Bueno, prosigamos...
Ayer ya vimos las diferentes tipologías de sables empleados hasta la puesta en servicio del modelo Puerto-Seguro, quedando claro que nuestras unidades de caballería ligera estuvieron dotadas de armas de buena calidad, en la línea tradicional con la industria espadera española. De hecho, tras la elaboración de las hojas se sometía a estas a una serie de pruebas que eran meticulosamente revisadas y que, caso de detectarse el más mínimo fallo o indicios que indicaran fatiga en los materiales, estas eran inmediatamente desechadas. Las pruebas eran las siguientes y por este mismo orden:
- Combar la hoja apoyándola en la rodilla.
- Arquearla apoyando la punta en la pared hasta formar un semicírculo
- En la misma postura, hacer una S con la hoja apoyando la mano derecha en la espiga y la izquierda en el primer tercio.
- Dar un tajo sobre un casco de hierro templado colocado sobre un sombrero relleno de borra que actuaba de falsa cabeza.
- Volver a arquear la hoja sobre la rodilla para ver los efectos de la cuchillada en la misma.
Fraguas de la Fábrica de Toledo |
Los defectos a detectar consistían en melladuras, grietas longitudinales o transversales en la hoja o pérdida de material al saltar escamas del mismo. Una vez comprobada cada hoja y dada por buena se daba el visto bueno a las medidas con sus tolerancias admitidas, se bruñía y se montaba en la empuñadura. Los sables terminados eran empacados en cajas con paja bien prensada formando varias capas y sin que se tocasen entre ellos para evitar golpes o arañazos, guardando en cada caja entre 20 y 22 armas. Una vez empacados eran enviados a los parques de armamento que, a su vez los distribuían entre las unidades que precisaban de los mismos.
Afiladora a pedal. La cubeta metálica se llenaba de agua para mantener mojada la piedra de amolar |
En cuanto al mantenimiento, se ponía especial empeño en que no se arañasen las hojas ya que eso favorecía la aparición del óxido, insistiendo en que se debían mantener siempre las hojas bruñidas porque era la mejor forma de que el orín tardase en aparecer. De hecho, se recomendaba que tras el afilado se bruñese cuidadosamente la hoja ya que, al cabo, la piedra de amolar lo que hacía era arañar la hoja. Aparte de eso, como el lógico, se mantenían engrasadas con una fina capa de grasa y, cuando no estaban en uso, fuera de sus vainas para de ese modo poder comprobar en todo momento el buen estado de las hojas. Además, estando envainadas se propiciaba la oxidación al no haber renovación del aire húmedo que pudiera haber en el interior de las vainas, y más en el caso de que estas fueran de cuero ya que este material solía atraer a la humedad.
En cuanto a las guarniciones, por un lado estaban los tirantes, que eran unas correas mediante las que se colgaba la vaina al cinturón. Dichas correas, en un número similar al de anillas en la vaina, tenían los acabados más diversos en función de la uniformidad del regimiento de turno. Como vemos en la foto de la derecha, podían ser de cuero negro, blanco o en su color natural, charoladas, de tela, etc. Su longitud obligaba a tener que llevar el sable sujeto con la mano cuando se iba a pie, pero dicha longitud estaba ideada para que, al cabalgar, el arma quedara inclinada sobre el muslo con la empuñadura cerca del nivel de la cintura. Para asegurar el arma estaba el fiador, que es el cordón que cuelga de la guarnición del sable, y antes de desenvainarlo había que pasar la muñeca por el mismo. Al igual que en el caso de los tirantes, su aspecto y acabado variaba según la unidad si bien en ambos casos era habitual disponer de al menos dos tipos, uno para uso diario y otro de gala.
En algún momento durante la segunda mitad del siglo XIX, alguien con dedos de frente se percató de un detalle, y es que la vaina colgando del cinturón era un chollo para la infantería, que podía descabalgar al jinete tirando de la misma y machacarlo a culatazos y bayonetazos una vez derribado. Así pues, se optó por que el arma pendiera de un tahalí unido a la silla de montar. A la derecha tenemos lo que se denominaba bolsa de herrajes, que era dicho tahalí con la pequeña bolsa que va unida al mismo y que servía para guardar en su interior herraduras de repuesto para el caballo. En la foto podemos verla del derecho y del revés, así como el aspecto de un sable colocado en la misma.
Merodeando |
En cuanto al uso y los efectos de los sables, a pesar de su intimidatorio aspecto no eran tan mortíferos como las espadas, como ya se explicó detalladamente en una entrada anterior cuya lectura recomiendo a todo aquel que no lo hiciera en su momento. Debemos tener en cuenta que la caballería ligera tenía unos cometidos diferentes en el contexto de una batalla, independientemente de que participaran en cargas convencionales. Pero la realidad es que las unidades de húsares, cazadores y dragones tenían como principales misiones la exploración del terreno, las avanzadillas, merodear, el envío de mensajes entre las diferentes unidades del ejército en liza, la persecución o el hostigamiento del enemigo, actuar contra las unidades de caballería pesada enemiga para interceptar sus cargas o, al menos, restarles empuje y, por último, pues cargar contra la infantería si no quedaba otra.
Húsar contra coracero |
Pero el sable era un arma concebida para ser manejada en orden abierto, o sea, en un escenario en el que el jinete tenía mucha más libertad de movimientos que un coracero que cargaba estribo contra estribo y que no podía dar tajos, sino estocadas. De ahí que fuera un arma bastante idónea para, aprovechando que descargar una cuchillada es un movimiento mucho más natural y cómodo en alguien que va a caballo, poder así sablear a su sabor a los enemigos que huían o incluso a la caballería enemiga cuando lograban desbaratar su ataque, siendo en ese momento cuando tenían lugar combates individuales entre parejas de jinetes enemigos. En ese caso, el jinete armado con un sable lo tenía más fácil a la hora de herir a su enemigo, que tenía que buscar una postura adecuada para lanzarle una estocada o detener sus cuchilladas.
