domingo, 30 de agosto de 2020

ESTATUARIA BÉLICA. ESTATUA DEL CID. SEVILLA




Dilectos lectores, esta es una idea que me ronda la sesera hace algún tiempo. Rara es la ciudad en la que no hay una o más estatuas dedicadas a gloriosos guerreros, héroes nacionales o invictos paladines. Algunas son verdaderos adefesios sin el más mínimo rigor histórico producto de las mentes calenturientas de los empeñados en "fundir épocas y estilos en el espacio y el tiempo", eufemismo que a los alcaldillos les vale para, previa untada, dárselas de que están a la última o ambas cosas y colocar un moco broncíneo o una ameba pétrea que se supone representa al glorioso BELLATOR. Obviamente, tanto mocos como amebas quedan desde ya descartados. Mi concepto del arte es representar la realidad con el máximo realismo, valga la redundancia, y no las nebulosas mentales del que hace la obra, así que nos ceñiremos a la estatuaria que, con mayor o menor fortuna, representa de manera más o menos fiel a tal o cual personaje.

Aclarado este punto, la idea surge del hecho de que, por lo general, vemos una de esas estatuas y no nos paramos a analizar si su rigor histórico es el adecuado. No vamos a entrar a fondo en la calidad técnica de la obra porque se sale del tema, sino sobre todo en la fidelidad del atuendo, armas o situación que pretende representar; así mismo, se plasmarán los datos que se puedan recopilar sobre el autor, curiosidades sobre la obra y demás chorraditas para planchar a un cuñado cuando, sentados en alguna plaza mayor tomando el aperitivo ante la efigie propia, ecuestre o sedente  de algún personaje glorioso, provoquemos que se le vaya el vermut por la cañería del aire y, con suerte, palme allí mismo entre terribles convulsiones. Naturalmente, se incluirán efigies yacentes que, como he comentado alguna vez, son "fotos" de la época que nos permiten conocer con detalle la panoplia de estos difuntos acorazados.

En fin, espero que esta nueva temática, que colijo no está nada trillada en la red, permita a vuecedes asombrar a propios y extraños con sus conocimientos adquiridos en la materia. Y, como no podía ser menos, comenzaremos por el terruño ya que, aparte de estar bien surtida de estatuaria, Sebiya es la ciudad que me vio nacer y, si el Criador así lo dispone, me verá entregar la cuchara, espero que dentro de muchos lustros, naturalmente. Así pues, ahí va la primera de la serie: la estatua ecuestre de Rodrigo Díaz, nuestro héroe nacional y que, a mi entender, es visualmente impresionante. Veamos pues...



Ahí la tenemos. Chorrea brío y heroísmo, ¿que no? Bien, antes de nada, comentaremos el origen de esta estatua que, cosa que ignoran incluso muchísimos sebiyanos, contiene más historias y curiosidades de lo que imaginan. O sea, que no fue la típica efigie que plantaron allí sin más para rellenar un espacio urbano vacío.


Anna Huntington (1876-1973). Estuvo en
activo hasta pasados los 80 años
La autora fue Mrs. Anna Vaughn Hyatt Huntington, una talentosa escultora yankee que, mira por dónde, estaba especializada en modelar animalitos en general y pencos briosos en particular. De ahí que en sus estatuas ecuestres estos animales tuvieran, si cabe, tanto o más protagonismo que el personaje que los cabalgaba. Basta ver el aspecto del mítico Babieca para coincidir con la opinión que le mereció a S.M. don Alfonso XIII cuando lo vio por vez primera:  Yo siempre quise saber qué clase de caballo cabalgaba el Cid. Ahora, al ver el que usted modeló, coincido con usted en que éste es el único caballo digno de haber sido montado por el héroe castellano”. De hecho, es un prodigio de energía contenida, de poderío deseoso de que den rienda suelta a su desmedida fuerza y escapar de su coraza de bronce. Las venas y su turgente musculatura se le marcan bajo la piel, y solo la enérgica mano del Campidoctor es capaz de sujetarlo. Por ello, desde siempre, en Sebiya la zona donde está ubicada la estatua ha sido conocida como "el caballo", sin más. En la foto de la derecha podemos ver a la autora en su estudio, delante de uno de los fogosos corceles que modelaba. En cuanto a nuestro insigne héroe nacional, se despachó a gusto porque la estatua tiene unas generosas dimensiones: de 5 metros de alto, 3'11 de largo y 1'40 de ancho.


