martes, 17 de octubre de 2017

Las primeras minas anticarro


Imagen tomada el 3 de octubre de 1918 en Ronssoy la que se ven dos carros Mark V puestos fuera de combate por sendas
minas anticarro. En primer término se ven las mismas ya desenterradas. Se trata de las famosas Plum Pudding de 2
pulgadas que, paradójicamente, formaban parte de un campo de minas británico abandonado tras una retirada durante la
primavera anterior. Dichas minas destruyeron varios carros propios durante su avance para la conquista del pueblo de Épehy el 18 de septiembre anterior ya que los british no tenían constancia de la existencia de sus propias minas en el sector
debido a la práctica inexistencia de algún tipo de método u organización a la hora de sembrarlas

Las minas destinadas a matar enemigos, que no a derribar murallas, son un invento relativamente moderno. Su empleo tal como lo conocemos actualmente se remota al siglo XVII, cuando se empezaron a usar fogatas y cajones para escabechar enemigos de forma taimada y sutil para, posteriormente, en el contexto de la Guerra de Secesión, fabricar minas susceptibles de detonar al ser pisadas, y no mediante mechas como en los tipos mencionados anteriormente, sino con rudimentarias espoletas de presión. Esto permitía sembrar de minas una determinada porción de terreno a la espera de que el enemigo pasara por allí sin tener que estar vigilando para encender la mecha detonante. En todo caso, de las minas anti-persona ya se habló largo y tendido en su momento, así que el que quiera ilustrarse puede hacerlo pinchando aquí. Hoy hablaremos de una tipología más moderna ya que se idearon para destruir unos chismes que no existían antes de la Gran Guerra, los carros de combate, y como no existían pues, lógicamente, nadie se preocupó de inventar nada para acabar con ellos de la misma forma que nadie sabía lo que era sentir instintos homicidas a todas horas hasta que se inventaron los cuñados. Así pues y sin más prolegómenos, vamos al grano que para luego es tarde.


Flachmine 17 junto al emblemático letrerito
que tanto mola en estos casos avisando que
hay minas anticarro en el terreno
La primera acción de guerra en la que intervinieron carros de combate fue en el Somme, en donde tomaron parte 49 carros británicos Mark I con resultados digamos que mediocres, lo cual era perfectamente lógico teniendo en cuenta lo novedoso del invento. Pero donde sí tuvieron un éxito total fue en lo tocante al impacto psicológico entre las tropas alemanas, que se vieron totalmente sorprendidas por la aparición de aquellos extraños chismes que solo podían ser puestos fuera de combate a cañonazos. Pero los tedescos, aunque tienen sus cerebros cuadriculados como un cuaderno de gusanillo, suelen responder con prontitud ante los nuevos desafíos en todo lo tocante a la cosa bélica si bien, en su caso, cometieron un craso error no invirtiendo medios en diseñar vehículos blindados que contrarrestasen la cada vez más pujante fuerza acorazada enemiga mientras que, paradójicamente, seguían gastándose verdaderas fortunas en dirigibles para bombardear poblaciones, lo que no solo no tuvo el más mínimo efecto de cara a mermar la capacidad bélica del enemigo, sino que fue hábilmente empleado por la propaganda para convertirlos en unos seres diabólicos que asesinaban a sangra fría a candorosas abuelitas, a adorables nenes sonrosados y a sufridas amas de casa que esperaban anhelantes el regreso  a casa de sus maridos para prepararles pasteles de riñones y pudines de zanahorias.


