sábado, 18 de enero de 2020

LA LANZA DE CABALLERÍA MODERNA




Desde antes de los tiempos de Noé, la lanza ha sido el arma por antonomasia de la caballería. Tras la aparición del estribo, un probo ciudadano encaramado en un penco veloz y con un palo rematado por una afilada cuchilla bajo el brazo era una combinación irresistible a la que no podía enfrentarse ningún escudo o armadura. Si a la velocidad del caballo sumamos su peso más el del jinete obtenemos una demoledora energía cinética concentrada en la punta de una moharra que atravesará a cualquier enemigo como si fuera una sandía madura. Sin embargo, la aparición de las armas de fuego y de los cuadros de picas mandaron al baúl de los recuerdos bélicos esta milenaria arma que, no obstante, se resistió heroicamente a desaparecer en manos de algunas naciones que las tenían poco menos que somo símbolos de sus ejércitos, verbi gratia, los polacos o los cosacos. En el resto de la Europa subsistió el tiempo necesario para considerar a la caballería pesada como una unidad más obsoleta que las máquinas de coser a pedales. Pero, ¿por qué ocurrió eso?

Fragmento de la obra de Ucello "La batalla de
San Romano" (1456), donde podemos apreciar
el tamaño y grosor de una lanza de caballería
pesada de la época, así como lo retrasado de su
centro de gravedad
Ante todo, recordemos la imagen de un caballo coraza. El jinete, forrado literalmente de hierro, embraza una lanza de entre 3,5 y 4 metros cuya morfología permite que el centro de gravedad de la misma esté situado en la parte trasera ya que, de otra forma, no podría sujetarla más que por el centro, desperdiciando gran parte de su ventaja: la longitud. Para no perder un ápice de potencia ya que su brazo no podría absorber por entero el impacto contra el enemigo, en su peto lleva un ristre que hará de tope, lo que la hará aún más contundente y con una capacidad de perforación tremenda. Con esa lanza sobresalen por delante del caballo al menos 2,5 metros, suficientes para ofender a los alabarderos y demás infantería enemiga provistos de armas enastadas que, en los momentos previos al contacto, se hacen pipí y popó encima al verse venir un alud de carne de caballo y acero a más de 40 km/h. Y para acabar de ponerles las cosas complicadas, el jinete es un sujeto que aprendió a montar al mismo tiempo que aprendía a caminar, y lleva toda su puñetera vida dedicado al oficio de la guerra; y cuando no guerrea emplea su tiempo libre en participar en justas y torneos para no entumecerse y mantenerse en forma para no perder un ápice de destreza. O sea, que tienen las mismas probabilidades de derrotarlo que de ver como un político se vuelve honrado.

Un cuadro de picas era como un castillo móvil. No ofrecía al enemigo ni
un solo punto débil, y solo si la disciplina fallaba eran vulnerables ante la
caballería por muy pesada que fuese
Durante siglos, estos aguerridos ciudadanos eran los amos del cotarro, temidos como la peste y su sola presencia en los campos de batalla hacía que la infantería, nutrida de forma mayoritaria por labriegos que acudían a la llamada de las armas y que sabían que no eran enemigos para ellos, optasen por dar media vuelta y largarse del campo del honor por haber recordado de repente que se habían dejado el cocido en el fuego. Pero, como comentamos en el párrafo anterior, la aparición y propagación de las armas de fuego, el nuevo uso táctico de la infantería en forma de falanges y, además, la profesionalización de las tropas, empezó a poner las cosas difíciles a los caballos coraza. Sus lanzas no ofendían antes porque la infantería estaba armada con picas de 5 metros, y los piqueros no eran labriegos acojonados, sino tropas que vivían del oficio de las armas y no se dejaban casi nunca el cocido en el fuego. Los cuadros de picas tampoco permitían flanquearlos e intentar penetrar por ninguna parte. Eran una formación monolítica que, si mantenía la disciplina y no se dejaba dominar por el miedo, no había caballería capaz de romperla. Y a eso, sumarle las mangas de arcabuceros que podían ir causando bajas desde antes de llegar al contacto, disminuyendo así la principal baza de la caballería pesada: la masa. Pocos, muy pocos podían pagarse un arnés a prueba que resistiera un balazo de arcabuz, por lo que sus costosas corazas no les servían de gran cosa, y las picas de los enemigos aliñaban a sus igualmente onerosos pencos que les habían costado los ahorros de 10 años. Lo que venía luego ya lo sabían de sobra: caballo abatido + jinete en tierra = peón que te acuchilla bonitamente por la ocularia del almete y te deja listo de papeles. 

