Siempre me he preguntado como es posible que, con el paso de los siglos, cosas inventadas hace decenas de miles de años lograran su perfección en el mismo instante en que fueron creadas. Por ejemplo, un martillo de hoy día es básicamente igual que hace 2.000 ó 3.000 años. Variará el material con que está construido, pero el concepto e incluso la forma siguen siendo los mismos. O sea, su diseño es inmejorable. No se puede ir más allá. Pues lo mismo pasa con las flechas: el astil podrá ser de madera o de fibra de carbono, sus estabilizadores de plumas o de plástico, y su punta de sílex o de acero. Pero el conjunto será el mismo que hace miles y miles de años. Eso denota que los que crearon estas herramientas o armas no eran precisamente escasos de entendederas, y que sus geniales inventos no han podido ni podrán ser superados jamás.
Incluso la morfología de las puntas permaneció inalterable con el paso del tiempo y, aunque el material con que fueron construidas fue variando, el patrón básico permaneció prácticamente inalterable hasta que perdieron su utilidad como armas de caza o de guerra. En cualquier caso, merece la pena dedicar una entrada al como se fabricaron a lo largo de su historia, así que vamos a ver como fue su evolución, si bien, en si mismas, más que evolucionar lo que sufrieron fueron modificaciones para hacerlas más efectivas. Bueno, al grano...
Ahí tenemos tres puntas de sílex. El tipo A ya denota que nuestros ancestros se dieron cuenta de que hacerlas barbadas dificultaba enormemente la extracción. No deja de ser sumamente meritorio dar forma a un trozo de piedra hasta lograr, no ya semejante simetría, sino que no se le rompa 174 veces en el intento. La B es la típica punta triangular de pedúnculo, que es el vástago que sale por abajo, al igual que en el tipo A, para embutirlo en el astil. Finalmente, la C es idéntica a las hojas tipo palmela de la Edad de Bronce que veremos más abajo.
Ahí tenemos el sistema de fijación de la punta al astil: una vara hendida en un extremo donde embutimos el pedúnculo de la punta para, a continuación, asegurarla mediante una fina tira de cuero crudo el cual, una vez seco, se contrae y endurece, quedando así sólidamente unida la punta al astil. A la derecha vemos los estabilizadores. Están fabricados con plumas de algún pájaro grande, desde un águila a un ganso, y se fijan al astil mediante un fino cordel y algún tipo de pegamento resinoso. Queda pues claro que hace miles de años ya se fabricaban unas flechas de lo más eficaces, mediante un sistema que, en la práctica, mantuvo su vigencia hasta hace apenas 500 años. Y quien piense que por aquello de ser de piedra monda y lironda no eran efectivas, que sepa que se han encontrado restos de ciervos con estas puntas alojadas en sus vértebras. O sea, que lo perforaban todo, incluyendo el duro y sólido hueso de un animal grande.
Cuando la piedra dio paso a los metales, se fabricaron puntas de bronce de diversos tipos. El bronce, por su facilidad de manejo, se usó hasta la Edad Media. Bastaba tener un molde simple, de una sola pieza, fabricado con tierra refractaria o tallado en una piedra. Se vertía en él el bronce fundido y ya tenían una punta válida para cualquier fin. Sólo un guerrero protegido por algún tipo de armadura estaba a salvo de estas flechas. Ahí tenemos tres de los tipos más habituales:
La A es un tipo de punta típicamente ibera, fabricada entre los siglos VIII y IV a.C. Son de sección cruciforme, y van provistas de cubo de enmangue. O sea, el astil va embutido en la punta. En este caso no era preciso ningún tipo de fijación, ya que bastaba humedecer un poco la madera para que quedase sólidamente unidas ambas piezas. En todo caso, también se podía usar algún pasador. Su característica más peculiar era el arponcillo que sobresale por el lado izquierdo, destinado a dificultar su extracción. Esta punta combinaba el poder de penetración que le daba su sección cruciforme con la dificultad de extracción de una barbada.
La B es una punta barbada de pedúnculo. También podía ser simplemente triangular. El pedúnculo era a veces de hasta tres veces la longitud de la punta. Eso las hacía, aparte de más sólidas, mucho más pesadas. El peso les restaba velocidad y alcance, pero las hacía mucho más contundentes. Finalmente, tenemos la C, una punta de palmela, quizás el tipo más representativo de aquella época.
Ahí podemos ver como quedaba fijada al astil: exactamente de la misma forma que sus abuelas de sílex. O sea, que el método ideado siglos antes seguía manteniendo su vigencia. Incluso los estabilizadores se seguían fijando al astil de la misma forma.
