lunes, 3 de julio de 2023

BRAFONERAS Y VARAESCUDOS

 

Efigie yacente de un anónimo homicida que lleva desde 1325 mostrándole a la humanidad qué eran las piezas protagonistas de este articulillo. ¿Qué no indico cuáles son? Claro que no. Para saberlo hay que leer un ratito. No sean vagos, carajo...

Que sí, que sí, tengo que actualizar el articulillo sobre la puñetera artillería de galeras, pero juro por mis muelas que tengo la sesera cocida en salsa de neuronas. De verdad, no puedo soportar este clima perverso, sádico, inmisericorde, criminal... ¿Nadie tiene un iglú o una cabañita molona en Laponia por una renta módica? Un día de estos me da una pájara y entrego la cuchara, fijo... En fin, Dios me de paciencia y muerte sin penitencia.

Mientras acaparo energías para proseguir con la cosa artillera y para iniciar el segundo semestre (carajo, la velocidad de la luz es similar a la de una tortuga artrítica comparada con el paso del tiempo) con un articulillo que, aunque breve, posiblemente resulte revelador a más de uno y, por supuesto, a sus miserables cuñados. Como indica el título, hablaremos de las brafoneras y los varaescudos. ¿Qué no les suenan de nada? Bueno, alguna que otra vez los hemos mencionado, aunque de pasada, de modo que vamos a hablar de ellos más a fondo. 

Un miembro dislocado era lo menos malo que a uno
podía producirle un golpe en una articulación. Un fuerte
tirón, un berrido, un par de semanas quietecito y como
nuevo... más o menos

Bien, ante todo pongámonos en contexto. Como ya sabemos, y los que no lo sepan es que no me han leído en su momento, las lorigas ofrecían una buena protección contra armas de filo y punta, así como flechas y virotes; sin embargo, de poco o nada servían a la hora de minimizar o anular los efectos de las armas contundentes. Su flexibilidad era su principal punto flaco, y mientras que detenían un tajo de espada, absorbían casi toda la energía de un mazazo o cualquier otra arma similar o, ya puestos, de un hachazo. El filo del hacha no penetraría la loriga, pero la contundencia del golpe podía causar una fractura ósea o una lesión interna que podría incluso acabar con la vida del combatiente. Un golpe en el pecho podría romper una o más costillas que se clavarían en un pulmón, causando un neumotórax fatal, por no hablar de hemorragias internas que desangraban por dentro al candidato a héroe. Si la violencia del impacto partía la femoral, la aorta descendente o la carótida, en cuestión de segundos el fulano caía redondo al suelo, fulminado por un shock hipovolémico que lo escabechaba sin tener la más mínima oportunidad de salir del brete.

Porque una fractura mal unida podía tener consecuencias bastante
chungas como, según vemos en la foto, acabar con un brazo o
una pierna más corto que el otro

Como también sabemos, los perpuntes surgieron precisamente para intentar minimizar o evitar estas lesiones, pero en modo alguno anulaban por completo la terrible potencia desarrollada por una maza, un martillo o un mangual. Además, el clima no siempre permitía hacer uso de estas prendas que, fabricadas con grueso fustán y rellenas de crin prensada, eran lo más parecido a llevar un forro polar en pleno verano en mi Sebiya natal, y recordemos que las campañas bélicas solían llevarse a cabo en la época estival. En zonas como la Península, Italia o Tierra Santa, usar un perpunte era tener todas las papeletas para, en vez de palmarla por un mazazo, hacer lo propio por un golpe de calor o una deshidratación a lo bestia. Por ello, muchos preferían arriesgarse a tener seguro si volverían vivos, pero no por una muerte heroica, sino cocidos en su propio jugo.