Ironsides ingleses intentando romper las filas de infantería que, como vemos
combina picas con arcabuces
Esa ecuación tan obvia fue la que acabó con la caballería pesada y dio paso a los reitres y herreruelos armados de varias pistolas para intentar abrir una brecha en el cuadro enemigo haciendo una caracola y, de lograrlo, infiltrarse por la misma metiendo mano a las espadas, martillos o mazas para intentar romper definitivamente la formación mientras la infantería propia acudía con presteza para ayudar a rematar la faena. Y en este tipo de guerra ya no pintaba nada la lanza, como es más que evidente. Solo unidades muy especializadas como los húsares alados polacos mantuvieron una lanza igualmente muy específica para mantenerlas operativas hasta el último cuarto del siglo XVIII, pero aunque les costó trabajo reconocer que un cuadro de fusileros tenía más peligro que un cuñado hambriento, se resignaron a lo evidente y mandaron sus enormes lanzas y sus alas postizas a los museos. En cuanto a grupos o etnias como los cosacos o los bosnios siguieron haciendo uso de estas armas si bien el empleo táctico de estas tropas se basaba ante todo en el merodeo, la escaramuzas y la persecución del enemigo. El resto de las unidades de caballería se pasó en masa a las espadas y los sables, que traían más cuenta por ser más manejables y permitían una mayor flexibilidad en su uso en combate, así como un entrenamiento menos complejo.

Bien, así fue, grosso modo, como la ancestral y gallarda lanza quedó reducida al mínimo en las unidades de caballería, mientras que la infantería relegó al olvido las picas y los arcabuces para armarse con fusiles y bayonetas que se habían convertido en una especie de arma bivalente: arcabuz y pica todo en uno. La lanza había quedado en estado latente, a la espera de que alguien la resucitara mientras que, como hemos dicho, subsistía a duras penas en manos de tropas que la tenían como su arma emblemática y pasaban de combatir con otra cosa que no fueran sus amadas lanzas, que lógicamente fueron experimentando notables cambios en su morfología para adaptarlas adecuadamente a los nuevos campos de batalla, que ya no tenían nada que ver con los de 200 años antes.

El primer ejército "moderno" que contó con una unidad de lanceros fue el prusiano (como no...), si bien estas tropas se unieron a ellos de una forma un tanto peculiar. En 1745, en el contexto de la Segunda Guerra de Silesia entre Prusia y Austria, un joyero albanés llamado Stephan Sarkis reclutó un contingente de bosnios procedentes de Ucrania para ponerlos al servicio de los sajones. En aquella época era normal que los nobles o la gente adinerada formase compañías o escuadrones pagados de su bolsillo para ganarse el favor de los monarcas, y en este caso el probo joyero se vio con sus lanceros sin poder endosarlos a los sajones, así que se los ofreció al rey Federico II, que los aceptó y los agregó al 5º Rgto. de Húsares aquel mismo año. El Bosniaken-Regiment debió hacer un buen papel, porque en 1773 sus efectivos fueron aumentados a diez escuadrones, formando el 9º Rgto. de Húsares aunque de forma nominal ya que hasta 1788 no tuvieron su propio comandante, permaneciendo hasta esa fecha al mando del coronel del 5ª Rgto. A la derecha podemos ver el aspecto de su uniforme y armamento una vez consolidada su unidad en el ejército prusiano. Además de la lanza, el bosnio está armado con un sable y una pistola de arzón. Las astas iban pintadas en espirales rojas y negras y provistas de un banderín de diversas combinaciones de colores en base a la compañía a la que pertenecían salvo los de los suboficiales, que eran blancos y negros con la parte negra decorada con un sol dorado y la blanca con un águila negra coronada de oro. Las lanzas de los oficiales llevaban el asta enteramente blanca y el banderín con el color de la compañía que mandaban fabricado de seda, que para eso eran los mandamases. Como vemos, estas lanzas ya no tenían nada que ver con las que perduraron hasta el Renacimiento. Su longitud se limitó hasta los 2,15-2,30 metros, estaban provistas de un portalanza y su centro de gravedad se encontraba aproximadamente en el centro. Las astas se fabricaban de fresno, madera que desde tiempos inmemoriales se mostró como la más adecuada para este tipo de armas por su resistencia y flexibilidad.

