lunes, 3 de diciembre de 2012

Asesinatos 1. Eduardo II de Inglaterra


Cualquiera que sea medianamente aficionado a la historia habrá podido comprobar sobradamente que los homicidios de personajes de cierta relevancia han sido la tónica habitual a lo largo de los tiempos. Desde que Caín decidió finiquitar al iluso de su hermano hasta nuestros días, los asesinatos en forma de magnicidios y/o regicidios han sido tan abundantes que con ellos se podía crear una Enciclopedia del Crimen de varios tomos sin problema.

Es indudable que la mejor forma de quitar de en medio a alguien molesto para lograr fines políticos es, simplemente, matarlo. Otra cosa son las consecuencias de estos crímenes, pero me temo que en eso no han solido reparar los asesinos ya que, en múltiples ocasiones, han tenido que pagar caras sus acciones incluso de manos de los que recibieron la orden de ejecución. Así pues y para deleite del morbo del personal, iré añadiendo algunas entradas acerca de asesinatos que, por lo escabroso o relevante de los mismos, han pasado a la historia. Conviene aclarar que, en determinados casos, la ejecución del crimen tiene más de legendario que de real si bien, en estos casos, tendremos que aceptar la leyenda tanto en cuanto no hay pruebas concluyentes que demuestren lo contrario y, por otro lado, ya sabemos que cuando el río suena, agua lleva. 

Comenzaremos por uno de los asesinatos más controvertidos y, a la par, brutales de la Edad Media: el de Eduardo Plantagenet, segundo de su nombre. Antes de nada, poner al personal en situación de forma muy breve para que sepan en qué contexto se desarrolló el regicidio.


Eduardo había nacido en 1284. Era el único hijo varón de Eduardo I, el famoso Longshanks que tan mal se llevaba con William Wallace. Nuestro hombre era de débil carácter, manipulable y absolutamente homosexual, lo que hizo que entregara el gobierno a su principal amante, Hugo Le Despenser el Joven, el cual hizo y deshizo a su antojo, se enriqueció a costa de robar a destajo y, lo peor de todo, se enemistó con toda la nobleza. Eduardo se había casado en 1308 con la única hija de Felipe IV de Francia, Isabel, la que jamás le perdonó su sodomía a pesar de haberle dado cuatro hijos. La cuestión es que viéndose desatendida por su marido y bastante harta, se hizo amante de Roger Mortimer, barón de Wigmore y conde de March, el cual era enemigo acérrimo del amante del rey que, dicho sea de paso, lo había puteado bonitamente. 



Isabel de Francia
Isabel, junto con su amante, se exilió a Francia para, en 1326, volver a Inglaterra al frente de un ejército y acabar con el despotismo de Le Despenser y su familia y, aprovechando la coyuntura, destronar a su marido. Para ello contó incluso con la ayuda del mismísimo papa Juan XXII, que para eso estaba la sede apostólica instalada en aquellos tiempos en Avignon. El conflicto concluyó con el destronamiento de Eduardo en favor de su primogénito en enero de 1327, tras lo cual fue enviado al castillo de Berkeley en abril de ese mismo año. El castillo de Berkeley era una antigua fortaleza normanda construida por William Fitzorbern en 1067, y el lugar de encierro fue al parecer una torre en cuyo interior había un viejo pozo seco de 11 metros de profundo en el cual, según la crónica de Geoffrey le Baker, arrojaban animales muertos para ver si con las inhalaciones pútridas contraía alguna infección y se moría. La custodia del ex-monarca fue confiada al tenente del castillo, Thomas, III barón de Berkeley, a sir Thomas de Gournay, William Ogle y John Maltravers, I barón de Maltravers, cuñado de Berkeley y el cual se ensañó especialmente con el desdichado Eduardo por ser un declarado enemigo suyo.

Entrada a la torre que supuestamente
sirvió de prisión de Eduardo II 
Bien, esta era la situación en el año 1327. Pero tanto Isabel como su amante temían que el depuesto soberano fuese liberado, lo que conllevaría una nueva guerra civil. De hecho, inicialmente había sido encerrado en el castillo de Kenilworth bajo la custodia de Enrique, III conde de Lancaster, para luego ser enviado a Berkeley en el mayor de los secretos a fin de evitar que sus partidarios intentaran rescatarlo. Así pues, y considerando que ya había habido dos intentos de liberarlo, optaron por la solución más fácil para acabar con posible tentaciones: matarlo.

Pero matar a un rey, por muy depuesto que estuviera y por muy sodomita que fuese, en aquellos tiempos no era nada fácil. Y no ya por la mera ejecución del crimen, sino por las connotaciones de tipo político e incluso sentimental de cara al pueblo, para quien la figura regia era algo cuasi sagrado.  Así pues, no convenía ni que se sospechara que había sido asesinado, ni tampoco, caso de sospecharse, de quién había partido la orden. Según la leyenda, fue al obispo de Hereford, Adán Orleton, al que se le ocurrió la forma de hacer llegar la orden a los guardianes de Eduardo en forma de una carta en latín con dos posibles interpretaciones. La carta contenía una sola frase: EDVARDVM OCCIDERE NOLITE TIMERE BONVM EST. Las dos traducciones podían ser: No matéis a Eduardo, temer es bueno, o bien No temáis matar a Eduardo, eso es bueno. La falta de una coma en la frase daba pie a esa confusión. 