En cuanto a la punta, su pedúnculo quedaba embutido en el astil, y era asegurada con cuero o un fino cordel. Aunque por su forma no lo parezca, estas puntas eran terriblemente eficaces por tener sus caras afiladas como navajas barberas. Su uso más común era la caza ya que, debido a la ausencia de aristas, eran muy fáciles de extraer de la pieza cobrada.
Con el paso de los siglos, la que prevaleció fue la típica punta triangular, con o sin barbas. Fabricadas con hierro o bronce, estuvieron presentes en todos los campos de batalla habidos y por haber, hasta que las armas de fuego las relegaron a la obsolescencia en su función puramente militar.
Ahí tenemos algunas de la Edad Media: la A es una punta barbada de pedúnculo, provista de una gruesa nervadura central que la haría más rígida y, por ende, más penetrante. La B es una punta con cubo de enmangue de sección cruciforme y barbada, muy adecuada para perforar armaduras. Finalmente, la C es una punta triangular con pedúnculo. Como hemos ido viendo, se puede decir que, aparte de tipologías muy características de una época muy concreta, las demás han permanecido inalterables durante siglos. Restan por mencionar las temibles saetas de las ballestas, pero esas ya se estudiaron en la entrada dedicada a estas armas. Picad en aquí y vais derechos a la misma, que no es plan de repetir lo mismo en dos entradas diferentes.
En cuanto a sus efectos, serían varios, a saber:
1: La herida por corte: Como ya se ha comentado, las puntas llevaban sus caras muy afiladas. Eso producía al penetrar una intensa hemorragia casi imposible de detener. ¿Cuántas veces os habéis cortado al afeitaros y os habéis tirado toda la mañana con un trocito de papel higiénico sobre el minúsculo corte, que no para de sangrar? Pues eso mismo, pero aumentado, ya podéis imaginar lo que supone. Aparte de eso, si la punta interesaba algún vaso sanguíneo se puede decir que uno era hombre muerto. La hemorragia interna era imparable, y la muerte por un colapso producido por la brusca bajada de tensión arterial podía liquidarlo a uno en cuestión de 20 ó 30 segundos. Y si a eso añadimos la posibilidad de ver alcanzados órganos como pulmones, estómago o hígado, el escabechado era cosa hecha.
2: La herida punzante: Extraer una punta barbada era someter al herido a tal sufrimiento que, si no lo mataba la flecha, lo podía matar el shock traumático producido por el dolor. Dos afiladas barbas que han penetrado profundamente en la carne y que se clavan cuando se tira de la flecha no debía ser precisamente una sensación agradable. De ahí que, en la mayoría de los casos, se optase por separar el astil de la punta y dejar esta dentro. Con suerte, con muchísima suerte, igual se enquistaba y se quedaba dentro del cuerpo para siempre. Obviamente, la punta arrastraba al interior del cuerpo multitud de microbios, bacterias y demás porquería que podían provocar en el herido una septicemia o una gangrena en cuestión de pocos días, o un tétanos fastuoso que lo liquidaba en un santiamén. Así que verse alcanzado por una flecha no era lo que se puede decir lo menos malo que a uno le podía pasar.
3: La herida contusa: Una flecha, como se puede suponer, lleva una energía cinética que es transmitida al blanco en el momento del impacto. Si es disparada con un arco, el golpe apenas se siente si lo comparamos con la demoledora potencia de una saeta disparada por una ballesta de torno. Así pues, a lo dicho más arriba añadid un tremendo hematoma que, a su vez, producía una inflamación en toda la zona de la herida. En una época en que estas cosas se "curaban" mediante sangrías, si a la hemorragia le añadimos el sangrado practicado por el físico de turno, ya podemos imaginar sus efectos. Aparte de eso, dicha energía podía producir una deformación en la punta, lo que dificultaba aún más su extracción, o que se separase del astil. Un cuadrillo de ballesta era fácil de extraer, pero si se separaba del astil era imposible. Añadid a la calamidad las astillas de madera que podían quedar dentro del cuerpo si se producía una rotura o, ya puestos, que la punta se incrustase en un hueso. En definitiva, uno quedaba literalmente muy jodido.
Bueno, concluyo con un fotograma de la peli esa de "300", en la que una nube de flechas que oculta el sol pone las peras a cuarto a los irreductibles espartanos. Así nos ponemos en situación y, con lo explicado, tengamos claro que una flecha en el cuerpo no era precisamente una chorradita. Hale, he dicho...
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