Ulano austriaco hacia 1798
Los siguientes en recuperar las unidades de lanceros fueron los austriacos, pero en este caso reclutando polacos que habían quedado bajo su dominio tras la Segunda Partición de Polonia en 1783. El emperador José II echó mano del personal disponible en los territorios anexionados para formar un pulk o cuerpo de caballería ligera armado con lanzas, que era el arma tradicional polaca a pesar de que los húsares alados ya solo se veían en los grabados y los cuadros de batallas molonas. Esta unidad se creó conforme al antiguo sistema de towarszysz (véase el artículo sobre los húsares alados) nutrido por nobles. Tras la muerte de José II en 1790 le sucedió su hermano Leopoldo, que creó un nuevo cuerpo formado por dos Flügeldivisionen (divisiones de flanqueo) armadas con lanzas de 2,40 metros de largo con moharras de 21 cm. y sable, y otras dos de carabineros a caballo. Su empleo táctico consistía en que los tiradores atacasen de frente para intentar desorganizar las filas enemigas mientras que los lanceros se abalanzaban por los flancos para, a base de escaramuzas, acabar de romper la formación. Estas unidades dieron paso a los primeros regimientos de ulanos, de los que ya hablaremos en su momento con detalle.

Lancero polaco de la Guardia Imperial del enano.
Esta unidad dio un rendimiento notable en su ejército
La llegada del siglo XIX y la abyecta tiranía del enano corso (Dios lo maldiga mil trillones de veces), ese Hitler decimonónico que sumió toda la Europa en tres interminables lustros de guerras inútiles, supuso la resurrección total de la lanza, que permaneció activa hasta que la Gran Guerra hizo ver al personal que la época de las gloriosas cargas y tal ya eran historia. Solo Polonia, en su pertinaz empeño por conservarla, aún la estiró unos años más para salir en las fotos cargando contra los carros de combate tedescos en 1939 si bien parece ser que en esa archiconocida acción hay más de mito que otra cosa. Sea como fuere, con lo dicho hasta ahora ya podemos tener claro cómo y por qué desaparecieron las lanzas de los campos de batalla pero, ¿por qué resurgieron? Todos los teóricos y estudiosos de la época y posteriores debatieron intensamente los motivos, así como la utilidad de un arma de este tipo en campos de batalla cada vez más modernos, con armas de fuego más eficaces y tropas más profesionales o procedentes de levas pero debidamente adiestradas por instructores capaces de hacer que un cojo marchase al paso de oca tres días seguidos sin pararse ni a mear. Veamos pues los pros y los contras, y luego que cada cual saque sus conclusiones porque, como es de todos sabido, en estos temas jamás hay consenso ni para decidir de qué color convenía pintar las astas o incluso si era mejor pintarlas, encerarlas o barnizarlas.