O, peor aún, no tener nada que curar porque un mazazo
o, simplemente, el pisotón de un penco de batalla le
dejaba a uno el pie literalmente planchado

Como vemos, el panorama no era bastante alentador en ese sentido. Y si una fractura más o menos limpia en un húmero o un fémur ya suponía una curación y convalecencia bastante irritantes, si la lesión se producía en el codo o la rodilla se tenían garantizadas dos opciones: una, quedarse con el brazo inservible. Dos, quedarse cojo. Recomponer las cabezas de las osamentas convertidas en comida para peces era misión imposible, y más si no se había producido una herida abierta que facilitase el acceso al interior del cuerpo. Y si a eso sumamos los desgarros en ligamentos y tendones, pues ya podemos imaginar las consecuencias. Así pues, y tras siglos comprobando que solo un objeto rígido como el escudo era capaz de detener un golpe asestado por un arma contundente, llegaron a la conclusión de que lo más sensato era añadir pequeñas porciones de defensas rígidas sobre la loriga para proteger las zonas más sensibles, precisamente empezando por las articulaciones: rodillas, brazos, hombros y codos, protegiéndolos con rodilleras, brafoneras y varaescudos. Estas piezas fueron el germen que, posteriormente, dio paso a la armadura de placas.

La adición de partes rígidas a las lorigas comenzó en el siglo XIV. El mejor testimonio de ello nos lo dan la gran cantidad de efigies funerarias repartidas por toda Europa, donde podemos ver el aspecto de los probos homicidas de la época perfectamente datada gracias a sus epitafios. Así, vemos que en siglo XIII no se encuentran ejemplos de BELLATORES con otra cosa que sus lorigas convencionales, mientras que a partir de los últimos años de dicho siglo y primer cuarto del XIV ya empieza a generalizarse el uso de rodilleras, bien fabricadas de metal o bien de cuero hervido, material este que, aunque no lo parezca, era más resistente de lo que imaginan siempre y cuando no se mojase, momento en el que perdería su rigidez, ergo su eficacia. ¿Por qué fueron las primeras piezas rígidas? Creo que es más que obvio. Las piernas eran más accesibles a los peones que combatían a pie y, aunque los escudos al uso protegían la rodilla izquierda del jinete, la derecha estaba totalmente expuesta. Así pues, cualquier fulano podía aproximarse con aviesas intenciones, y mientras el caballero intentaba escabechar enemigos a pleno rendimiento, podría endilgarle un golpe en la rodilla y dejarlo listo en un periquete. Bastaba un buen garrote de encina para ello, pero si el golpe lo propinaba con una maza los efectos sería devastadores. Por eso, en la efigie funeraria de sir Robert de Bures (c.1275-1331) podemos observar que este tipo ya se curó en salud, y muestra dos rodilleras que, en vista del complejo repujado que lucen, debían ser de cuero hervido. Sí, podrían fracturarle la tibia, pero nadie pretendía librar una batalla con un 100% de probabilidades de volver ileso, y una fractura de un hueso largo siempre podía arreglarse con un entablillado y varios alaridos mientras el físico colocaba las dos partes del hueso roto en su sitio. 

Cabe suponer que no tuvo que pasar mucho tiempo hasta que decidieron aumentar las protecciones rígidas, empezando por los codos. Estas piezas, de forma discoidal, recibieron el nombre de varaescudos o varascudos. No se conoce su etimología, si bien su mismo nombre ya es un indicio de su cometido. Es posible que su denominación inicial fuese otra ya que Leguina los identifica como un parte del almete, un yelmo que surgió a finales del siglo XV pero, de ser así, su nombre anterior no ha llegado a nosotros. De hecho, en el Tesoro de la Lengua Castellana de Covarrubias, publicado en 1611, no aparece.