Por terrenos en este estado no hacían falta minas, ni carros ni nada.
Simplemente era imposible transitar por el mismo. Obsérvese el carro
británico atrapado en el fango
El empleo táctico de aquellos primeros carros de combate consistía en abrir paso a la infantería a fin de romper las líneas defensivas alemanas. O sea, no actuaban de forma autónoma como ocurriría en la 2ª Guerra Mundial, sino que eran un arma de apoyo al infante que le permitiría avanzar protegido por estos vehículos, pudiendo alcanzar las alambradas sin sufrir los ingentes números de bajas producidas por el fuego de las ametralladoras y de la artillería. Una vez llegados a las alambradas, el peso de estas máquinas permitiría arrollar las que la artillería propia no hubiese destruido y, en definitiva, romper las líneas provocando una desbandada de tedescos asustados. Lógicamente, eso era la teoría, porque en la práctica siguieron muriendo cientos de miles de hombres  y romper las líneas enemigas no era el paseo militar que se suponía porque, además de las medidas anti-carro adoptadas por los alemanes, el estado del terreno impedía muchas veces el empleo de estos vehículos que veían ante sí cientos de metros convertidos en un paisaje lunar lleno de cráteres inundados de fango, por lo que era literalmente imposible transitar por ellos.


Barrera anticarro en el sector de Cambrai formada por ángulos de hierro
separados 1,7 metros, de forma que impedirían el paso incluso a un FT-17
Las medidas que adoptaron los tedescos fueron bastante simples, pero de una eficacia más que razonable teniendo en cuenta que fueron soluciones tomadas a toda prisa y con un costo ínfimo: fosos, obstáculos en forma de ángulos de hierro enterrados en el suelo y los chismes que trataremos hoy, las minas anticarro. Sin embargo, que nadie piense que estos artefactos surgieron de un detallado diseño y una posterior fabricación en masa ya que, obviamente, para cubrir las zonas del frente susceptibles de ser atacadas con carros de combate serían necesarias decenas, cuando no centenares de miles de minas. Por el contrario, desde el primer momento y prácticamente durante toda la duración del conflicto las minas que se usaron fueron producto de la iniciativa de las tropas, especialmente de las alemanas ya que los aliados, al no tener que enfrentarse a una fuerza acorazada de envergadura, hicieron poco caso a este tipo de armas.  


Inicialmente se optó por una solución con menos enjundia que el currículum académico de un político. Simplemente cogieron proyectiles de artillería, bien para cañón, bien para lanzaminas, con cargas de alto explosivo de 15 o 21 cms. de calibre, los armaron con espoletas de impacto especialmente sensibles o bien de presión y los enterraron sin más en el suelo. Al no haberse establecido aún una serie de baremos o esquemas para la colocación de estas rudimentarias minas, cada cual lo hizo lo mejor que pudo si bien, básicamente, se solía formar una hilera de proyectiles enterrados, tal como los vemos en la ilustración superior, a una distancia de entre 2 y 3 metros uno de otro, o bien formando más de una hilera alternándose una con otra al tresbolillo para hacer más denso el minado. Estas hileras de proyectiles se situaban unos 30 o 40 metros por delante de la primera línea de alambradas para impedir que fueran destruidas por los proyectiles de la artillería enemiga previos a un ataque y, por otro lado, porque los carros que las pisasen quedarían fuera de combate dejando las alambradas indemnes y a su infantería expuesta al letal fuego cruzado de las ametralladoras alemanas.


En otras ocasiones situaban una segunda zona minada debajo de las alambradas con dos finalidades. Una, rematar los carros que hubiesen sobrevivido al primer campo de minas, y dos impedir que la infantería propia pudiera sufrir algún percance pisando sin darse cuenta unos artefactos provistos casi siempre de espoletas bastante sensibles.  A medida que fueron puliendo la rudimentaria tecnología disponible se elaboraron ejemplares menos burdos, como el que vemos en la foto. Se trataba de cajas de madera- y más raramente de metal- con uno o dos proyectiles de los calibres antes citados cubiertos con una tapa de madera. Dicha tapa estaba conectada a un fulminante que a su vez actuaba sobre la espoleta, o bien se prescindía de esta y se sustituía por un multiplicador como los empleados en las bombas de mano. Como ya podemos suponer, las espoletas se activaban cuando el carro pasaba por encima de ellas, y solían calibrarse para detonar con pesos superiores a los 450 kg. para impedir que cualquier cuñado despistado que pasase por allí fuese enviado al cielo en forma de comida para gatos si la pisaba, delatando así la existencia de un campo de minas. Para asegurar su durabilidad, estas cajas se envolvían en papel alquitranado a fin de aislarlas de la humedad del terreno, que entre otoño y primavera se veía sometido a constantes lluvias.


