Como es lógico, todos solemos pensar que los que marcharon al frente a dejar el pellejo durante la Gran Guerra lo hicieron de las formas habituales: de un disparo, con los pulmones calcinados por el gas, incinerados por un lanzallamas o reducidos a carne picada por la acción de la artillería. Sin embargo, hubo infinidad de casos en que los sufridos combatientes entregaban la cuchara por motivos que, en ocasiones, no tenían mucho o nada que ver con los convencionales. Veamos algunos de ellos...
Estrangulado con tu propio fiador. Parece una coña, pero que se lo pregunten a los fantasmas de los elegantes oficiales británicos a los que apiolaron de una manera tan poco gallarda. Como vemos en la foto de la derecha, los ingleses usaban un fiador cuya lazada iba alrededor del cuello. El otro extremo iba unido a una anilla en la culata de su revólver reglamentario Webley para evitar su pérdida en combate. Así pues, los malvados tedescos se percataron de que aquel peculiar complemento del uniforme de sus enemigos venía de perlas para estrangular a sus usuarios cuando tenían lugar aquellos violentos cambios de impresiones en las trincheras. Está de más decir que, en cuanto se dieron cuenta de lo peligroso que era el maldito fiador, los oficiales british optaron por eliminarlo de su equipación o, a lo sumo, colocar la lazada en la hombrera, donde era más complicado que se volviera contra su propio gaznate.
Soldados alemanes ayudan a un francés a salir del fango |
Tragado por la tierra. Como hemos visto a lo largo de las entradas dedicadas al centenario de la Gran Guerra, la tierra de nadie era un paisaje lunar lleno de cráteres. Miles, cientos de miles de cráteres que las tropas debían sortear cada vez que avanzaban. Estos cráteres les servían de protección por lo general ya que, cuando arreciaba el fuego de ametralladora o la artillería iniciaba un fuego de barrera, era el único sitio donde meterse. Pero estos cráteres podían convertirse en una trampa asquerosamente mortal. Cuando llegaba el otoño y hasta la primavera, las constantes lluvias los convertían en unos pozos llenos de fango pútrido que podían tragarse a un hombre sin problemas. Y si encima iba uno herido, peor aún. El fango tiraba del desdichado que caía en su poder hacia abajo y no lo soltaba salvo que, como vemos en la foto, alguien, aunque fueran enemigos, se apiadaran de uno y lo ayudaran a salir de la poza inmunda. Muchos, muchísimos de los que figuraron en las listas de bajas como desaparecidos en combate acabaron en uno de aquellos hoyos de barro. Desaparecieron para siempre sin dejar ni rastro.
Pistola Ruby calibre 7,65 mm. |
Por comprar una pistola eibarresa. Los aficionados a estos temas belicosos ya saben, y si no lo saben yo se lo digo, que la población guipuzcoana de Eibar ha sido desde tiempos inmemoriales un importante centro de producción de armas, tanto cortas como largas. Los que hayan hecho la mili recordarán las estupendas Star modelo A de 9 mm. largo, o incluso las Astras 400 del mismo calibre. Sin embargo, durante la Gran Guerra tuvieron tal demanda por parte del ejército francés que poco menos que se fabricaban pistolas hasta en los zaguanes de las casas particulares a golpe de lima. El motivo no era otro que la escasez de armas cortas de dicho ejército y, por otro lado, el inconveniente que suponía para los oficiales recargar sus revólveres Lebel en plena refriega, por lo que optaban por adquirir a título particular pistolas semi-automáticas, por lo general de calibre 7,65 mm. que eran copias de modelos muy conocidos, como las FN belgas. Obviamente, y ante tal avalancha de pedidos, la calidad de las armas enviadas a Francia era cuasi inexistente. Ello provocó que multitud de oficiales gabachos fueran liquidados por sus enemigos a causa de encasquillamientos y averías en sus pistolas en el momento más delicado de la situación. Esto produjo una propaganda tan negativa hacia la industria armera de Eibar que tardaron años en lavar su imagen, y no era para menos. Ya podemos imaginarlo: el teniente Jean-Pierre Rochefort cayó como un héroe a causa de haber comprado una pistola Ruby, o Victoria, etc.