Archer Huntington (1870-1955)
Bien, esta proba escultora era la segunda mujer de un multimillonario amante hasta el tuétano de la cultura española, Archer Milton Huntington, que fundó en 1904 la Hispanic Society of America con sede en Nueva York. Su desmedida pasión por todo lo relacionado con nuestro país le llevó a colaborar en las excavaciones de Itálica, y mantuvo relación con George Bonsor, el descubridor de la necrópolis de Carmona y de prestigiosos historiadores locales como José Gestoso. Cuando se planteó la Exposición Iberoamericana de 1929, que ciertamente supuso un revulsivo urbanístico y cultural a la entonces decadente Sebiya, tiempo le faltó para gestionar como obsequio a la ciudad la efigie ecuestre que nos ocupa. ¿Por qué el Cid, y no otro personaje? Pues, al parecer, porque este probo mecenas había estudiado a fondo la vida y milagros de nuestro héroe nacional, había traducido al inglés el "Cantar de Mio Cid" y hasta se pateó el "Camino del Cid" por la inhóspita meseta castellana. Su mujer, contagiada por su entusiasmo cidiano, aceptó de mil amores el encargo que costeó la Hispanic Society si bien el primer vaciado fue pagado de su bolsillo por Archer Huntington.


El mecenas de allende el océano, que junto a su mujer pasaban largas temporadas en Sebiya, estaba como ya podemos suponer muy bien relacionado con lo más granado de la sociedad española en general e hispalense en particular, y la oferta de la donación de la estatua fue muy bien recibida por los próceres encargados de la organización del evento, así que su talentosa cónyuge acometió sin más la tarea de modelar un prototipo a escala para presentarlo y obtener el visto bueno. A la derecha podemos verlo tal como se conserva en la actualidad en el Brookgreen Gardens, en Carolina del Sur. Se trata un fastuoso parque de unas 3.700 Ha. fundado por los Huntington donde el público se puede deleitar en grado sumo con una colección de estatuas de más de treinta artistas y la reserva natural que contiene. El modelo a escala fue presentado en 1927, y está de más decir que fue elogiado por todo el mundo y que recibió el placet sin problemas. Además, y nunca mejor dicho, a caballo regalado no le mires el bronce. Mrs. Huntington acometió sin más demora el inicio de la obra porque debía estar lista antes de la inauguración del evento durante la primavera de 1929. Con todo, esta buena señora, que debía ser un turbión energético (palmó con casi el siglo y estuvo currando con más de 80 años), logró terminar la enorme estatua y fundirla el mismo año en que se presentó la maqueta.


Antes y ahora del monumento desde su lado norte. Al fondo a la derecha se ve el Casino de la Exposición

El emplazamiento se decidió en diciembre de 1927, concretamente en lo que sería la entrada a la Exposición. Su ubicación exacta sería la entonces denominada Glorieta de San Diego, bautizada así por el presidio fundado en 1769 entre otros por fray Juníero Serra, actualmente en búsqueda y captura por "genocida, racista y criminal de guerra", tócate el níspero. La estatua sería colocada sobre un pedestal de granito gris obra de Vicente Trever y Mariano Benlliure por un importe de cinco mil duros, una pasta gansa por aquel entonces. Por cierto que, como curiosidad curiosa, el monumento se yergue justo encima de los cimientos del antiguo quemadero del Santo Oficio. Hay que tener en cuenta que en 1927 aquella zona era literalmente un descampado ocupado por el lado sur por los jardines del Palacio de San Telmo, antigua residencia de los duques de Montpensier. En resumen, la obra de Mrs. Huntington solo recibió elogios y tanto éxito cosechó que hubo que hacer varias copias que fueron ubicadas en Nueva York, ante la sede de la Hispanic Society (foto A), en el parque Balboa de San Diego, California (foto B), en la Plaza de la Legión de Honor de San Francisco (foto C) y en el barrio de Caballito de Buenos Aires (foto D). La que se puede admirar en Valencia es una copia obtenida en 1964 de la de Sebiya por Juan de Ávalos, el mismo que realizó la estatuaria del Valle de los Caídos, y costeada también por la Hispanic Society. En la foto inferior podemos ver los andamios que se colocaron para poder sacar el molde del ejemplar que se instaló en Valencia, así como su ubicación actual.





