Hace varios eones que no dedicamos un articulillo a los yelmos, esos accesorios tan prácticos que impedían que al personal les reventasen los cráneos y desparramasen sus masas encefálica por el suelo, costumbre muy antihigiénica porque, si se volvían a colocar los sesos en su sitio, además de caerse al suelo de nuevo, estaban llenos de porquería y caca de caballo. Así pues, hoy hablaremos del los morriones, una tipología archiconocida e íntimamente relacionada con las tropas españolas aunque se empleó también en Europa Occidental. En su día, cuando el blog apenas había iniciado su andadura, ya hablamos de ellos pero sin entrar en algo crucial: ¿era unos yelmos verdaderamente eficaces? ¿Proporcionaban una protección adecuada? Hoy procederemos a analizar el tema. Así podrán cachondearse de sus cuñados, que tomaron buena nota de las chorradas del calvito aquel de los documentales del Canal "Historia"...
Cualquiera que vea esta foto la asociará de inmediato con los Tercios españoles |
Sin lugar a dudas, el morrión es el tipo de yelmo que se identifica por sistema con las huestes españolas durante el Renacimiento, protegiendo tanto las nobles testas de los infantes de los Tercios como las de los conquistadores que nos dieron un imperio como jamás viose. Hoy día sigue siendo el yelmo de ordenanza de los guardias suizos del papa, pero esos los usan porque quedan muy chulos junto a sus uniformes de época. El morrión apareció a finales del siglo XV, si bien su expansión tuvo lugar a lo largo del siglo siguiente para, finalmente, caer en la obsolescencia en el siglo XVII. Según Covarrubias, en su "Tesoro de la Lengua Castellana", un morrión era "un capacete o celada que, por cargar y hacer peso en la cabeza se le dio este nombre de moria, μωρια, que es apesamiento en la cabeza". Desconozco si la traducción del griego de Covarrubias es correcta, pero daremos por sentado que un personaje tan docto conocía perfectamente esa lengua.
Capacete |
Pero el morrión, aunque gozaba de las preferencias del personal, no era el único modelo en servicio. Aparte de los yelmos como almetes, celadas y los distintos tipos de borgoñotas cerradas propios de los arneses de placas, los antiguos capacetes y las borgoñotas abiertas también gozaban de las preferencias de muchos hombres, especialmente las segundas ya que proporcionaban una buena protección. Observemos el ejemplar de la derecha, una de las tipologías más habituales. Este yelmo disponía de una amplia visera que cumplía tres cometidos, a saber: proteger los ojos del sol, lo que venía muy bien cuando el enemigo lo tenía a la espalda; proteger de la lluvia, que no era tema baladí para un fulano que está en plena batalla verse cegado por un chaparrón en plena jeta; y, lo más importante: protegía ojos y frente de tajos de espada o de golpes propinados con armas contundentes, sobre todo las mazas. Reparemos además en tres detalles: las flechas señalan los bordes de la visera y las yugulares, engrosados mediante plegado para hacerlos más resistentes, y el círculo negro indica la existencia de pequeños orificios para no dejar al combatiente cuasi sordo (ojo, no todas llevaban estos agujeros). Resta solo añadir el crestón, pieza habitual en la práctica totalidad de los yelmos de época para reforzar la calva. Resumiendo, la borgoñota protegía la cabeza, los laterales de la misma junto al cuello y la nuca, dejando solo descubierta la cara.
