viernes, 10 de febrero de 2012

Acciones de guerra: El apellido




No, esto no va de linajes ni nada así. El apellido era una acción bélica cuya etimología, procedente del latín APPELLATIO, ya nos da un indicio claro de qué va la cosa: llamada, proclama. Alfonso X expuso con claridad meridiana lo que era el apellido en la Ley 24 de la 2ª Partida, diciendo que "...quiere tanto dezir como boz de llamamiento que fazen los omes para ayuntarse e defender lo suyo quando resciben daño o fuerça". Resumiendo, era una llamada a las armas que se llevaba a cabo cuando una cabalgada enemiga irrumpía en el territorio, la cual se realizaba con todos los medios disponibles: toque de añafiles y cajas, campanas, ahumadas desde las atalayas cercanas, etc.

Esta llamada a las armas era inmediatamente secundada por todos los hombres disponibles, tanto civiles como militares, ya que se trataba de impedir a toda costa que el enemigo se saliese con la suya en la cabalgada de turno, que no era otra cosa que robar ganado, apresar a las gentes para esclavizarlos o pedir rescates y, en definitiva, hacer el mayor daño posible. Cualquiera que me lea pensará que vale, que el apellido era la respuesta a la cabalgada y sanseacabó. Pero no. Esta acción de guerra de curioso nombre tenía ciertas connotaciones de tipo legal que dieron lugar a no pocas controversias entre apellidadores, o sea los componentes del apellido, y los vecinos que, ansiosos, esperaban verlos de vuelta con el botín recuperado. Veamos de qué iba el tema, porque es asaz curioso...

Una vez se juntaban los apellidadores y se emprendía la persecución, si los invasores no llevaban aún botín fruto de sus rapiñas, intentaban darles alcance a fin de matar o apresar al mayor número posible de ellos para quitarles las ganas de volver. Si llegaban al término del territorio sin haber podido alcanzarlos, entregaban el rastro y se volvían por donde habían venido ya que no merecía la pena adentrarse en territorio hostil, con los riesgos que conllevaba, con la mera intención de dar un escarmiento. Si por el contrario lograban echarles el guante cargados de botín en territorio propio, aún a pesar de haber recuperado todo lo robado, los apellidadores no tenían derecho a percibir ningún tipo de indemnización ni estipendio por haber participado en la acción salvo una reparación por daños propios. Pero si la persecución los llevaba a traspasar los límites territoriales, ahí sí había que darles satisfacción por los posibles perjuicios recibidos, como heridas caso de llegar al combate, o la pérdida de caballos. Y es en ese caso donde comenzaban luego los pleitos entre apellidadores y vecinos, porque las indemnizaciones o herechas podían alcanzar, dependiendo del fuero de cada territorio, un tercio de lo recuperado. De ahí que se iniciaran a veces interminables pleitos entre unos y otros, los perseguidores valorando sus perjuicios y daños, y los vecinos alegando que dichos daños se habían exagerado.

Y para complicar más la cosa, si los apellidadores se veían obligados a pernoctar fuera del territorio en la persecución, lo que obviamente conllevaba un riesgo añadido, tenían derecho a quedarse con todo lo recuperado para más satisfacción propia y mayor cabreo por parte de los vecinos, que veían que tanto les daba que los enemigos se hubiesen largado con el botín como que los apellidadores volvieran con sus ganados, pero con la propiedad de los mismos cambiadas de manos.

Y aquí entraba en juego la ancestral picaresca hispana, porque más de una vez los apellidadores, que igual veían que su esfuerzo iba a saldarse de balde, en vez de volver inmediatamente a la población, se quedaban al sereno toda la noche para retornar al día siguiente o dos días después y todos, está de más decirlo, jurando por sus antepasados que habían traspasado largamente los límites territoriales. De ese modo, el apellido se convertía en cabalgada (de las que hablaremos en la próxima entrada), por lo que los derechos sobre el botín variaban sustancialmente, ya que de esa forma tenían derecho a quedarse con la totalidad de lo recuperado. Para complicar aún más las cosas, si encima acudían al apellido tropas de diferentes poblaciones, con diferentes fueros por lo general, tenía lugar un nuevo pleito por ambas partes, ya que los perseguidores y los vecinos solicitaban las herechas y la devolución del botín conforme a sus respectivos fueros. En fin, como se, un follón monumental, siempre provocado por la codicia de todos.

Alfonso XI intentó acabar con estas situaciones con la aplicación del "Fuero de las Cabalgadas" o "del Emperador" (por estar atribuido a Carlomagno), a fin de que quedara bien clara la diferencia entre apellido y cabalgada que tantos quebraderos de cabeza y tantos pleitos generó. En cualquier caso, los abusos y las trolas perduraron hasta el siglo XV, o sea, cuando no quedaron moros que emprendieran cabalgadas y hubiera que organizar apellidos para repelerlas.

En la próxima entrada, como digo, se hablará de dichas cabalgadas y de las represalias con lo que, con todo junto, se tendrá una mejor comprensión sobre estas peculiares acciones de guerra.

Hale, he dicho