jueves, 2 de enero de 2014

Fuertes y fortines: curiosidades sobre su cimentación


Fuerte de Rato, en el Algarve, edificado en una zona de marisma con un suelo a base de tierra arenosa

Intuyo que más de uno y más de dos piensan cuando ser ven ante una fortificación pirobalística que, para construirla, aplicaron métodos similares a los que se usarían actualmente. O sea, se cavarían unos cimientos y se empezarían a colocar hiladas de piedra sin más hasta que la muralla alcanzara la altura deseada. 
Sin embargo, nada más alejado de la realidad. 

Baluarte de San Salvador, en Sanlúcar de Barrameda. Como vemos,
se asienta sobre un firme arenoso
Construir un edificio que no solo acumulaba un peso bestial sino que, además, debía ser duradero en el tiempo y ser capaz de resistir el impacto de las pelotas de hierro de la artillería enemiga sin que se abriese una brecha a los dos tiros no era moco de pavo. Un buen ingeniero militar debía tener en consideración muchos detalles que, aunque nos parezcan un poco chorras debido a los actuales métodos de producción industrial de los materiales de construcción, eran de vital importancia a la hora de dar al conjunto la resistencia adecuada. Y si encima el fuerte debía ser edificado en zonas arenosas o pantanosas, razón de más ya que este tipo de terreno no es precisamente el más adecuado para soportar la masa de una fortificación, la cual podía ser literalmente arrastrada por el mar si su base no estaba perfectamente afianzada. Sin embargo, han llegado incólumes a nuestros días salvo aquellos que, por obra y gracia de la destructiva mano del hombre, están en un deplorable estado de conservación.

Veamos pues algunos de los pormenores que los ingenieros militares desde el Renacimiento hasta Vauban debían considerar para que las fortalezas del rey no se fueran a hacer puñetas a las primeras de cambio...

Como ya podemos imaginar, el peor escenario para edificar una fortificación era un suelo pantanoso. Un ejemplo sería junto a un río de cierta envergadura cuyo caudal empapase todo el año el terreno circundante y que en época de lluvias se creciese y llegase incluso a la misma fortificación. ¿Qué hacer en ese caso para que una riada a lo bestia no se la llevase por delante?  Veamos la ilustración inferior:



En primer lugar, había que echar mano a cantidades masivas de troncos de álamo negro o de encina para fabricar unos postes como los que vemos en el gráfico superior. Dichos postes debían ser de una longitud tal que alcanzaran sobradamente el suelo firme a fin de proporcionar una buena base. Como dato curioso, este es el método usado en Venecia para edificar sobre la laguna. Los postes debían estar separados unos de otros unos 15 cm., y asomar del suelo la misma longitud. Para clavarlos se usaba un martinete como el que podemos ver a la derecha, el cual actuaba mediante percusión e hincaba los postes dejando caer el pilón hasta alcanzar la profundidad deseada. La plataforma debía tener unas dimensiones tales que pudiera servir de asiento a toda la muralla más cinco pies extras (unos 140 cm.). Una vez elaborada dicha plataforma, se vertía sobre ella un derretido de cal, arena y ripios menudos que, una vez fraguado, se convertía en una losa curiosamente similar a las que se utilizan hoy día, precisamente para edificar en terrenos poco consistentes como la arcilla expansiva o similares. Estas losas proporcionaban una base similar a la roca viva en cuanto a resistencia. A continuación se plantaba sobre la misma una solera a base de sillería de buen tamaño, dejando las piedras menores para labrar la mitad superior de la muralla. Si por el contrario el firme era de arena, se actuaba de forma diferente. En el croquis inferior lo veremos mucho mejor, que una imagen vale más de cuarenta y ocho filípicas:



En este caso, en primer lugar se cava una zanja con la anchura de la muralla más la de la banqueta si la tuviera. En general eran suficientes entre 3 y 4 pies ( 84 y 139 cm.) tras lo cual se nivelaba perfectamente. A continuación se hincaban varios postes equidistantes tal como vemos en el dibujo, entre los cuales se colocaba una tongada de troncos bien juntos de forma que ocupasen la totalidad del cimiento. Una vez rellena la tongada se vertía sobre ella un derretido similar al que vimos en el caso anterior a base de cal, arena y cantería menuda y se dejaba fraguar. Tras pasar los días necesarios para que el fraguado tuviera la dureza necesaria se fabricaba otra tongada de troncos, pero en sentido perpendicular a la anterior y se rellenaba con una nueva capa de derretido, la cual debía llegar al nivel de la cabeza de los postes. Tras el fraguado de rigor se tiraba la primera hilada de sillares perfectamente nivelados para que el peso que recibiría posteriormente no produjera fallas ni grietas en el cimiento. Como queda patente, en ambos casos el consumo de madera era tremendo; basta imaginar la de cientos y cientos de árboles necesarios para cubrir los miles de metros cuadrados de superficie de la muralla de un fuerte de dimensiones convencionales.

Horno de cal
En cuanto a las calidades de los materiales, se consideraba que la arena de mejor calidad era la de río, siendo esta preferente a la de mar por no tener salitre y, por esa misma razón, precisar de menos cal para lograr un sólido fraguado. Dentro de las arenas de río, para saber cual era la mejor bastaba frotarla entre las manos: si hacía ruido era buena. En caso contrario era señal de que contenía limo, por lo que convenía desecharla. En cuanto a la cal, la mejor era la que se obtenía del pedernal la cual se mezclaba en una proporción de 3 a 1 si la arena era también de calidad. Si la cal era mala había que echar la misma cantidad de esta que de arena. Obviamente, las proporciones variaban en función de la procedencia y calidades de los materiales, lo cual era minuciosamente observado por los ingenieros y maestros de obras ya que de ello dependía la solidez tanto de cimientos como del edificio en general.

Moldeado de los ladrillos para su secado al sol,
acción previa al cocido en horno
En cuanto a los ladrillos, era preferible que se fabricaran en primavera o en otoño ya que el exceso de sol del verano haría que se secase el exterior demasiado deprisa mientras que el interior o migajón estaba aún fresco. Por otro lado, se recomendaba que no se usaran recién cocidos (en obras de esta envergadura se fabricaban hornos para cocerlos in situ y ahorrar transportes), sino que se esperasen varios días antes de colocarlos hasta que se enfriasen por dentro. También era conveniente remojarlos con agua en cantidad para lograr una buena unión con el mortero de forma que al fraguar este formaran ambos una masa compacta y sólida.  

En fin, con esto creo que podrán vuecedes hacerse una idea de los pormenores que tenían que tener en cuenta los constructores en función del terreno, la elección y compra de materiales, etc. De los conocimientos del ingeniero encargado de realizar la obra y del buen hacer de los alarifes dependía que fuese un edificio capaz de resistir tanto el paso del tiempo como los embates de la artillería y las minas del enemigo.

Bueno, ya'tá

Hale, he dicho

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