Para ello, generalmente tenía por necesidad que hacer girar su montura para ofrecer al enemigo su costado derecho, cosa complicada con un caballo enloquecido por el pánico y hostigado por un jinete que caracoleaba a su alrededor buscando el momento para descargarle un tajo. De ahí que, por ejemplo, las unidades de coraceros fuesen dotadas de cascos de acero y calzaran guantes con puñetas de grueso cuero como las que vemos en la foto. Si observamos la imagen podremos ver como a los guantes normales de cabritilla se le han cosido dos puñetas de un cuero de más grosor, destinado a proteger los antebrazos del jinete. De hecho, alrededor de un 70% de las heridas que recibían los coraceros eran precisamente en esa parte del cuerpo, y casi todas procedentes de cuchilladas de sables durante sus encuentros con la caballería ligera enemiga. En todo caso, esta heridas, aunque no eran mortales salvo que se presentase la infección de turno, podían seccionar tendones y dejar la mano o el brazo inútil, pero mejor medio manco que muerto, digo yo.
Una buena cuchillada, pero en modo alguno mortal |
Así pues, las cuchilladas propinadas por los sables no eran tan temidas como las estocadas con que los coraceros escabechaban a sus oponentes. Aunque un sablazo era una herida más aparatosa ya que solían producir profusas hemorragias, casi siempre eran más o menos superficiales. Los gruesos paños con que se confeccionaban los uniformes de la época, los altos morriones de fieltro o de pelo de oso y demás bichos profusamente velludos que, además, iban provistos en muchos casos por dentro de casquetes de hierro, solían amortiguar bastante bien los golpes de las afiladas hojas de los sables.
Así pues, la inmensa mayoría de las heridas producidas por los sables eran cortes en los antebrazos, de mayor o menor entidad y debido al movimiento instintivo de los infantes para protegerse del golpe; en el cuello, que solía estar protegido por los gruesos y altos cuellos de los uniformes de la época que, además, en muchos casos llevaban el añadido de los distintivos regimentales fabricados en metal y, finalmente, en la cara y la cabeza, estas últimas en scalp por lo general. No obstante, como es lógico podían también producirse cortes limpios más o menos profundos en función de la fuerza del jinete y de la protección que el herido llevase en la cabeza. Un ejemplo lo tenemos a la izquierda, en el que vemos un soldado confederado que muestra un tajo en mitad de la cabeza que, a pesar de su inquietante aspecto, ni siquiera logró traspasar el cráneo e incluso dejó al herido con la misma jeta de mala leche que debía tener antes de recibirlo. Por cierto que muchas unidades de infantería e incluso de caballería solían portar la manta o el capote enrollado y colgado en bandolera, por lo que también servía de protección para el hombro izquierdo (el lado derecho se dejaba libre para no restarle movilidad). De ese modo, una cuchillada en esa parte del cuerpo no tenía el más mínimo efecto salvo que el jinete acertase justo entre la manta y el cuello.
A la derecha tenemos otra muestra de diversos tajos similares procedentes de la información gráfica que nos legaron los médicos militares americanos tras la Guerra de Secesión. Me irrita sobremanera que jamás se pueda encontrar información similar procedente de fuentes españolas, pero es lo que hay y bueno, al fin y al cabo una herida de sable tiene el mismo aspecto en la testa de un americano como de un gabacho o incluso un español de pura cepa. Como podemos ver, en los tres casos muestran un aspecto un tanto terrible que, a pesar de todo, solo dejaron en sus pacientes una cicatriz que en dos de ellos quedó invisible en cuanto les creció el pelo. No obstante, a más de uno le rebanarían limpiamente una tira de cuero cabelludo que igual lo dejaba con un trozo de cráneo a la vista, como le ocurrió a von Richthofen si bien en su caso fue como consecuencia de un balazo.
Obviamente, esto no quiere decir que los sables no causaran muertos. A pesar de que hay constancia de que hubo heridos que llegaron a los hospitales de campaña con más de 20 sablazos y salieron vivos del brete, otros muchos no vivieron para contarlo al verse con la cabeza abierta como un melón o con medio cuello cercenado o, simplemente, desangrados al verse afectado algún vaso importante pero, en comparación con los efectos de otras armas blancas, los niveles de mortandad de los sables eran inferiores. En la imagen superior tenemos dos ejemplos bastante gráficos. El de la izquierda muestra una herida en scalp con un ángulo bastante raro para un sable, por lo que cabe pensar que la cuchillada partió desde una altura bastante superior y desde atrás, o sea, como propinada a un enemigo que huía y había caído de rodillas. En ese caso llegó a arrancar un fragmento de hueso frontal que, si no mató al dueño del cráneo, lo dejó tan mal herido que alguien lo remataría a continuación, quizás el mismo jinete. El otro nos muestra algo más expeditivo: un profundo tajo que, además, arrancó una parte importante el parietal izquierdo. A ese debieron dejarlo en el sitio y su matador no debía ser precisamente un sujeto birrioso. Es una herida equiparable a las que en su día vimos sobre las causadas por el armamento medieval, mucho más pesado y contundente.
En fin, con esto creo que ya podemos tener una clara idea de todo lo referente a este tipo de armas durante el siglo XIX. Aunque a medida que avanzaba el siglo se iban escribiendo las últimas páginas sobre el uso bélico de los sables, nuestra valerosa caballería aún tuvo tiempo de hacer buen uso de ellos tanto en las cainitas guerras carlistas como en Cuba, Filipinas o la guerra de África que tantos ríos de sangre y dinero costó.
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