Para solventar esta carencia, a la borgoñota se le podía añadir una gorguera como la que vemos en la foto. Como vemos, no era más que una especie de máscara con una pequeña gola que protegía la parte delantera del cuello. Se fijaba al conjunto con una simple correa abrochada en la nuca que, como en los almetes, podía protegerse con un pequeño varaescudo. Había modelos más sofisticados que incluían aldabillas para asegurarlas con más solidez. Al cabo, un mazazo en la gorguera podía arrancarla de cuajo para, a continuación, estampar el arma en el careto del fulano que, tras el lance, quedaba bastante perjudicado. Con todo, estas borgoñotas con gorguera eran más propias de jinetes, que posiblemente se las desabrochaban si por algún motivo tenían que echar pie a tierra. Al combatir como un infante tenía que tener el mayor campo visual posible ya que los golpes llovían por todas partes, y había que andarse con siete ojos o, a ser posible con otros siete más, por si acaso. En cuanto al crestón antes citado, se conservan modelos provistos de dos más, ambos más pequeños y colocados a los lados del principal. En la foto inferior pueden ver un par de ejemplares provistos de estos accesorios, que también pueden verse en algunos morriones:
Bien, en teoría, la borgoñota ofrecía una protección francamente eficaz para un combatiente a pie. A la derecha tenemos a un probo ciudadano recreacionista con su borgoñota y jeta de héroe inmortal y desafiante. Pero, como ya hemos comentado, el aspirante a héroe tiene las orejas tapadas, por lo que le resultará complicado oír las órdenes de sus jefes, y las pequeñas alas de las yugulares que desviaría un tajo de espada le limitan los movimientos de la cabeza. Finalmente, su jeta está totalmente desprotegida ante la principal enemiga de los infantes de la época: la pica. Cuando dos cuadros de infantería llegaban al contacto, se iniciaba un terrorífico maremagno de puntazos y cuchilladas que, como es lógico, iban dirigidos a la parte más vulnerable del enemigo: cara y cuello. De apuñalar sañudamente las ingles y desjarretar tendones ya se encargaban los más ágiles de cada unidad, que se deslizaban por debajo del bosque de picas en busca de los enemigos que, en aquel momento, estaban más entretenidos esquivando las cuchilladas del adversario que de protegerse las partes nobles. Y al par de inconvenientes ya presentados tenemos que añadir uno más: las borgoñotas eran caras. Su construcción requería fabricar varias piezas que debían encajar perfectamente unas con otra: el casco propiamente dicho, obtenido por lo general de una sola pieza, el crestón, la visera, que junto al crestón eran soldadas por caldeo o remachadas al casco, y las yugulares con sus correspondientes juegos de bisagras. Esto se traducía en un yelmo que obviamente no todos los infantes podían permitirse, y aún queda una última pega: un infante con una borgoñota lo tenía chungo para apuntar con un arcabuz porque la yugular le impedía apoyar la cara en la culata del arma. Como vemos, no todo eran ventajas.
Bien, habiendo usado la borgoñota para establecer comparaciones, pasemos al morrión, un chisme con una morfología bastante peculiar que, las cosas como son, lo hace bastante inusual. Tenemos un diseño con una forma por lo general ojival para desviar los golpes de las armas enemigas. Sobre el mismo solía llevar un crestón de refuerzo (o incluso tres, como explicamos antes), si bien este accesorio no siempre se usaba porque la misma forma de la calva ya resultaba lo bastante eficaz y así no se le aumentaba de peso. Finalmente, tenemos la parte más peculiar que lo hizo fácilmente distinguible: el ala o, usando la terminología de la época, la faldilla de montera. Aunque no lo parezca, cumple las mismas funciones que las yugulares de las borgoñotas ya que la parte más baja protegía el cuello. Su gran anchura lo mantenía a salvo de un tajo de espada o un mazazo. Su visera, igualmente ancha, actuaba de la misma forma que su competidora, y dejaba solo al aire la nuca. Y su forma curvilínea mejoraba el ángulo de visión hacia arriba sin por ello perder eficacia. Con un morrión, un infante apenas tendría que levantar la cabeza para ver a un jinete. Con una borgoñota lo tenía más difícil porque la visera quedaba situada justo encima de los ojos, y el cubrenucas le limitaba el movimiento en vertical a la cabeza.