Castillo de Berkeley
Al parecer, el mensaje fue traducido por un fraile de Berkeley, y Maltravers se inclinó inmediatamente por la segunda opción ante las dudas de su cuñado, que albergaba ciertos cargos de conciencia por el maltrato dado a Eduardo. En todo caso, la decisión de matarlo por parte de Maltravers fue la que prevaleció, por lo que su cuñado optó por largarse a toda prisa a su castillo de Bradley para no verse metido hasta las cejas en el magnicidio. Solo quedaba buscar un método que no dejara huellas visibles del crimen. Tras desechar el veneno, en un alarde de sádico ingenio, optaron por perforar un cuerno de buey el cual le introdujeron por el ano para, a continuación, a través del mismo meterle por el recto un hierro candente.  Esto ocurrió la noche del 21 de septiembre de 1327.

Mausoleo de Eduardo II
en la catedral de Gloucester
Según se dijo, los alaridos fueron tan descomunales que se oyeron en el pueblo cercano, por lo que a la mañana siguiente la gente se agolpó en la puerta del castillo pidiendo explicaciones. Gournay y Maltravers dejaron pasar a la plebe para que vieran que el cadáver no mostraba signos de violencia, y dijeron que había muerto de fiebres sin más. 

En fin, esa es la historia. Hay estudiosos que la desmienten por completo. Otros, que pudo ser asfixiado con una almohada. Otros dicen que pudo ser cierta. Otros incluso afirman que huyó de Berkeley y que, tras un largo periplo, fue a parar a Milán, donde fue acogido por Manuele de Fieschi. En todo caso, la que más ha perdurado ha sido la narrada aquí (hasta Thomas Moro la corroboró en su día), quizás por aunar el método de ejecución con su condición de homosexual. Fue sepultado en la abadía de Gloucester.

En cuanto a los que, de una forma u otra, tomaron parte en el magnicidio, sufrieron diversas suertes porque su heredero, Eduardo III, no se tomó al parecer nada bien que liquidaran a su progenitor. Veamos qué fue de ellos:


Isabel de Francia: Tras tres años gobernando junto a su amante, su hijo Eduardo III tomó las riendas del poder en 1330. En un audaz golpe de mano el 19 de octubre de 1330, detuvo a Roger Mortimer y a su propia madre en el castillo de Nottingham. A continuación fue encerrada en el castillo de Berkhamsted. Luego permaneció arrestada en el de Windsor para, en 1332, ser trasladada a su castillo de Rising, donde pasó el resto de sus días. Aunque le fueron confiscadas sus posesiones, le fue asignada una renta anual de 4.000 libras esterlinas, que era una pasta gansa en aquella época. Murió en 1358.


Roger Mortimer: Tras su arresto y a pesar de las súplicas de su amante, Eduardo III no tuvo piedad con él. Lo mandó ahorcar en el patíbulo de Tyburn, en Londres, el 29 de noviembre de 1330.


Adán Orleton: Su ayuda fue bien pagada por Mortimer, ya que lo nombró obispo de Worcester apenas cuatro días más tarde de la muerte de Eduardo. Posteriormente, en 1333 y con Eduardo III en el poder, alcanzó el obispado de Winchester, lo que demuestra que sabía nadar y guardar la ropa. Murió en 1345.


Thomas Berkeley: Fue juzgado por complicidad en 1331, pero fue absuelto de toda culpa. Largarse a Bradley fue una sabia decisión. Murió en 1361.


John Maltravers: Tras la caída de Mortimer fue acusado de ser el responsable directo del asesinato de Eduardo II, fue condenado a muerte pero pudo huir a Francia. Se le autorizó a volver a Inglaterra en 1345 y fue rehabilitado en 1353. Murió en 1365.


Thomas de Gournay: Al igual que Maltravers, fue condenado a muerte pero huyó a España. No se conoce bien su destino final, si bien parece que fue arrestado en Nápoles y asesinado por sus captores allí mismo.


William Ogle: También puso tierra de por medio, temeroso de la venganza de Eduardo III. Sin embargo, su destino es desconocido, perdiéndose su pista tras el crimen.


Enrique de Lancaster: A pesar de haber sido partidario de Mortimer y el que apresó a Eduardo II, su sucesor lo nombró comandante en jefe de su ejército durante las Marchas Escocesas, además de consejero principal y high sheriff de Lancashire. Se retiró en 1330 tras quedarse ciego. Murió en 1345.


En fin, como vemos, los destinos de los que intervinieron en la caída y muerte de Eduardo II fueron de lo más variopintos. Lo que sí queda claro es que, a pesar de la implicación incuestionable de todos ellos, su suerte fue muy distinta vete a saber por qué, si bien el que salió peor parado fue Roger Mortimer, que lo pagó con su vida. Y coligo que no tanto por su conspiración contra el rey como por el rencor que le tenía Eduardo III por encamarse con su madre y haber pretendido eternizarse en el poder. 


Hale, he dicho


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