Ojo, que lo de hacer el imbécil con los monumentos no
es de ahora. Ahí ven una foto del Cid electrificado de
la época en que la Feria de abril se celebraba en el
Prado de San Sebastián. Los alcaldes de Sebiya... 😡
Para terminar con esta breve semblanza, comentar solo la vil perpetración que se llevó a cabo en 2013, cuando el ayuntamiento permitió a la "artista" (😂😂😂😂) polaca Agatha Oleksiak que forrara la estatua con una cubierta de ganchillo de colorines, manda cojones. La... "artista", que inicialmente pretendía profanar la efigie de San Fernando situada frente al ayuntamiento, aseguraba que su "arte"(😆😆😆) consistía en levantar pasiones, ya fueran positivas o negativas. Un elevado porcentaje de sebiyanos entre los que me incluyo cuestionamos seriamente la honorabilidad de su padre y la decencia de su madre, así como la de los miembros de la corporación municipal por permitir a esa payasa, que por cierto nunca supimos cuánto cobró por la mamarrachada, dejar a nuestro héroe nacional convertido en una figurita de colores durante varios días. Por lo tanto, colijo que se debió largar muy contentita cuando la inmensa mayoría de mis paisanos la pusieron a caldo. Pero como la paleta esta había logrado perpetrar la misma soplapollez en otras capitales porque la progresía de turno ve muy guay eso de dárselas rompedores, pues el memo del entonces alcalde Juan Ignacio Zoido, el típico tipo de derechas acomplejado por ser de derechas y que quiere pasar por molón y modernito, pues hocicó y permitió a la polaca el desafuero. Véase la canallada:


Ahí vemos a la polaca iniciando el forrado, y a la derecha el resultado. Qué guay y qué... qué.. qué mierda, carajo

Bien, ya conocemos el origen de esta estatua. Veamos lo tocante a su fidelidad histórica y demás zarandajas...

Ante todo hay que reparar en un detalle: la posición del jinete. En las estatuas ecuestres lo habitual es verlos de frente, ya sea con el caballo en posición de reposo, levantado de manos o como sea. Sin embargo, en la que nos ocupa la autora le imbuyó un peculiar dinamismo al girarle el cuerpo hacia su derecha mientras enarbola una lanza. Esa postura, unida al paso contenido del caballo, nos parece transmitir que congeló la escena cuando el belicoso infanzón exhortaba a su mesnada a arremeter contra los enemigos. Es como si recorriera la línea de sus tropas mientras que les informa que no quiere prisioneros y que acometan con furia homicida para poder mearse en sus viles calaveras al término de la batalla. Sin duda. Mrs. Huntington supo captar el impetuoso carácter de Rodrigo Díaz. Pasemos a los pormenores.