Aunque pueda parecer lo contrario, estos proyectiles tenían potencia de sobra para reventar el tren de rodaje de un carro pesado como el Mark IV británico así como su blindaje inferior de apenas 6 mm. de espesor. Con todo, bastaría con romperle solo una cadena para inmovilizarlo, anulando así su arrollador efecto y, de paso, dejarlo totalmente inerme ante la acción de los cañones de 7,7 cm. alemanes. Por norma se usaban proyectiles de alto explosivo como los que vemos a la derecha. El A es un proyectil de 15 cm. modelo 1912 con un peso total de 41,5 kg. y una carga explosiva de  6,1 kg. dividida en 3,66 kg. de trinitroanisol y 2,44 kg. de dinitrobenceno. El B es un proyectil de 21 cm. modelo 1883 con un peso total de 119 kg. y una carga explosiva compuesta por 17,4 kg. de ácido pícrico. En definitiva, suficiente para dejar un carro enemigo en un estado de siniestro total, y más si la víctima era un FT- 17 de apenas 6,5 Tm. de peso. No obstante, y a pesar de la obvia contundencia de este tipo de munición, sus resultados no fueron ni mucho menos satisfactorios considerando que un campo minado de 4 o 5 km. requería alrededor de 7.ooo minas, y su fiabilidad no era en modo alguno definitiva por lo rudimentario de sus mecanismos de disparo. Con todo, y según pruebas llevadas a cabo por los british, para destruir un Mark V, su carro más pesado, bastaban con 6,8 kg. de trinitrotolueno o cualquier explosivo similar, así que con estos dos proyectiles tenían de sobra, para no hablar de un FT-17, al que apenas 2,2 kilos bastaban para mandarlo a hacer puñetas.


Grupo de zapadores alemanes en pleno sembrado de minas. Por lo general actuaban en pelotones de 4 o 5 hombres al
mando de un sargento. AL fondo a la derecha de ve un proyectil de 15 cm. junto al oficial que camina de espaldas


Campo de minas desactivado por los british en el que se ven las cajas
desenterradas y un aviso que indica que hay peligro de minas por si al
torpe del pelotón se le ha quedado alguna atrás
En todo caso, las combinaciones y los tipos de munición empleados llegaron a ser bastante numerosos. El cuerpo de ingenieros del ejército yankee llegó a contabilizar nada menos que 19 tipos diferentes, cargados en su mayor parte con los proyectiles antes mencionados si bien también se encontraron cajas con granadas de lanzaminas de 25 cm. que podían contener hasta 47 kg. de donarit, o enormes cajas de 120x7,5x9,5 cm, conteniendo proyectiles de 15 y 21 cm. que, aunque en apariencia pudieran tener unos efectos devastadores, solían ser detectados a tiempo ya que, generalmente, estas minas a base de cajas solían enterrarse a escasos centímetros de profundidad, por lo que bastaría un simple chaparrón para dejar al descubierto la sorpresa. 


Explosión de una mina captada por una cámara del ejército
francés. Si la comparamos con la altura de los árboles
vemos que sus efectos eran bastante contundentes
Por cierto que, en muchos casos, las minas eran activadas mediante unos detonadores eléctricos a distancia que el señor Nobel había inventado en 1900 para, al igual que con la dinamita, acabar para siempre con todas las guerras, vaticinio en el que como sabemos falló de forma rotunda. De ese modo, los ocupantes de las posiciones detonaban a voluntad las minas en el momento preciso, aumentando de ese modo su eficacia. Del mismo modo, y a medida que los campos de minas fueron proliferando, los alemanes fueron elaborando no solo artificios más sofisticados, sino también trampas para impedir la desactivación de las minas ya colocadas. Para ello colocaban un fino alambre bajo la tapa de la caja de madera que activaba de forma instantánea la espoleta o el multiplicador, haciéndola detonar y convirtiendo al zapador en steak tártaro. 


