la iperita, que acababan con una compañía en segundos, los lanzallamas, que dejaban como torreznos a los desdichados que pillaban bajo su chorro ardiente de petróleo... De hecho, siempre he pensado que, desde el punto de vista del combatiente, ese conflicto fue mucho peor que la Segunda Guerra Mundial, entre otras cosas por las misérrimas condiciones de vida en las trincheras, donde la humedad, las ratas, el hedor de los cadáveres insepultos y las inacabables preparaciones artilleras que duraban horas o incluso días enteros ponían a prueba, no ya el valor, sino el sistema nervioso del personal.
Pero, a pesar de los avances tecnológicos en lo que a armamento se refiere, fue una guerra estática en la que, prácticamente, no se movieron las líneas de ambas partes salvo en determinadas ofensivas en las que, para avanzar apenas 200 metros, se dejaban trescientas o cuatrocientas mil bajas en cada bando en dos o tres meses. Ese estatismo conllevó a una guerra sucia, de golpes de mano nocturnos, de infiltración en las líneas enemigas para hacer todo el daño posible y retirarse, o de ataques en masa en los que en media hora caían miles de hombres por la implacable acción de las ametralladoras, el fuego de barrera artillero o unos terroríficos combates cuerpo a cuerpo que, en la estrechez de las trincheras, requerían un tipo de armas que ya solo se veían en los museos. Esa era la guerra de trincheras.
Así pues, lo primero que se rescató fue el casco, una protección que, ya a finales del siglo XVII, era un recuerdo. En los primeros meses de guerra, los estados mayores de los ejércitos implicados se percataron del monstruoso número de bajas producidas por heridas en la cabeza. Y no ya de impactos de bala directos, sino por simples esquirlas de metralla o cascotes que volaban por los aires como consecuencia de las explosiones. Así pues, llegaron a la conclusión de que, si las tropas llevaban la cabeza protegida, se ahorraban de un plumazo miles de bajas con lo que ello conllevaba. Así pues, los ingleses se limitaron a copiar una capelina medieval de un museo, lo cual ya mencioné en la entrada referente a este yelmo, los franceses encargaron un diseño al general Adrián para lo cual éste formó una comisión formada por artistas, escultores y demás (los gabachos siempre tan poéticos) y crearon un casco de corte clásico y elegantes formas, con una cimera y todo, y los alemanes, más pragmáticos, un formidable casco cuyo aspecto recuerda a la típica celada gótica. Pero la cosa no quedó ahí, ya que se llevaron a cabo multitud de diseños para fines muy específicos y que algunos son literalmente clavados a yelmos medievales. Veamos algunos ejemplos...





Bueno, vale de momento. Ya seguiré porque el tema aún da para más.
Hale, he dicho...
Continuación de la
entrada pinchando aquí
No hay comentarios:
Publicar un comentario