Dragones intentando, sin éxito, romper las filas de fusileros
La principal ventaja de la lanza residiría en el alcance. Aunque las de "2ª generación", por llamarlas de alguna forma, oscilaban aproximadamente entre los 2,5 y los 3 metros de largo, es obvio que podían ofender al enemigo a más distancia. Podemos hablar de entre 1,25 y 1,75 metros dependiendo del modelo, mientras que una espada alcanzaba un máximo de 90 cm. sin tener en cuenta la envergadura del jinete. Esos 35 u 85 cm. extra eran una notable ventaja contra un infante que, tras efectuar una última descarga, ya solo le restaba esperar estoicamente el contacto con el fusil y su bayoneta, que en ningún caso superaba la longitud disponible de la lanza. Una unidad de caballería de línea armada con espadas tenía muy difícil abrir una brecha en un cuadro de infantería, pero los lanceros podían ofender a los infantes, acuchillarlos a su sabor y retirarse para volver a cargar de nuevo hasta hacerlos flaquear.

Cosaco aliñando a un tedesco en la Gran Guerra
La ventaja del alcance tenía más aplicaciones nada desdeñables. Otra de ellas era la facilidad para herir o rematar enemigos situados en una posición muy baja respecto al jinete- tumbado, refugiado en una pequeña zanja o cuneta, etc.-, donde por lo general quedaban fuera del alcance del que iba armado con espada y aún más de sable ya que, como sabemos, estas armas no son las más indicadas para herir de punta, y su misma curvatura reduce su radio de acción. Del mismo modo, se mostraban especialmente eficaces contra artilleros que, superados por una carga, se refugiaban debajo de sus cañones, de donde no sería posible sacarlos a sablazos. Otra ventaja la tenían a la hora de perseguir y matar enemigos en desbandada, tanto a pie como a caballo. Un lancero podía liquidar sin problema a un húsar o a cualquier otro tipo de tropa montada sin que estos pudieran defenderse. A lo más, intentar ir desviando los lanzazos con su arma hasta que su montura, agotada, lo dejara a merced del lancero y lo pasase de lado a lado sin más historias. Sin embargo, si los papeles se invertían, un lancero podía mantener a raya o incluso matar a su perseguidor si este empuñaba una espada.

Sin embargo, esta ventaja desaparecía en caso de formarse una mêlée. Si la carga se estrellaba contra las filas enemigas y, por el motivo que fuera, los lanceros no podían reagruparse para intentarlo de nuevo, lo tenían bastante crudo. El peso y la longitud de la lanza que tantas ventajas les daban para ofender al enemigo en el primer choque se volvía en su contra si se veían rodeados. No podían herir a los infantes cercanos, apenas disponían de sitio para desviar sus culatazos o bayonetazos, y para colmo la mano que empuñaba la lanza estaba desprotegida, por lo que bastaba un golpe o una cuchillada para desarmarlo. Y mientras tanto, los enemigos que lo rodeaban aprovecharían para matar su montura a bayonetazos o, ya puestos, acuchillar a mansalva al jinete. Los lanceros recibían entrenamiento para manejar su arma en estos casos, basando su técnica en diversos tipos de barridos y volteos en círculo para mantener alejado al personal pero, en realidad, cuando varios fulanos cabreados te rodean no hay virguería lancera que a uno lo libre de verse derribado y cosido a bayonetazos. Y este mismo problema lo tenían contra jinetes armados con espadas o sables en caso de verse envueltos en una mêlée entre dos unidades de caballería. El lancero necesitaba distanciarse de su enemigo para herirle, cosa que lógicamente el otro no permitiría intentando a toda costa mantenerse a corta distancia para acuchillarlo. Una lanza pesa demasiado para intentar detener o desviar tajos o estocadas constantes, y más si el enemigo le atacaba por la izquierda. La ilustración superior es bastante significativa respecto a este punto.

