martes, 21 de abril de 2015

Las balas Minié y sus terribles efectos 2ª parte




Hospital de sangre ruso en Crimea. Las tropas del zar
fueron las primeras en sufrir los efectos de las balas Minié
Como ya comentábamos en la entrada anterior, la constante evolución del armamento hizo que la vida operativa de las balas Minié apenas durase un par de décadas. Sin embargo, en los dos principales conflictos en los que intervinieron, la Guerra de Crimea y la Guerra de Secesión de los Estados Unidos, bastaron para convertirla en el proyectil más mortífero de la historia hasta aquel momento, el que más muertos y mutilados produjo e incluso podemos sumarle el dudoso honor de ser la causante de más de un 90% de las heridas producidas en la guerra civil americana. Por otro lado, la aparición de la fotografía permitió que el público conociera de primera mano las espantosas carnicerías que tenían lugar ya que, hasta entonces, lo que la gente sabía de las guerras se limitaba a los relatos de los que volvían razonablemente enteros del frente y, por norma, lo que contaban solía basarse en la versión heroica que siempre daban los que habían intervenido en el conflicto para no ser tachados de cobardes o pusilánimes. 

Pila de piernas amputadas en un hospital de campaña
durante la Guerra de Secesión. Lo complejidad de su
tratamiento así como la avalancha de heridos hacían
imposible actuar de otra forma que no fuera amputar
los miembros heridos que, de todas formas, poco
arreglo tenían.
A todo ello debemos añadir que los avances de la medicina permitieron que muchos soldados que apenas 30 años antes deberían haberla diñado como héroes en el campo del honor volvieran a casa con un aspecto bastante inquietante, mostrando unas cicatrices y unos muñones que eran la prueba palpable de que participar en una guerra no solo no era ninguna tontería, sino que los avances en cuestiones de armamento estaban convirtiendo los campos de batalla en los lugares más desagradables del planeta, donde las probabilidades de ser herido o muerto habían aumentado una bestialidad desde la época en que el abuelo había tomado parte en tal o cual batalla. De hecho, los médicos militares también empezaron a dejar constancia gráfica de lo que tenían que ver a diario ya que las dantescas imágenes que aparecían en los periódicos de la época hicieron que la gente cuestionase los buenos oficios de los cirujanos militares los cuales, en realidad, se toparon con heridas tan terribles que las técnicas reconstructivas el momento no podían solventar, por lo que siempre era preferible constatar dichas heridas para que la gente se diera cuenta de que hacían todo lo que podían e incluso más.

Pero, cuestiones de tipo social o de la prensa amarilla de la época, ¿qué hizo a la mala Minié tan letal? Vayamos por partes...

En primer lugar debemos tener en cuenta el material con que se fabricaban. Sí, plomo, se dirá más de uno, como todas las balas de la época. Ciertamente, todas las municiones se llevaban fabricando con plomo desde los comienzos de las armas de fuego, pero había una diferencia en la que no todos reparan. Para poder expandirse de forma satisfactoria, la bala Minié debía estar fundida con plomo puro, sin mezclar con estaño y antimonio ya que, en ese caso, la bala resultante habría sido más dura y, por ende, menos maleable. Y por otro lado, las balas esféricas al uso hasta aquella época eran macizas mientras que las Minié tenían el culote hueco. Estos dos detalles aparentemente nimios eran en gran parte los causantes de las carnicerías que provocaba este tipo de munición y cuyo mejor testimonio lo ofrece la imagen de la izquierda, que muestra una de estas balas tras haber impactado en un cuerpo humano, triplicando su diámetro a causa de la expansión del material, la cual se producía sin necesidad de chocar con partes duras sino simplemente atravesando la piel. A eso habría que añadir un, digamos, efecto secundario responsable de infinidad de muertes por infecciones, septicemias y gangrenas, y es que, debido a la alta velocidad que alcanzaban, este tipo de bala cortaba la ropa como si fuera un sacabocados, introduciendo fragmentos de la misma en el cuerpo. Obviamente, la ropa en cuestión estaba mugrienta, llena de un amplio surtido de bacterias con muy mala leche e incluso de parásitos de todas clases.

