viernes, 17 de abril de 2015

La última lanza de la caballería española



Lancear enemigos no solo quedaba de lo más gallardo en los relatos y obras artísticas en los que se reflejan cargas de lanceros, sino que incluso era más higiénico ya que la sangre no lo salpicaba a uno. En el caso de la caballería española, ya desde principios del siglo XIX se fueron diseñando lanzas reglamentarias para unificar la multitud de tipologías que había al uso en aquella época y, al igual que se hizo con las espadas, sables, bayonetas y armas de fuego en general, se intentó de ese modo que la logística y el suministro de armamento se simplificase, cosa que hicieron también los demás ejércitos europeos por razones obvias. 

Jinete del Rgto. de Lanceros de España
hacia 1922
La lanza era un arma que, con la desaparición de los caballos coraza durante el Renacimiento, había caído en el olvido en favor de las espadas y las pistolas. Sin embargo, hacia finales del siglo XVIII empezó a ser tenida en cuenta por los estrategas del momento, siendo el ejército francés el primero que recuperó la lanza como arma de choque. En la obra del coronel García Ramírez de Arellano "Instrucción metódica para la caballería" se indicaba claramente que "...un hombre a caballo armado de lanza, vale por mucho, y sólo se le pueden oponer las balas". La cuestión es que, ciertamente, un lancero podía herir o matar a un infante antes de que este pudiera ofenderle con su mosquete armado de una larga bayoneta, cosa que no ocurriría si el jinete iba armado con la espada o el sable tradicional así que, a partir de 1815, se decidió establecer los baremos para crear una lanza reglamentaria con la que escabechar enemigos con propiedad. 

Así pues y siguiendo mi habitual estilo caótico y carente de orden, en vez de empezar por la que sería la primera lanza reglamentaria lo haremos por la última, entre otras cosas porque siempre me ha parecido absolutamente chulísima de la muerte por las razones que iremos viendo a lo largo de esta entrada. Dicho esto y sin más dilación vayamos al grano. 

Jinete del Rgto. de Lanceros de la Reina
En la década de los 80 del siglo XIX se crearon diversos prototipos para sustituir al modelo 1874 vigente en aquel momento. En marzo de 1882 se ordenó la fabricación de 480 unidades que debían ser repartidas entre ocho regimientos para su evaluación. Se especificaba que las astas, aunque debían ser en su mayoría de bambú, tendrían que estar fabricadas también con otros tipos de madera como el freno, el castaño, el avellano y la majagua, una sólida variedad de bambú sudamericano.  Su longitud debía ser de 2,8 metros y su peso de 2,26 kg. Tras cuatro años de pruebas, estas lanzas fueron desechadas y debieron ser devueltas a los Parques de Artillería, dándose orden de proseguir en el estudio de un diseño que fuese enteramente satisfactorio. En 1889 se tenían a punto otros tres modelos de pruebas de los que se fabricaron 50 unidades de cada uno para su evaluación, siendo igualmente insatisfactorios los resultados obtenidos. Por último, tuvieron que pasar seis años hasta dar con una lanza que estuvo a la altura de lo que se le exigía: el modelo 1905, declarado como modelo reglamentario por Real Orden el 11 de septiembre de aquel mismo año.

Porta-regatón. Se acoplaba al
estribo derecho para apoyar
la lanza
La diferencia más significativa de esta peculiar lanza respecto a sus antecesoras es que el asta no estaba fabricada con madera, sino que estaba conformada por un tubo metálico de 30 mm. de diámetro (casi inmediatamente se rebajó a 28 mm.), cosa que hasta aquel momento nunca se había visto. Para darle mayor solidez al mismo, ya que obviamente estaba hueco, contaba con ocho acanaladuras en toda su longitud y, además, estaba fabricado sin soldaduras longitudinales, o sea, que dicho tubo salía terminado formando una sola pieza sin manipulaciones de ningún tipo lo que, como podemos suponer, le daba una resistencia estructural notable con un aumento de peso de apenas 250 gramos sobre el modelo 1874 que, aunque pesaba algo más de 2 kg., se le admitía una tolerancia de 300 gramos más por variaciones en el largo del asta. Sin embargo, el modelo 1905 tenía una tolerancia en su longitud de apenas ± 5 mm. gracias a que su fabricación dependía de un proceso industrial. El largo total de la lanza era también superior al de sus antecesoras: 3 metros justos frente a los 2,78 del modelo 1874. 

