Como vimos en la entrada de ayer, este caballeresco deporte tenía sus riesgos y no fueron pocos los que acabaron en el hoyo o lisiados debido a las costaladas y trastazos que se propinaban brutal pero elegantemente.
Desde la aparición de los torneos hasta el siglo XV, la protección que usaban los que participaban en ellos era la misma que en combate. Una armadura de guerra era obviamente resistente, pero no estaba concebida para recibir los tremendos golpes que se propinaban en las justas. Sí, ya sabemos que los que se recibían en una batalla no eran precisamente caricias pero, en el caso de las justas, el tronco y la cabeza eran expuestos de forma voluntaria y sin posibilidad de esquivar el lanzazo del adversario y, por otro lado, si morir en batalla era bastante enojoso hacerlo en un torneo era una solemne gilipollez. Finalmente, conviene tener en cuenta que las armaduras de guerra eran resistentes pero relativamente ligeras para entorpecer lo menos posible a su portador ya que le iba la vida en ello. Sin embargo, un justador no precisaba de movilidad, sino de protección para no partirse el cuello en el primer envite. Así pues, ya en la primera mitad del siglo XV se empezaron a diseñar armaduras y yelmos capaces de resistir los encontronazos monumentales que se recibían e incluso arneses específicos para las diferentes modalidades. Veamos de qué va la cosa...
El requisito más importante a la hora de diseñar un arnés de justa era bloquear el yelmo al peto. El motivo no era otro que impedir que el cuello y la cabeza del justador se golpease con el interior del yelmo o, lo que era peor, se lesionase las cervicales o incluso se partiera el cuello. Imaginemos el brutal impacto que produciría la punta jostrada de una lanza en plena cabeza, por mucha cortesía con que estuviera fabricada, impulsada por el galope del destrier más la fuerza del brazo del jinete. Con un yelmo normal de guerra en los que el cuello tenía libertad de movimientos, tales como un yelmo de cimera, un bacinete o una celada, el dolor de pescuezo debía durar ocho semanas al menos. Veamos pues el arnés de la izquierda para comprenderlo mejor. El yelmo está sólidamente unido al peto mediante dos tornillos en vez de las correas habituales usadas en los arneses de guerra (sí, en el siglo XV ya se fabricaban unos tornillos cojonudos a mano). Dicho peto está fabricado en dos piezas, las cuales están a su vez unidas por una robusta palometa (sí, palometas también). Todas esas piezas pueden verse dentro de los círculos rojos. Así pues, desde la cintura hasta la coronilla todo el arnés quedaba hecho una pieza que impedía el más mínimo movimiento al jinete al cual, está de más decirlo, no debía importarle mucho ya que solo tenía que mirar hacia adelante y procurar estampar su lanza en el yelmo del adversario.
Pero no solo se practicaban estas uniones por delante, sino también por detrás. Observemos la foto del arnés de la derecha, concretamente la que muestra la parte trasera del mismo. El círculo inferior cumple la misma misión que la gruesa palometa que vimos en la foto de arriba: bloquear las dos partes del espaldar. El óvalo rojo contiene dos tornillos que completan dicha unión y, sobre el mismo, vemos una robusta bisagra atornillada al espaldar. En la foto de la parte delantera tenemos los mismos tornillos que en la foto de arriba y, para completar la protección, dos generosos varaescudos que protegen las axilas más la tarja, que es el pequeño escudo curvado unido al peto mediante un lazo de cuero trenzado. Para bloquear la tarja se introducía por detrás de la misma una cuña de madera denominada flaón o fracón. El motivo de la peculiar forma de estos escudos no era otro que repeler la punta de la lanza hacia arriba pero sin que llegase a tocar el yelmo.
En cuanto al yelmo en sí, en España se denominaban "baúles de justa". El que vemos en la foto de la izquierda es una tipología que hoy denominamos como "cabeza de rana" por su similitud con las testas de esos batracios saltarines, y gozaron de gran popularidad por su espléndido diseño. Observemos los orificios practicados en la parte delantera para los tornillos que lo fijaban al peto y, en la parte trasera, justo en el borde, la bisagra desmontada. Así mismo es reseñable el enorme grosor de la chapa, especialmente visible en la ocularia del yelmo. Finalmente, si nos fijamos en el óvalo rojo veremos cuatro ranuras. En el lado opuesto hay otras tantas y su cometido era permitir el paso de las correas de cuero que fijaban la cofia al yelmo, bloqueando de ese modo la cabeza del jinete en el interior del mismo. Añadir que su morfología estaba especialmente ideada para repeler impactos directos, especialmente en la parte inferior que, provista de un acusado ángulo, escupía literalmente las moharras del adversario. Testigo de ello son las marcas perfectamente visibles en esa zona.