Ilustración de época que muestra los orificios de entrada
y salida de una bala Minié. 
Dicha velocidad se traducía también en un mayor destrozo en las partes blandas del cuerpo. Mientras que la bala esférica de un mosquete apenas llegaba a los 300 m/seg. y, además, perdía velocidad rápidamente debido a su escaso coeficiente aerodinámico, una bala Minié superaba holgadamente esa velocidad, la cual mantenía con más facilidad. Debido a ello, una bala de mosquete se deformaba menos al impactar contra el blanco, por lo que la cesión de energía cinética era inferior. Sin embargo, en el caso de las Minié era precisamente lo contrario: lo dúctil del material con que estaban fabricadas más una velocidad remanente superior suponía una cesión de energía muy traumática que, caso de impactar contra los huesos, implicaba un estallido literal de los mismos; si por el contrario solo tocaba partes blandas y se producía un orificio de salida, lo que era menos frecuente, este era de un tamaño notablemente superior al de entrada.  

Del mismo modo, para que un proyectil adquiera una energía cinética capaz de hacer verdadero daño conviene que tenga una masa de cierta importancia. Así pues, si hablamos de balas con un peso de 27 gramos en el caso de las reglamentarias en España- sirva como comparación que una bala de 9 mm. Parabellum pesa solo 8,12 gramos- tenemos que este tipo de munición no solo era capaz de hacer añicos los huesos más gruesos del cuerpo, como fémures o caderas, sino que a una velocidad remanente de apenas 65 m/seg. (una pelota de tenis sale a esa misma velocidad en manos de un jugador aficionado con buen saque) aún conserva energía para romperlos. Ese era precisamente uno de los principales problemas con que se topaban los médicos en campaña: fracturas de imposible reconstrucción con los medios disponibles en un hospital de sangre, así que no les quedaba más opción que amputar. Las fotos que vemos arriba son un testimonio bastante gráfico al respecto. Se trata de dos fémures procedentes de la guerra civil americana en los que podemos ver lesiones similares, consistentes en ambos casos en una pérdida de masa ósea en el lugar del impacto y un astillamiento que, en el momento de producirse la herida, convirtió ambos huesos literalmente en fosfatina con el añadido de un destrozo abrumador en la masa muscular, ligamentos y tendones de la zona. Ya podemos imaginar el estado en que debieron quedan ambas piernas un poco por encima de la articulación de la rodilla, que es donde se recibieron ambos disparos, así que serrucho al canto porque no quedaba otra. En todo caso, conviene aclarar que una Minié era capaz de partir el hueso de un caballo a 1.000 metros, así que sus efectos en un hueso humano a 50 o 100 metros eran los que vemos.

Y si en un fémur, que es el hueso de más envergadura del esqueleto humano, una de estas balas era capaz de provocar semejante destrozo ya podemos imaginar en el resto. A la izquierda tenemos un húmero en el que se aprecian unos daños similares a los vistos más arriba. Es un tipo de fractura idéntico: pérdida de masa ósea y un astillamiento que produjo la fragmentación del mismo. Con los medios de la época, salvo amputar el miembro lo más que podían hacer era eliminar la parte dañada y unir lo que quedaba a ambos lados, produciendo un acortamiento de la extremidad. Un caso así lo tenemos en el personaje de la foto, el soldado Kegerreis, perteneciente al Rgto. de Artillería Pesada de Pennsylvania y que fue herido en junio de 1864. La herida fue bestial, y parece imposible que en aquella época lograran sacar adelante a este hombre. La bala le penetró por el lado izquierdo del cuello, perforando la tráquea y saliendo por el hombro derecho. Tras ser etiquetado como "amputable" nada más aparecer en el hospital de sangre, por lo visto rompió la etiqueta y fue enviado a un hospital en retaguardia, donde fue tratado y curado al cabo de un mes. Curiosamente, una infección en el hueso del hombro hizo que ¡tres años después! hubiera que cortarle un fragmento y dejarlo tal como aparece en la foto: medio manco pero, eso sí, vivo y coleando. 

En cualquier caso, este procedimiento se realizaba siempre que fuera posible a fin de evitar la amputación, pudiendo de ese modo conservar al miembro afectado aunque se viera con sus funciones disminuidas. Es el caso de la imagen de la derecha, perteneciente al soldado Porubsky y que procede del "Álbum de Cirugía de la Guerra Civil" de Bontecou. Como digo, este remedio tuvo al parecer bastante aceptación siempre y cuando hubiera tiempo para realizar la compleja cura y, naturalmente, si el paciente sobrevivía tanto a la intervención como a la posible infección que degeneraría en una gangrena. 