Otro tipo de mina consistía en un cajón de generosas dimensiones que, en vez de contener proyectiles de artillería, era rellenado con cajas llenas de explosivos como vemos en la foto de la derecha. Estas minas podían contener hasta 10 kg. de TNT, ácido pícrico, perdita o cualquier otra porquería capaz de pulverizar no solo a los carros que pasasen sobre ella, sino también a las piezas de artillería, camiones, etc. que se cruzasen en su camino ya que llegó un punto en que los alemanes no solo minaban las zonas de primera línea, sino las carreteras, encrucijadas y hasta las calles de las poblaciones de las que se veían obligados a retirarse, produciendo con ello que los british o los gabachos sufrieran un parón en su avance hasta poder eliminar todas las minas de la zona.  


En 1916 entró en servicio el modelo más sofisticado que fabricaron los alemanes. Se trataba de la Flachmine 17, una caja de 20x30x5 cm. que contenía 18 paquetes de 200 gramos de perdita lo que hacía un total de 3,6 kg. de explosivo. Su funcionamiento se basaba en la barra cilíndrica que vemos separada de la caja mediante cuatro resortes, los cuales cedían con el peso del carro haciendo contacto y produciendo la detonación. También podían emplearse detonadores eléctricos a distancia. Estas minas eran más difíciles de detectar ya que se enterraban a unos 25 cm. de profundidad cubriéndolas con tierra bien compactada, lo que las hacía virtualmente invisibles. Aunque de una potencia inferior a un proyectil de 15 cm., su carga explosiva podía dejar seriamente dañado un carro medio como el Whippet de 14 Tm. Al final del conflicto, los alemanes llegaron a producir 3.852.000 minas anticarro, que para la época no era precisamente una cifra desdeñable, alcanzando su máximo rendimiento a lo largo de 1918, cuando la presión de la fuerza acorazada aliada fue cada vez más agobiante, con una producción mensual de unas 128.000 unidades.

Lógicamente, los british tuvieron que idear medios para no verse comprometidos cada vez que daban con una zona minada que, como ya hemos visto, igual podía hallarse en primera línea que en la calle principal de una población belga. Para ello diseñaron dos artilugios que, al menos en apariencia, podían despejar el terreno con más prontitud y, sobre todo, evitando bajas innecesarias. Sin embargo, lo tardío de su aparición tampoco permitió conocer su verdadera eficacia.


Uno de ellos lo podemos ver en la foto de la derecha, tomada en 1918 en Dollis Hill, una zona residencial de Londres que fue empleada durante la Gran Guerra como campo de pruebas para carros de combate. La imagen nos muestra un Mark I provisto de un cabrestante con un electro-imán con el que se podía extraer del terreno los proyectiles usados como minas que vimos anteriormente. Caso de que estallase los daños en el carro serían mínimos, cuando no inexistentes ya que la deflagración de una granada de ese tipo situada a esa distancia del carro no solía tener graves efectos. Una vez extraída la granada se le podía desmontar la espoleta o, en el peor de los casos, llevarla a un lugar donde detonarla con total seguridad.


El otro invento puede que a más de uno le suene ya que se usó entre la miríada de chismes raros que se emplearon en el desembarco de Normandía para eliminar los inmensos campos de minas con que los alemanes cubrieron toda la costa. Se trata de un Mark IV provisto de dos rodillos anti-minas sustentados por dos vigas de madera de forma que detonasen con su peso las que se encontrasen en el lugar por donde pasarían las cadenas del vehículo. De ese modo se abrían pasillos seguros por los que podrían circular las tropas ya que, como dijimos anteriormente, por lo general los alemanes graduaban estos artefactos para que hicieran explosión a partir de 450 kilos. Al resto de los carros que les seguían les bastaba seguir las rodaduras del que iba en cabeza con los rodillos.