Las astas fueron encargadas a la firma alemana Rheinische Metallwaaren und Maschinenfabrick”, empresa fundada en 1889 por Heinrich Ehrhardt en Düsseldorf que inició su andadura precisamente con la fabricación de tubos sin soldadura gracias a la concesión de dos patentes para obtener este tipo de producto obtenidas en 1891 y 1892. Por si a alguien no le suena, esta empresa se fusionó en 1936 con la Borsig, dando lugar a la famosa Rheinmetall-Borsig AG que fabricó y fabrica multitud de armas, algunas tan conocidas como la ametralladora MG-34, la MG-3 (sucesora de la MG-42) o el cañón de 120 mm. del Leopard 2. Así pues, las astas eran enviadas a España con una moharra maciza formando una sola pieza, pero sin acabar. Una vez recibidas había que completar el arma con los regatones, los cáncamos para la banderola, los casquillos de la empuñadura, el tope de la moharra y el porta lanza. 

La primera operación que se llevaba a cabo era darle a la moharra la forma deseada de prisma troncopiramidal lo cual, al parecer, suponía cierto inconveniente ya que venían forjadas de origen. Así pues, había que fresar y tornear toda la pieza para darle la forma deseada tras lo cual se limaba para eliminar las señales de mecanizado y se templaba. A continuación se cortaba el tubo por el extremo opuesto a fin de igualar las longitudes de todas las unidades a fabricar ya que, como se comentaba antes, las piezas llegaban en bruto. A continuación se le añadía el tope que se aprecia en la foto de la derecha, un casquillo formado por dos arandelas de hierro de 87 mm. de diámetro soldadas entre sí. Dicho casquillo se soldaba a su vez en el tubo de metal a 35 cm. de la punta de la moharra. El tope era un accesorio ya probado anteriormente en las lanzas evaluadas durante los años 80 y que, obviamente, era de bastante utilidad ya que impedía una penetración excesiva en el cuerpo del enemigo lo que suponía una dificultad a la hora de extraer la lanza que ralentizaría su avance de forma notable o incluso podría hacer que el jinete perdiera el arma. En cualquier caso, meter 35 cm. de acero en el cuerpo de un enemigo ya era más que suficiente para escabecharlo sin problema.

El siguiente paso consistía en añadirle el regatón, el cual era fabricado en España. La pieza resultante, obtenida mediante forja, torneado y fresado siguiendo las acanaladuras del tubo, era finalmente vaciada en parte para rellenarla de plomo a fin de equilibrar la lanza. Esta operación era bastante delicada ya que, de no hacerse correctamente, influiría de forma negativa en el equilibrio del arma, cuyo centro de gravedad debía estar localizado a 170 cm. de la punta de la moharra. 

La siguiente operación era acoplar los dos casquillos de la empuñadura, los cuales eran dos arandelas similares a las del tope pero, en vez de estar fabricadas de hierro eran de latón. Su diámetro era de 31 mm. y su grosor de 8 mm., y ambas piezas eran soldadas al tubo separadas 46 cm. una de la otra. En medio de estos casquillos se soldaba una anilla un poco mayor, de 38x11 mm. que es donde luego se anudaría la correa del porta lanza. En la imagen derecha podemos ver el aspecto de ambas piezas en los que puede observarse que el interior de las mismas se adaptaba a la forma acanalada del asta, lo que suponía un elevado número de horas de trabajo en la fresa solo para dar término a estas piezas.