Sea como fuere, lo cierto es tenemos constancia de la existencia de estos discos metálicos a principios del siglo XIV. A la izquierda tenemos un ejemplo en la efigie sepulcral de Jean de Nuisement, datada en 1310. Vemos que viste una camisa de malla de manga corta sobre otra interior, y en los codos se aprecian los dos varaescudos que, inicialmente, se sujetaban con unos cordones de cuero a las mangas. Los que vemos en la ilustración parecen bastante birriosos, y cabe suponer que el artista no debía estar muy puesto en temas castrenses; no obstante, nos muestra de forma bastante clara de su aspecto, sujeción y morfología. Estos varaescudos fueron propagándose por toda Europa durante la primera mitad del siglo XIII. 

Esta moda de vestir dos camisas de malla con los varaescudos anudados en el codo debió ser bastante popular, porque podemos verlas en bastantes testimonios de la época. A la derecha tenemos la efigie de Pierre de Marcis, que palmó en 1333, y su aspecto es el mismo que el de su compadre del párrafo anterior. En este caso, los varaescudos si aparecen con un tamaño más realista, y podemos ver mucho mejor definidos los cordones que los sujetaban a las mangas. 

Con todo, y teniendo en cuenta que las mangas cortas de la camisa superior debían moverse bastante cuando empezaba la fiesta, cabe suponer que, en realidad, los cordones estaban fijados en las mangas interiores, se pasarían por las anillas a las exteriores y, finalmente, se anudarían los varaescudos. De esa forma se evitaría que estuvieran bailoteando y, obviamente, dejando los codos expuestos. Así pues, durante los primeros 30 años del siglo XIV la combinación de defensas rígidas más extendida se limitó a rodilleras y varaescudos que, supongo, evitaron que más de uno tuviera que darse de baja definitiva por verse cojitranco o con el brazo colgando, totalmente inútil para algo más que rascarse el ombligo.

Por aquellos años y como complemento de los varaescudos surgieron las branfoneras, brahoneras o brahones, unas defensas que, según Covarrubias, "son ciertas roscas o dobles pegados, que caen encima de los hombros, sobre el nacimiento de los braços, que se suelen poner en las mangas de los sayos y las ropas; y assi, a brachio, se dixeron brachiones, y corruptamente brahones, y con F brafones". Según esta definición, Covarrubias parece hacer referencia más bien a las aletas que se colocaban algunos de estos probos homicidas en los hombros para protegerlos de tajos de espada, o bien para evitar que los golpes dirigidos a la cabeza y desviados por el yelmo acabaran medio cercenando el brazo por el hombro. A la izquierda tenemos un homicida anónimo que lleva desde 1320 esperando la resurrección en una iglesia de Sufflok y que nos muestra precisamente las aletas que, en este caso, las lleva plegadas hacia la espalda. Sin embargo, podemos ver los varaescudos que protegen codos y axilas, así como las brafoneras que cubren las caras externas de los brazos y las internas de los antebrazos. Así mismo, podemos ver que incluso tiene unas pequeñas coderas para mejorar la defensa pasiva de sus preciados brazos.

Por añadir un ejemplo más, veamos la efigie de sir Thomas Buldanus, un bristish (Dios maldiga a Nelson) que se aburre como un galápago en su mausoleo napolitano. Por cierto que no sé qué leches pintaba allí siendo inglés. Bien, el deceso de este fulano data de 1335 y, como vemos, es contemporáneo a los ejemplos mostrados anteriormente. Muestra una camisa de malla sobre un perpunte no tan grueso como era habitual, y sus brazos están protegidos por unas brafoneras de cuero sobre las que lleva dos varaescudos repujados- quizás de cuero, quizás de metal- y otros dos discoidales convencionales en los codos. Las piernas, fuera del encuadre, estaban protegidas por sendas grebas de cuero hervido con una decoración similar a las brafoneras. Básicamente, así pasaron el siglo XIV, añadiendo cada vez más piezas rígidas que protegieran los sufridos cuerpos y extremidades de los BELLATORES de aquella época. Cuando apareció la armadura completa en el siglo XV, las branfoneras dieron paso a los brazales, cangrejos y codales que, sumados a los guanteletes, hacían bastante complicado vulnerar los brazos del personal aún aporreándolos con saña bíblica con una maza de aletas de las gordas.