Adiestramiento de lanza contra espada. A ambos jinetes les convenía adquirir
la mayor destreza posible con su arma para defenderse del enemigo
Por otro lado tenemos su capacidad letal que, curiosamente, era bastante cuestionada por algunos militares de la época, y mientras unos afirmaban que las lanzas eran absolutamente mortíferas, otros aseguraban que no era para tanto, y daban testimonios de hombres con múltiples heridas de lanza que salieron vivos del brete mientras que sus opuestos juraban haber visto como más de un enemigo eran ensartado literalmente como una perdiz en un espetón, metiéndole el asta hasta el portalanza. Obviamente, estas apreciaciones eran muy relativas porque la eficacia de un arma de este tipo no solo se mide por sí misma, sino también por la destreza y la fuerza del que la maneja. Ya sabemos que la estocada era por norma más letal que el tajo, así que aplicando el mismo principio tendríamos que aceptar que la lanza era un arma perfecta para herir de punta ya que la energía de la cuchillada partía de un arma sujeta con mano y brazo, no solo con la mano. Las moharras, en su mayoría de forma prismática, no producían cortes en en interior del cuerpo, pero la perforación de los órganos o vísceras que pillaba en su camino eran mortales de necesidad. Si a los 25 o 30 cm. de la hoja añadimos varios más de asta ya podemos hacernos una idea de sus efectos.

Arriba, lanza modelo 1820. Abajo, lanza modelo 1868 modificada por la
caballería india. Ambas son británicas. Obsérvense los topes de que están
provistas para limitar la penetración
Los detractores planteaban una objeción que ya vimos en el artículo sobre el sable Patton: ¿qué pasaba si el lanzazo ensartaba al enemigo hasta mucho más allá de la moharra? Ciertamente, podían presentarse dificultades a la hora de extraer el arma, y más si el jinete se había dejado el portalanza en el brazo ya que podía verse arrastrado por su víctima y descabalgado, o bien salir despedido por encima del caballo al no darle tiempo para desembrazar el arma. Para evitarlo, algunos modelos fueron provistos de topes que limitaran la penetración de la moharra, pero la mayoría carecían de este accesorio. Esto suponía que los lanceros debían recibir un adiestramiento más minucioso y específico que un coracero o un húsar ya que un fallo a la hora de clavar podía resultarle fatal. De hecho, incluso se consideraba que un lancero debía tener un mayor dominio de la monta, y en ejércitos como el inglés, que no adoptaron la lanza hasta después de que el enano corso fuese historia, las usaban para adiestrar a sus jinetes precisamente por la destreza que obtenían manejándola durante la instrucción. 

Ulanos tedescos persiguiendo a infantería rusa
en desbandada. En este tipo de acción la lanza
mostraba su letal eficacia
Como vemos, no habría forma de establecer un consenso respecto a la eficacia de las lanzas en los campos de batalla modernos. Solo restaría mencionar el incuestionable efecto psicológico que ejercía sobre las tropas enemigas, que es prácticamente en lo único en lo que están de acuerdo todos los teóricos del arma de caballería. Al personal le acojonaba enormemente verse ensartado como un pinchito moruno, y sabían que si una estocada de una espada era temible, un lanzazo era igual o peor por mucho que el comandante Fulano o el capitán Mengano asegurasen en sus memorias que vieron como a Zutano le endilgaron veinte lanzazos y lo dieron de alta aquel mismo día. Pero lo cierto es que, a pesar de tantos dimes y diretes, de tanto compendio y tanto artículo como se escribió en su momento sobre esta cuestión, lo cierto es que, tras su resurrección, la lanza permaneció operativa hasta la desaparición de la caballería. La relación de virtudes y defectos enumerados podría ser igual si hablamos de un sable o una espada, y en realidad colijo que sus ventajas sobrepasaron a sus defectos independientemente de que tal o cual modelo estuviera más logrado.

Bueno, con esto acabamos de momento. Con todo lo explicado ya podemos tener un conocimiento más concreto sobre cómo y por qué la lanza, que quedó al borde de la extinción a mediados del siglo XVII, tuvo un glorioso resurgimiento años después, sobre todo a partir de 1800. Otro día hablaremos más detenidamente sobre diseños, fabricación y demás chorraditas para chinchar al cuñado ese que se trajo una lanza cutre de una tienda toledana para guiris donde le aseguraron que era una réplica fiel del modelo que usó Alí Babá.

Hora de merendar. Me piro.

Hale, he dicho

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Lanceros gabachos durante la Gran Guerra. Aunque por aquel entonces su obsolescencia era palmaria, aún tuvieron
ocasión por ambas partes de darse estopa en alguna que otra escaramuza en los albores del conflicto

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