Por último se colocaban los cáncamos donde se fijaría la banderola. Su aspecto podemos verlo en el grabado de la derecha y se obtenían, como las otras piezas mostradas, mediante fresa y torno, lo que suponía un añadido extra en tiempos de mecanizado. Una vez soldados los cáncamos se contrapesaba el regatón tal como se explicó anteriormente y, una vez comprobado que el centro de gravedad estaba en el sitio correcto, se enchufaba en el tubo y se unía al mismo mediante dos remaches pasantes. Con esto ya quedaba la lanza prácticamente terminada, a falta solo del acabado final y de las guarniciones. Así pues, se punzonaba la pieza con su número de serie y se enviaba al taller de pavonado donde se desengrasaba a fondo y se aplicaba un pavón en frío con una mezcla a base de cloruro de cobre, percloruro de hierro, ácido nítrico, ácido clorhídrico y agua destilada, la cual se aplicaba mediante un pincel. Este tipo de pavonado actuaba sobre el metal creando una oxidación uniforme de un color marrón oscuro. Se dejaba actuar durante 24 horas tras las cuales se hervía la pieza durante un cuarto de hora en agua con unas gotas de amoniaco tras lo cual se secaba, se frotaba con una grata para eliminar el óxido sobrante y se volvía a repetir todo el proceso hasta que el aspecto del pavón era uniforme en toda la pieza. 

Una vez finiquitado el proceso de pavonado se procedía a engrasar la superficie de la lanza con aceite de linaza y vaselina, bruñendo los casquillos, los cáncamos y la moharra. Ya solo restaba guarnicionar el arma. Así pues, para mejorar su agarre se envolvía el espacio comprendido entre los dos casquillos con un cordel de cáñamo el cual era a continuación encolado y pintado de un tono oscuro, similar al del pavonado de la lanza. Como acabado final y para una mejor protección contra la intemperie se aplicaba una capa de goma-laca. Por último, se colocaba el porta lanza, una correa de cuero anudada a la anilla central y que se podía regular mediante una hebilla. El aspecto final del arma lo podemos ver en la imagen superior. 

Una vez terminadas las lanzas eran sometidas a dos pruebas: la primera consistía en un control de medidas considerando las tolerancias permitidas en cada parte del arma. En segundo lugar se realizaba una prueba de resistencia consistente en lancear tres veces un maniquí cubierto con una coraza de las usadas en la Escolta Real sin que tras la prueba se apreciasen deformaciones en la moharra. Una vez se dispuso del suficiente número de unidades para ir dotando a los distintos regimientos de lanceros, en 1909 se aprobó un nuevo reglamento de uniformidad para el Arma de Caballería que incluía el uso de esta lanza, y en agosto de 1912 se determinó una duración en servicio de 20 años para las mismas. El precio de cada lanza ascendía a 32 pesetas. Sin embargo, el comienzo de la Gran Guerra impidió proseguir la fabricación de este modelo ya que el gobierno alemán no permitía la exportación de material de guerra a terceros países y, por otro lado, el esfuerzo industrial del país debía dedicarse por entero a proveer al ejército imperial, así que poco tiempo duró la producción de esta lanza que, no obstante, estuvo operativa hasta 1931. La carencia de lanzas se compensó con la donación por parte de Argentina de 1.000 unidades procedentes de sus arsenales, si bien eso ya es otra historia y tendrá su entrada para ella sola. 

A partir del año 31, la lanza fue definitivamente suprimida como arma de guerra, quedando relegada a un empleo meramente ceremonial. Durante el franquismo era usada por la Guardia Mora y los escuadrones de la Policía Armada en desfiles y paradas militares y, tras el advenimiento del rey Don Juan Carlos, por la Guardia Real.

Bueno, creo que no se me ha olvidado nada, así que vale de momento.

Hale, he dicho

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Batidores de la Guardia Real en uniforme de maniobra portando lanzas modelo 1905. Obsérvense las banderolas,
destinadas originariamente a espantar los caballos de la caballería enemiga, así como los porta lanzas. Este accesorio
no solo hacía más cómodo el mantenerlas en posición vertical, ya que el codo se apoyaba en el mismo, sino que
impedía que la lanza pudiera salir despedida hacia atrás en caso de golpear con excesiva fuerza. Del mismo modo,
dejaban libre la mano derecha en caso de necesidad, como por ejemplo para empuñar la tercerola si procedía abrir
fuego contra el enemigo

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