Sin embargo, los varaescudos se mantuvieron operativos. De hecho, casi se puede decir que siguieron formando parte de las armaduras hasta casi su desaparición, y podemos verlos en mogollón de arneses renacentistas, sobre todo los de diseño tedesco. Y, como comentábamos anteriormente, es en esta época cuando el término varaescudo aparece recogido por Legina cuando dice que era "una pequeña arandela que protegía la sobrenuca del almete", uséase, lo que vemos en la foto de la izquierda. Pero, en realidad, el varaescudo no estaba ahí para defender el cogote, sino las correas de la bufa que se añadía como protección extra y que vemos en la foto de la derecha. En este caso, el varaescudo impedía que un tajo enemigo cortase las cinchas y mandase a paseo la bufa que, además de aumentar la protección frontal del rostro, hacía lo propio con el cuello. Y aquí es donde el término varaescudo adquiere sentido: un escudo sustentado por una pequeña vara. De ahí mi suposición de que, anteriormente, debió tener un nombre distinto.

Del mismo modo, perduró en las armaduras góticas que, contrariamente al diseño italiano, protegían los brazos con un cangrejo que dejaba descubierta la unión del cuerpo con el brazo. Las italianas optaban por una generosa hombrera con unas amplias extensiones que cubrían parte del peto y el espaldar. Cabe suponer que los arneses tedescos daban más libertad de movimiento a costa de perder protección, lo cual compensaban con los varaescudos que vemos en la foto de la derecha. Al igual que sus antepasados, se unían al jaco que se vestía bajo el arnés con cordones de cuero, de forma que quedaban colgando con cierta movilidad, y no fijados del todo. La idea, obviamente, era no limitar los movimientos de los brazos y, además, proteger la axila cuando se levantaba el derecho para golpear. Un diseño aparte, pero con la misma función, eran las tarjetas, unos varaescudos inspirados en las tarjas empleadas en las justas y que, en vez de discoidales, eran rectangulares. No tuvieron tanta popularidad, pero en la ilustración inferior podemos ver un ejemplo bastante elocuente, perteneciente al arnés de un occiso de mediados del siglo XV. La sustitución de estos arneses por las armaduras de fajas espesas tras la desaparición de la caballería pesada puso término a la vida operativa de los varaescudos.

En fin, con esto terminamos. Lo cierto es que se trata de una pieza que, aunque no falta en los museos, por lo general la gente suele desconocer su utilidad. Hace ya muchos años, visitando con mis retoños la Armería del Palacio de Oriente, uno de los guías me oyó explicarles a los nenes los pormenores de tanto envase para primates y, un poco azorado, me preguntó precisamente por el varaescudo que conservaba uno de los muchos almetes que se ven en tan magnífica colección. Añadió que ninguno de sus colegas tenía ni idea de para qué leches servían aquellos discos cogoteros, y cuando le expliqué lo mismo que acaban de leer, no es que se le saltasen las lágrimas de felicidad, pero lo cierto es que se puso muy contentito el hombre. Por lo visto, llevaban un siglo con la intriga, y nadie, ni el director de la Armería (manda cojones), sabía un carajo del tema.

Bueno, s'acabó lo que se daba.

Hale, he dicho

Efigie funeraria de Guillermo II de Bearne, muerto en 1229 en un intento de la corona de Aragón por arrebatar Mallorca a los malditos agarenos adoradores del falso profeta Mahoma. Podemos apreciar perfectamente los varaescudos que lleva unidos a su loriga, protegiéndole los codos y los hombros. Por la fecha de su deceso, intuyo que el mausoleo se talló bastantes años después del mismo ya que no hay constancia de que esas piezas estuvieran operativas en una época tan temprana. Aunque igual las inventó el fulano este, quién sabe...






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