Proseguimos con las baterías de sitio. Hoy, las baterías de mortero, que también tienen mucho morbo. Fíjaos, fíjaos como el personal de la ilustración de cabecera se lo curra a base de bien. Bueno, al grano...
Las baterías de mortero eran similares a las de los cañones, pero con la diferencia de que no precisaban de cañoneras. Al disparar con un ángulo de tiro muy elevado, el parapeto quedaba totalmente cerrado, tal como vemos en el croquis de la izquierda. Sin embargo, en lo que sí eran totalmente distintas era en la distribución de las municiones y repuestos, ya que las bombas no eran unos proyectiles inertes, como las pelotas disparadas por los cañones. Así pues, era preciso tener todo tipo de precauciones a la hora de situarlas en la batería. Un disparo certero de la artillería enemiga podía significar arrasar completamente toda la batería, piezas y servidores incluidos.
Así pues, una vez cavado el foso y dispuestos los salchichones de los parapetos, se procedía a montar la pieza en su afuste. Recordemos que estos carecían de ruedas, así que en primer lugar había que instalar la plataforma, a base de durmientes y tablones, luego colocar el afuste y, finalmente, ayudados con una cabria, montar la pieza. Al igual que en el caso de los cañones, este tipo de operaciones se llevaban a cabo amparados en la oscuridad nocturna para no delatar al enemigo los trabajos que se estaban llevando a cabo, y por ello quedar expuestos a los tiros de la artillería enemiga durante toda la operación de montaje de las piezas. En la ilustración de la derecha tenemos a los servidores que, siguiendo las instrucciones del artillero, están colocando el mortero en su afuste. No era moco de pavo manejar estas piezas, cuyo peso total oscilaba por los 2.000 kilos nada menos.
Una vez montadas las piezas, como se ve en el croquis, he recreado una hipotética posición con dos morteros emplazados sobre plataformas formadas por tablones. La plataforma debía estar separada siete pies (1,94 metros) del parapeto, y la distancia entre plataformas debía ser de diez pies (2,78 metros). Junto a ellos no habrá otra cosa que los juegos de armas para su recarga, aparte de baldes de agua y demás accesorios. Veinte pasos por detrás (20,86 metros según la longitud del paso de la época), y también protegidos por un pequeño talud y salchichones, tenemos un repuesto para cada pieza donde estarán la pólvora y las bombas ya listas para ser disparadas. Y 60 pasos (83,58 metros) por detrás de la batería, fuera ya del croquis, dos almacenes: uno para la pólvora y otro para las bombas. Dichos almacenes debían estar a cubierto, entre otras cosas para impedir que la lluvia o la humedad entrasen en las bombas, ya que las mismas no se cargaban hasta que se entraba en acción a fin de impedir el riesgo que implicaba una explosión fortuita. Cada almacén debía disponer de 25 bombas por pieza, ya dispuestas para el combate. La comunicación entre los almacenes y repuestos se llevaba a cabo mediante una trinchera, y el acarreo de las municiones por tropas destinadas a tal fin.
Las piezas eran servidas por dos artilleros y dos servidores, que eran los encargados de llevar a cabo el proceso de carga, muy lento y penoso en el caso de los morteros, el cual describo en su totalidad para que el personal se haga una idea del motivo de la lenta cadencia de disparo de estas armas, ya que era bastante más compleja que la de un cañón convencional:
1: Mediante los espeques, se pone la pieza en posición vertical y se limpia. Este proceso se realiza, como es lógico, a partir del segundo disparo.