Por otro lado, el problema que se presentaba con las heridas causadas por las Minié en zonas como hombros o caderas era el de una amputación muy complicada de realizar. ¿Cómo cortar si no había apenas sitio por donde hacerlo? Pues cortaban, cortaban. La intervención consistía en esa cosa horripilante de la izquierda, en la que la cabeza del húmero era sacada de su sitio, separada del cuerpo y, a continuación, te eliminaban el brazo literalmente al ras. Da grima, ¿qué no?


Y si los disparos en las extremidades producían heridas fastuosas, ya podemos imaginar lo que una Minié era capaz de hacer en la cabeza de un probo ciudadano. A la derecha podemos ver dos ejemplos bastante gráficos: la que aparece en primer lugar muestra una herida que penetró a un lado de la nariz, justo debajo de la órbita del ojo derecho en sentido oblicuo, por lo que produjo un orificio de salida del tamaño de una boca de metro. El de la derecha es similar, un disparo en plena jeta que, aunque parezca asombroso, no mató al hombre al instante. Pertenecía al soldado J. Luman, herido el 17 de noviembre de 1863. Fue evacuado a un hospital de campaña en el que permaneció varios días a la espera de ser trasladado sin que durante ese tiempo se hiciera otra cosa que vendarle la herida. Finalmente, el 8 de diciembre siguiente fue trepanado, tal como se aprecia en el orificio redondo de la parte superior, a fin de intentar extraerle del cerebro la infinidad de esquirlas de hueso. Por último, tras cinco días en coma, se murió. Es absolutamente increíble, pero fue un caso real y, según he estado leyendo, no fue el único entre hombres que sobrevivieron varios días o incluso pudieron curarse tras sufrir heridas en teoría más mortales que una plaga de cuñados con moquillo.

El artífice de estas escabechinas fue James Burton, el cual, mientras era asistente del Maestro Armero del arsenal de Harper Ferrys diseñó una mejora de la Minié, adaptándola a la producción en masa ya que, como vemos en la parte inferior de la imagen de la derecha, carecía de la cuña de expansión. Esta bala, con un calibre de 14,7 mm., un peso de 32,5 gramos e impulsada por una carga de solo 3,9 gramos de pólvora era capaz de perpetrar las matanzas que se llevaron a cabo durante la guerra civil americana, conflicto que, como comentaba al principio, supuso el más preclaro exponente de la efectividad de este tipo de munición. En el detalle de la izquierda se pueden ver varios ejemplos de las deformaciones que sufrían las balas diseñadas por Burton tras impactar contra el personal. Por cierto que al estallar la guerra sirvió en el ejército confederado como teniente coronel de artillería, no siendo víctima de su malévolo diseño ya que estiró la pata apaciblemente en 1894. No obstante, no debemos olvidar que el verdadero mérito radicó en Minié, que fue el que la inventó y que Burton se limitó a mejorar el diseño no para que matara más, sino para facilitar su fabricación en masa.

Fotograma de la película "Tiempos de gloria", de Edward
Zwick, que nos permite hacernos una idea de como sería
el disparo de una Minié en la cabeza
Como colofón a todo lo dicho, solo comentar que, según unas estadísticas realizadas en base a los archivos procedentes de los hospitales y el cuerpo de Sanidad que intervinieron en la Guerra de Secesión, el 95% de los muertos y heridos en el conflicto lo fueron por heridas de armas de fuego ligeras, en su inmensa mayoría de fusil. Las de bayonetas y armas blancas apenas alcanzaron un 1% y el 4% restante a causa de metralla y artillería en general, aparte de un resto ínfimo con los motivos más diversos incluyendo coces de mulas, caídas de caballo y chorradas similares que le impedían a uno diñarla como un auténtico y verdadero héroe.

Bueno, esto es todo, amén.

Hale, he dicho.

Fotos como esta, obtenida tras la batalla de Gettysburg, las cuales eran muchas veces hábilmente manipuladas por los fotógrafos para aumentar su dramatismo cambiando de postura los cadáveres y cosas así, fueron las que hicieron saber
al personal civil de retaguardia que las guerras tenían poco de heroico y mucho de asqueroso y horrible. No obstante,
150 años después seguimos sin querernos enterar.

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