Hélice de un Morane-Saulnier francés provista de los deflectores metálicos |
Por una mala sincronización. Pero no de horarios, sino de la hélice del avión con la ametralladora del mismo. Al principio del conflicto, los aviones eran dedicados básicamente a tareas de reconocimiento, por lo que llevaban dos tripulantes: el piloto y un observador que además manejaba una ametralladora montada en un afuste circular con meros fines defensivos. De hecho, el mismo von Richthofen empezó así su fulgurante carrera de as de la aviación alemana. Pero cuando el avión de caza empezó a concebirse, resulta que si disparaban la ametralladora a través del arco de la hélice- fabricada de madera- podían verla convertirse en astillas y darse un trompazo glorioso. Fue un germano, como no, el que inventó un mecanismo de sincronización que hacía que el disparo no se produjera hasta que la pala de la hélice estuviera horizontal. Franz Schneider se llamaba el probo inventor. Y mientras tanto, los aliados se devanaban los sesos ideando chorradas como, por ejemplo, colocar unos deflectores metálicos que desviaran la bala y que muchas veces rebotaba hacia el mismo motor del aparato, provocando su auto-derribo. Obviamente, abandonaron la idea porque resultaba asaz peligrosa. Es justo reconocer que la eficacia teutona en temas bélicos era envidiable.
Dos observadores en un globo cautivo. Se ven claramente los arneses de sus paracaídas |
Por no usar paracaídas. Alguno se preguntará si esto va de viñeta del genial Ibáñez, pero no. Los pilotos no los usaban por dos motivos: primero, porque las cabinas de los aviones de la época no dejaban espacio para ello ya que los modelos iniciales eran excesivamente voluminosos. De hecho, incluso los asientos de algunos aparatos eran de mimbre para aligerar peso y ocupar el menor espacio posible. Y por otro, porque se pensaba que si los pilotos tenían la posibilidad de salvarse sin más, a las primeras de cambio saltarían sin apenas combatir. Más suerte tenían los observadores de artillería que ocupaban los globos cautivos ya que, al ser estos un objetivo prioritario de la aviación enemiga, en cuanto veían en el horizonte aproximarse un avión se lanzaban ya que no era posible bajarlos a tiempo. Además, los globos eran inflados con hidrógeno, lo que los hacía explotar cuando les disparaban con munición trazadora. No fue hasta 1918 cuando se introdujo un paracaídas medio decente para los pilotos, aunque el nivel de fallos era inquietante y muchos de ellos se estamparon contra el suelo ya que eran ingenios bastante defectuosos y fallaban más que un bolígrafo de a peseta. Ah, el paracaídas ese lo ideó, una vez más, un alemán por nombre Otto Heinecke, y uno de los que le debieron la vida fue el inefable Hermann Göring, que fue derribado y tuvo la fortuna de que su flamante paracaídas no le falló.
Por cobarde. Por desgracia, la capacidad para dominar el pánico no es la misma en todo el mundo. Los que lo logran son denominados valientes, y lo que no lo consiguen son los titulados como cobardes. Los cobardes, con la psique simplemente aniquilada ante tal vorágine de horror, eran juzgados en consejo de guerra sumarísimo y ejecutados sobre la marcha. Bien por intentar desertar, bien por auto-lesionarse, muchos desdichados acabaron sus días acribillados a balazos, pero no del enemigo, sino de sus propios camaradas. En el ejército francés se ejecutaron 640 soldados por esta causa, mientras que los británicos fusilaron a 306. Los alemanes, que solían tener más miedo a sus superiores que a la misma muerte, solo se vieron en la necesidad de eliminar a 48 hombres durante todo el conflicto, lo que denota que la férrea e implacable disciplina prusiana era bastante útil para estos menesteres.
En fin, así son las cosas. Como hemos visto, puestos a palmarla en una guerra se puede palmar por las cosas más variopintas.
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