2: Se introducía una aguja, que formaba parte de la dotación del artillero, en el oído de la pieza para despejarlo de suciedad que pudiera interrumpir el disparo. A continuación, se introducía la pólvora en la recámara. Para ello, el artillero disponía de un juego de medidas de hojalata. Hay que recordar que en los morteros no se usaba pólvora ensacada, sino a granel. Una vez vertida la carga adecuada, se atacaba con un taco de estopa o heno y, a continuación, se terminaba de llenar el espacio que quedaba libre en la recámara con tierra cernida. Esa práctica era para evitar una explosión de la pieza. Me explico: si una determinada cantidad de pólvora se inflama en un espacio cerrado con la suficiente cantidad de aire como para arder en su totalidad, la presión que genera, antes de impulsar el proyectil, produce una explosión en el interior de la recámara. Ese principio sigue siendo válido con las actuales pólvoras, ya que si cargamos un cartucho con una cantidad por debajo del mínimo recomendado, puede hacer estallar el arma.
3: Se vierte más tierra cernida para hacer una cama al proyectil, y se introduce la bomba con la ayuda de una barra de hierro de la que penden unos ganchos para sujetarla. Luego se introduce más tierra a presión rodeando el proyectil para que no haya pérdida de gases en el disparo, aprovechando así al máximo los generados por la pólvora. De esa forma se elimina el "viento", o sea, la diferencia de diámetro entre el calibre del ánima y el del proyectil. Recordemos que las bombas no podían llevar taco por delante, como se hacía con las pelotas de los cañones. También podía recurrirse a envolver la bomba en una piel de cordero, de la misma forma que se usaba el calepino en las balas de los mosquetes.
4: Una vez terminado el proceso de carga, los dos servidores basculaban la pieza con la ayuda de los espeques mientras el maestro artillero calculaba el ángulo adecuado con una escuadra provista de una plomada que colocaba en la parte inferior de la boca de fuego. La dirección del tiro se calculaba con una marca colocada en el parapeto a modo de referencia. Una vez hecho el cálculo, se fijaba la pieza moviendo la cama hasta dejarla en el ángulo correcto.
5: Y ya, por fin, llega el momento del disparo. Se ceba la pieza y la espoleta de la bomba, se prende primero esta última para, a continuación, acercar el botafuego al fogón del mortero y hacer fuego. Como se ve, da tiempo de leer el periódico y desayunar tranquilamente mientras se culmina todo el proceso. Una vez efectuado el disparo y disipada la enorme humareda, el artillero comprobaba que la pieza estaba en buen estado, sin grietas ni nada que indicase alguna anomalía, y se repetía nuevamente todo el proceso. Los dos servidores iban al repuesto a por la pólvora y una bomba, y así echaban las horas y las horas hasta que, caso de un recalentamiento excesivo, hubiese que detener el fuego para dejar enfriar la pieza. La cadencia habitual era de alrededor de un disparo a la hora si se quería mantener un fuego sostenido, a fin de no recalentar en exceso la pieza. Si era preciso aumentarla, se podía rebajar dicho tiempo a la mitad, pero no se podía mantener esa cadencia durante un día entero so pena de ver dañado el mortero.
Naturalmente, también podían dispararse bolaños o cestos de piedras en el caso de los pedreros, o polladas y carcasas en los morteros normales. Pero, como ya comenté en una entrada anterior, ya dedicaré una en exclusiva para tratar todos los tipos de municiones usados por la artillería de la época.
Como colofón, ahí dejo un ilustrativo vídeo en el que se pueden ver dos morteros haciendo fuego. OJO, ES FUEGO REAL, nada de chorradas de salvas. Las explosiones del final son de las bombas que disparan, precedidas por un siniestro silbido que debía acojonar bastante al que lo escuchaba sobre su cabeza. Un orgasmo visual y auditivo en todos los sentidos, jejeje...
Hale, he dicho...
Como colofón, ahí dejo un ilustrativo vídeo en el que se pueden ver dos morteros haciendo fuego. OJO, ES FUEGO REAL, nada de chorradas de salvas. Las explosiones del final son de las bombas que disparan, precedidas por un siniestro silbido que debía acojonar bastante al que lo escuchaba sobre su cabeza. Un orgasmo visual y auditivo en todos los sentidos, jejeje...
Hale, he dicho...
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