Alguno pensará que, comparado con una borgoñota, ésta proporcionaba un nivel de protección muy superior, pero si lo analizamos despacio veremos que no había tanta diferencia, y que, por otro lado, el morrión incluso la superaba, y encima por un precio más asequible al tener menos piezas y, por ende, requerir menos mano de obra. Veamos el ejemplar de la derecha. Aunque lo habitual era sujetarlo con un simple barbuquejo de cuero abrochado bajo el mentón, las yugulares podían sustituirse fácilmente uniendo unas placas de acero a modo de cola de langosta, protegiendo así los lados de la cara de los golpes enemigos pero, al contrario que con las yugulares, sin limitar el movimiento de la cabeza ni la capacidad auditiva, de vital importancia para la infantería que debía estar atenta constantemente a las órdenes de sus mandos. Por otro lado, su morfología y la amplia faldilla desviaba fácilmente los tajos propinados de arriba abajo (véanse las flechas rojas), tanto de un combatiente a pie como del más peligroso para un infante: un jinete. Un reitre que, espada en mano, intentase finiquitar a un piquero, lo tenía bastante complicado: ni siquiera veía la cabeza y la cara de su enemigo, ambas protegidas por el casco y la faldilla. Si quería asestar un tajo en el cuello, la misma lo impedía, y si apuntaba al hombro, una gola detendría el filo de su espada. Y si optaba por una estocada, el coselete que protegía el tronco del infante no dejaría que la punta lo traspase de lado a lado.
Resumiendo, nos encontramos con que, al igual que la borgoñota, la única zona vulnerable es la cara, y esta siempre y cuando sea atacada por otro infante, porque ya vemos que un jinete lo tenía complicado. ¿Y la nuca? Se olvida vuecé de la nuca... No, no me olvido. Pero piensen que en un cuadro de picas, ¿de dónde provienen los tajos, cuchilladas y disparos? Del frente, nunca por detrás. Por lo tanto, un infante con su morrión mantiene la cabeza a salvo de cualquier ataque. Ojo, cuando decimos "a salvo" no hablamos de un 100% de protección, porque eso no existe ni aún hoy día. Al decir "a salvo" nos referimos a un nivel de protección bastante elevado, y más si vemos el morrión en conjunto, sin reparar en que su peculiar diseño daba mucho más de sí de lo que se suele pensar. Observen los probos recreacionistas de la izquierda. Salvo brazos y piernas, la única forma de ofenderlos sería asestándoles una cuchillada en plena jeta con una espada o una pica. Nadie era totalmente invulnerable, ni siquiera los caballeros armados con arneses que costaban un pastizal e incluso estaban fabricados a prueba, capaces de resistir un disparo de arcabuz. Pero nadie lo libraría de ver como un simple peón lo escabechaba metiéndole un puntazo en un ojo a través del visor, por lo que su onerosa armadura no lo habría librado de pasar del Más Acá al Más Allá tras haber sido desmontado o su montura muerta en batalla.
Ilustración de Ángel García Pinto |
Concluyendo: el morrión proporcionaba una muy buena protección en cabeza, cuello y, en el caso de enfrentarse con jinetes, la cara. Y no por llevarla cubierta, sino porque esta quedaba fuera del ángulo de visión de un fulano que iba aupado en un penco de buena alzada. Además, no limitaba la capacidad auditiva del soldado y no restaba capacidad de movimiento, teniendo libertad para girar la cabeza en cualquier dirección. Como complemento, disponían de la gola para defender el cuello y los hombros, y en los casos de morriones de postín forjados para personajes de fuste, pues los fabricaban a prueba por si algún malvado arcabucero pretendía volarles la sesera. La gola, que pueden ver en la foto del párrafo siguiente, era un pequeño peto que cubría las partes superiores del pecho y la espalda. En algunos casos estaban formadas por una sola pieza, y en otros por launas superpuestas. Era el sustituto de los antiguos almófares de malla, y proporcionaban una espléndida protección, especialmente en el cuello, contra las armas de filo. Se podía usar como complemento del coselete o, si el presupuesto no daba para más, pues para al menos proteger el cuello, los hombros y el músculo cardíaco.
Gola |
En fin, ya'tá
Hale he dicho
Observen lo morriones de esos piqueros, y pregúntense cómo leches un jinete podía herirlos en la cabeza a golpes de espada |
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