El pedestal


La estatua está orientada en sentido este-oeste, con la cabeza del caballo mirando hacia poniente. En los lados norte y sur se pueden ver dos inscripciones que, al parecer, fueron sugeridas por el ilustre historiador Ramón Menéndez Pidal que, entre su extensa obra, escribió "La España del Cid" (1929) e "Historia del Cid" en 1942, así que nadie mejor que él para buscar los epígrafes adecuados. El que está situado mirando al norte (foto A) dice: 


Sevilla, 
dorada corte del rey poeta Motamid
hospedó a Mío Cid, embajador
de Alfonso VI, y le vio volver
victorioso del rey de Granada
                                               Año MLXXX

Esta embajada, que fue por cierto la única ocasión en la que Rodrigo Díaz pisó Sebiya, fue la que hizo que Alfonso VI empezara a tomarle un poco de tirria al infanzón porque la victoria sobre el reyezuelo de Granada lo fue también sobre García Ordóñez, enviado como él a cobrar a los morosos de los moros las parias que le adeudaban. No fue precisamente una de las acciones más gloriosas de nuestro hombre, pero imagino que Menéndez Pidal la plasmó para justificar la presencia del Cid en una ciudad que fue prácticamente irrelevante en su vida. En cuanto a la inscripción de la cara sur (foto B) podemos leer una cita del historiador andalusí Ibn Bassām al-Shantarinī que dice: 


El Campeador, 
terrible calamidad para el Islam,
fue, por la viril firmeza de su carácter
y por su heroica energía, uno de los
grandes milagros del Creador

Por último, en el frontal orientado hacia el oeste vemos una lápida de piedra caliza con el escudo de la Hispanic Society tallado por Mariano Benlliure. En la parte inferior se puede leer: 

THE SPANISH SOCIETY OF AMERICA
OFRECE ESTE MONUMENTO A ESPAÑA

El caballo

Como ya hemos comentado profusamente, el poderoso bridón que modeló Mrs. Huntington irradia poder. Es un animal con el aspecto de ser de raza española, aunque hace nueve siglos eso de las razas equinas estaba por inventar. Muestra los ollares dilatados, y venas y músculos se dibujan con una precisión anatómica bajo su piel broncínea. Está de más decir que es un caballo entero, como era habitual en los caballos de batalla. Ah, un detalle: eso de que en base a la posición de las patas se indica la causa de la muerte del jinete es una chorrada que, por repetida, se la creen hasta los cuñados. Es falso. Según esa supuesta norma, si tiene una pata levantada el jinete palmó de las heridas recibidas en combate. Si tiene levantadas las dos, cayó en batalla. Bueno, pues Rodrigo Díaz entregó la cuchara de muerte natural en julio de 1099, y nuestro caballo tiene una pata levantada. El de Felipe IV de la Plaza de Oriente de Madrid está levantado de manos, y también estiró la pata en su piltra de disentería en 1665. En fin, podría citar una lista kilométrica en las que esa "norma" no se cumple, así que bástenos con esas dos. Prosigamos...

El jinete

Bien, es el verdadero protagonista aunque el caballo sea chulísimo de la muerte. Al cabo, el monumento es al Cid, no a Babieca, qué carajo. En todo caso, la autora se ilustró adecuadamente si bien cometió algunos fallos atribuibles a la época o, quizás, fueron licencias que, no obstante, deberemos hacer constar.

Como vemos en la foto, Rodrigo Díaz monta a la brida, o sea, con los estribos con la acción muy larga de forma que tiene que estirar las piernas. Este tipo de monta era el habitual en la época para poder cargar embrazando la lanza sin salir despedido de la silla, como se ha explicado ya varias veces. La silla es también correcta, de arzón alto, si bien en el trasero se ve una hilada de costura que da a entender que estaría forrada de cuero cuando la realidad es que los arzones iban de madera vista.

Calza unos botines con cordones de cuero propio de la época para ajustar los acicates, en este caso de pihuelo corto, lo que es no es del todo correcto ya que la monta a la brida requería un pihuelo largo, siendo el corto más idóneo para montar a la jineta. Del mismo modo, el tipo de estribo es acorde a la época que nos ocupa. Sin embargo, esa especie de tiras de cuero o tela semejante a las usadas por casi todos los ejércitos durante la Gran Guerra no casan con la indumentaria de aquellos tiempos. Lo propio habría sido colocarle unas calzas o, mejor aún, los perniles de malla de la loriga.