Esta curiosa foto muestra el cráter dejado por el Plum Pudding que destruyó
el carro, y bajo la cadena se puede ver otro que no llegó a detonar.
En cuanto a las minas anticarro británicas, no tuvieron ni remotamente el extenso surtido que las alemanas. Básicamente fabricaron dos tipos: uno de ellos consistía en un tubo metálico relleno de explosivos, algo similar a los torpedos Bangalore usados para destruir alambradas pero que, en este caso, se colocaban atravesando carreteras o lugares susceptibles de ser transitados por los escasos carros alemanes. Estas minas eran activadas mediante un detonador eléctrico a distancia o bien mediante un detonador de contacto que iniciaba la explosión cuando el carro enemigo pasaba por encima. A principios de 1918 comenzaron a fabricar una mina claramente inspirada en las alemanas ya que consistía en una caja de madera de 45x35x20 llena con 6,3 kilos de algodón pólvora. Estas cajas tenían una bisagra que cedía al ser presionada, activando así un detonador de contacto. Esta mina se activaba con solo 100 libras de peso (45,3 kg.), por lo que detonaría si la pisaba cualquier combatiente, dejándolo hecho una birria y totalmente inútil para el combate. No obstante, también emplearon proyectiles de mortero como se comentó en la foto de cabecera,  los dichosos Plum Pudding que, por una cruel broma del destino, aniquiló a 10 de los 35 carros Mark V de la compañía A del 301 Bon. de Carros Pesados del ejército yankee. En aquella acción, los british habían sembrado un campo de minas siete meses antes sin dejar constancia de ello, lo que costó, además de las máquinas, la vida de sus tripulantes. Cada pudin contenía 11 kilos de amonal, suficientes como se ve en la foto superior para destruir totalmente un carro pesado.


Finalmente nos resta mencionar los pinitos llevados a cabo por los gabachos que, contrariamente a sus aliados, no se preocuparon demasiado por el tema de las minas. Se limitaron a fabricar contenedores como los que vemos en la foto que eran enterrados sin más y que detonarían mediante algún tipo de espoleta de presión. No me ha sido posible encontrar datos precisos sobre la carga explosiva y los mecanismos de estas rudimentarias minas si bien por su aspecto podemos deducir que serían de una potencia similar a los proyectiles de 21 cm. usados por los alemanes. Cabe suponer que, en esta ocasión, los herederos del maldito enano corso fueron más inteligentes y se dejaron de historias a la vista del exiguo parque acorazado alemán que, a pesar de hacer uso de los carros que capturaban a los aliados, nunca pudieron hacerles frente de forma eficaz ante la enorme masa de la fuerza acorazada de británicos y franceses.


No obstante, en la foto de la derecha tenemos un testimonio bastante gráfico acerca de los efectos de las minas francesas, en este caso reflejado en un carro británico capturado por los alemanes y destruido en el sector de Champagne al cruzar un campo de minas francés. Como salta a la vista, la explosión debió ser bestial para dejar en semejante estado un vehículo de más de 24 Tm., al cual partió literalmente en dos.


Zapadores franceses descargando minas para proceder a
su colocación. Se pueden observar de dos tamaños diferentes
En fin, así fue como nacieron y se desarrollaron las primeras minas anticarro. Los alemanes tuvieron la primicia en su empleo si bien los resultados no acompañaron a las expectativas ya la artillería destruyó muchísimos más carros enemigos. Sin embargo, fueron especialmente útiles a la hora de ir dejando tras de ellos un reguero de muerte, como ya anticipamos más arriba, a medida que se iban retirando en las postrimerías del conflicto. Entre el verano de 1918 y el final de la guerra en noviembre de aquel año, los zapadores británicos tuvieron que desenterrar y desactivar la infinidad de artefactos con los que pretendieron retardar el avance enemigo. Cerca de millón y medio de kilos de explosivos tuvieron que neutralizar en forma de minas, trampas y demás porquerías, aparte de las que eliminaron los canadienses y los yankees

Bueno, ya'tá.

Hale, he dicho

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