A la derecha tenemos un ejemplo de cofia, así como una ilustración que nos permitirá ver claramente como se colocaba. La cofia era una prenda que cubría totalmente la cabeza fabricada con lino o algodón basto. En la frente y la barbilla se reforzaban con arpillera. Estas cofias se acolchaban con fustán o crin para aminorar los golpes y, además de las dos correas, iban provistas de una serie de cordones para lograr un bloqueo absoluto. Es decir, las correas impedían mover la cabeza de adelante hacia atrás y los cordones de arriba abajo. Teniendo en cuenta que uno de estos yelmos pesaba unos 7-9 kilos y los había incluso que superaban los 10, ya podemos imaginar que el tiempo de espera mientras se anudaban los cordones y se abrochaban las correas debía ser interminable, y lo mismo a la hora de quitárselo. Obviamente, el yelmo se colocaba en los momentos previos a la justa so pena de contraer un color de cuello bestial al cabo de cinco minutos y con las aspirinas por inventar aún. En cuanto a la aireación, solo disponían para ello de la ocularia salvo los que tenían en el lado derecho una pequeña portezuela que se abría durante las esperas para refrescar algo el interior. La verdad, llevar todo eso sobre la cabeza debía ser simplemente agónico.
Otra pieza característica de los arneses de justa era el manifer, del que ya se habló en la entrada dedicada a los guanteletes. El manifer, tal como vemos en la foto de la izquierda, era la pieza que cubría el brazo izquierdo y que carecía de articulación en el codo. Al justar solo era preciso mantener el brazo doblado para sujetar las riendas, así que cuantas menos piezas móviles llevara menos probabilidades había de verse con el codo o el hombro dislocados. En caso de no usar la tarja que vimos más arriba, se les añadía esa especie de varaescudo que complementaba la protección y cubría la axila. Como vamos viendo, lo principal era que la parte superior del arnés tuviera el mínimo de piezas móviles para bloquear al máximo posible las zonas del cuerpo que recibirían los peores golpes.
Otro peculiar yelmo creado ex-profeso para las justas es el que vemos a la derecha. Se usaba concretamente para los combates con maza o espada de cortesía y, como vemos, proporcionaban una magnífica visibilidad a la par que impedía que cualquier golpe llegara al rostro. Obviamente, estos yelmos no se usaban para justar con lanzas, por lo que cada justador debía poseer ambos tipos en caso de participar en ambas modalidades. Este yelmo estaba además especialmente indicado para las mêlées, que como ya comentaba ayer era el juego más peligroso y de donde salían más heridos, tullidos o muertos. Por cierto que el pivote que sobresale de la calva estaba destinado a sostener la cimera, de las que ya hablaremos en su momento.
Por último y para no alargarme más de momento, nos detendremos un instante en los ristres. Estas piezas, que como casi todos sabrán estaba destinada a ayudar a sostener la lanza, en sus versiones para justas eran mucho más complejos debido a que las lanzas usadas en las mismas eran mucho más pesadas que las normales de guerra. De ahí que, además del apoyo del pecho tenían un contra-apoyo por la parte trasera que permitía que la lanza reposase en el ristre sin prácticamente tener que sostenerla con el brazo, el cual solo tenía la misión de dirigirla hacia el cuerpo del adversario. En los círculos blancos se aprecian perfectamente ambas piezas que, como vemos están sólidamente unidas al peto mediante tornillos o remaches. Merece la pena observar el varaescudo del lado derecho, el cual lleva una muesca en forma de media luna en su parte inferior precisamente para acomodar mejor las gruesas lanzas bordonas al conjunto del arnés.
Bien, con esto concluyo de momento. Como vemos, es un tema que da mucho de sí y que merece la pena estudiar con detenimiento. Añadir que, como se puede suponer, estos arneses costaban un verdadero fortunón ya que, además de su indudable calidad, solían ir provistos de lujosos acabados por aquello de presentarse en los torneos bien pertrechado para que las damas, especialmente las viudas de postín y las ricashembras solteras, reparasen en uno. Acabo la entrada con esa espectacular imagen de un arnés visto de frente y que nos permite corroborar que la protección que proporcionaban al jinete era completa, para lo cual incluso colaboraba la enorme arandela de la lanza que cubría casi todo el lado derecho. Eso era lo que a través del ocularia de su yelmo veía un justador cuando se abalanzaba contra su contrincante antes de sentir como si un gigante le golpeara con un martillo en la cabeza. De locos, ¿no? Pero, como se suele decir, sarna con gusto no pica.
En fin, mañana más.
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