En la indumentaria ya podemos ver varios errores notables. Viste una loriga de manga corta que, aunque no era un tipo habitual, se usaba. Pero debajo no se llevaba esa especie de camiseta como la que aparece en el brazo del infanzón. Ningún guerrero entraba en combate con los brazos desnudos por mucha testiculina que segregase, así que habría sido más correcto ponerle las mangas de un perpunte. Sobre la loriga viste una suerte de cota de armas que nos deja ver sobre el pecho un crucifijo pendiendo de una cadena. Vale, aceptamos cuñado como animal de compañía. La autora querría resaltar las virtudes cristianas de nuestro glorioso homicida. El puñal tampoco procede, y menos de esa tipología. En el siglo XI, estas armas aún no formaban parte de la panoplia de los caballeros y, en todo caso, podría haberle puesto un scrama-sax como los que se usaban en la Europa toda. En cuanto a la cabeza, aunque vista por detrás se aprecia la capucha del almófar, no hay rastro del yelmo obligado para que a uno no le abrieran la cabeza como un melón. Cabe suponer que la autora quiso mostrar sin trabas el rostro enérgico del Campidoctor, pero en ese caso podría haber añadido un yelmo colgado de la silla, por ejemplo.

En el ceñidor y la vaina es donde están los errores más señalados. En la cintura vemos el típico cinturón recubierto de placas de latón esmaltado o con pedrería que estaban tan de moda a partir del siglo XIV, pero en el siglo XI se usaban simples correas de cuero que se abrochaban con una lengüeta bífida anudada en un ojal como la que vemos en el detalle. Así mismo, las vainas carecían de cantoneras. Las dos mitades de madera con que se construían se forraban de cuero y se cosía por el reverso. No obstante, el ancho y la longitud del arma sí son los correctos. La empuñadura sin embargo no. Imagino que la hizo así para que fuese a juego con el puñal, pero por aquel entonces estaba en uso la Tipo XI de Oakeshott, cuyas empuñaduras eran trapezoidales, no ahusadas, y con el pomo discoidal o de nuez de Brasil, no esféricos. Por cierto, la flecha señala la costura del arzón de la silla antes mencionada.

Finalmente, la lanza y el escudo. Los jinetes de la época usaban lanzas de unos 2,5 metros, válidas tanto para embrazarlas como, sobre todo, para acuchillar a los enemigos blandiéndola sobre la cabeza cuando se llegaba al contacto. Las moharras eran más pequeñas y con forma de laurel, y en ningún momento llevaban esas banderolas tan grandes e incómodas. O llevaban el asta desnuda o, a lo sumo, un pequeño banderín con forma de cartabón como distintivo. El escudo se asemeja a los de cometa de la época, si bien los usados por los jinetes eran bastante más grandes ya que cubrían desde el cuello hasta el tobillo para proteger su costado izquierdo, que era por donde le atacarían los infantes enemigos mientras que él se dedicaba a escabechar a sus colegas por el lado derecho. El que porta nuestro hombre lleva una cruz, mientras que las crónicas mencionan que solía pintar un refulgente dragón dorado, que acojonaba más. Cabe suponer que, aunque este dato le fuera conocido por la autora, quizás optó por recalcar la fe y las virtudes cristianas (me da la risa floja) del invicto Rodrigo Díaz, que a pesar de mi sempiterna admiración por su persona no puedo dejar de reconocer que lo que motivó su existencia fue una ambición desmedida ayudada por un valor temerario y una crueldad propia de la época que le tocó vivir.

Bueno, no creo olvidar nada de importancia, así que con esto damos término a esta entrada que, espero, sea del interés de vuecedes. Además, en este caso los habitantes de allende la mar océana no tendrán que venir a la Europa a admirarla ya que en las dos Américas, norte y sur, tienen cuatro ejemplares repartidos por aquellos lares.

En fin, ya'ta.

Hale, he dicho

La estatua en los años 60, con la isleta que ha llegado a nuestros días. Como se ve, aún perduraba el adoquinado y la
densidad del tráfico era similar al de la Antártida un día de verbena


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