jueves, 26 de mayo de 2016

El cruel destino de los enemigos del faraón




Caer en manos de los enemigos nunca ha sido agradable, y menos aún cuando uno forma parte del ejército agresor. Por norma, los prisioneros de guerra han sido víctimas de la sed de venganza de los vencedores con dos fines: uno, castigar, humillar y, en definitiva, putear a todo aquel que formase parte de las tropas enemigas con diversos motivos, como por ejemplo un simple desquite o como ofrenda a los dioses de la guerra o a los dioses tribales como acción de gracias por haber obtenido la victoria. Y dos, como forma de escarmiento para quitarle a los que pudieron escapar las ganas de volver.

Tropas libias postrándose ante el faraón a ver si se ablanda un poco
y no los manda apiolar allí mismo
Obviamente, la condición de prisionero de guerra ha variado a lo largo del tiempo en función de las diversas culturas que han poblado el mundo, así como su preeminencia sobre otras naciones. Así mismo, el estatus del prisionero condicionaba su futuro ya que, por lo general aunque no siempre, un jefe tribal o algún miembro de su familia siempre gozaría de un trato más favorable que un simple soldado ya que por la vida de los primeros se podría obtener algún tipo de beneficio en forma de rescate en dinero o bien mediante la cesión de tierras, esclavos, etc. Sin embargo, la vida del soldado valía menos que una caca de perro en una cuneta, así que su futuro era más negro que el de un pavo en Navidad ya que sólo había dos opciones para él: o la esclavitud o la muerte. Y ojo, lo más sangrante de este tema es que ha sido así durante milenios, y aún en nuestros tiempos se siguen viviendo situaciones similares. Buena prueba de ello fue el fatal destino de los desdichados que cayeron en manos de los alemanes o los rusos durante la Segunda Guerra Mundial, en los que la crueldad de ambos bandos dieron lugar a actos criminales como la matanza de oficiales polacos en Katyn a manos del NKVD por orden de Stalin, o las bestialidades llevadas a cabo por los alemanes contra las tropas rusas que se rendían por miles al comienzo de la guerra.

Prisioneros de guerra de diversas naciones en un
bajorrelieve del templo de Medinet Habu. 
Bien, dicho esto a modo de introducción, vamos a dedicar la entrada de hoy a los primeros prisioneros de guerra de los que tenemos información concisa y detallada: los derivados de las guerras contra los egipcios, ciudadanos estos que siempre se estaban peleando con su numeroso vecindario formado por nubios, libios, hicsos, los Pueblos del Mar, los asirios, los hititas, los filisteos, los canaanitas, etc. Igual es que eran cuñados, vete a saber... Bueno, la cuestión es que los egipcios, con su impenitente hábito de dejar constancia gráfica de todo lo habido y por haber, pero especialmente de las derrotas infligidas por sus monarcas a los enemigos de su pueblo, nos han permitido conocer a fondo el trato que daban a los que osaban ultrajar al divino faraón, ya fuese invadiendo sus fronteras o atacando a cualquiera de sus aliados. Porque la cosa es que los egipcios, que debían tener un elevadísimo concepto de sí mismos, se tomaban fatal que les quisieran hacer la guerra, e incluso consideraban una ofensa personal contra su rey el hecho de vulnerar las fronteras de su nación.

Ramsés II agarra por el pelo a tres enemigos para darles
muerte con el hacha que lleva en la mano. Actuar como
verdugo no era algo indigno de su rango, sino todo lo
contrario: el faraón era el que exterminaba a los enemigos
de su pueblo
De hecho, levantarse en armas para atacar Egipto era tomado como un acto de rebelión contra su dios y faraón aunque, obviamente, los enemigos no lo veían de ese modo, sino como una mera agresión producida por fines diversos: una represalia por una derrota anterior, una incursión para obtener botín o esclavos, etc. Sin embargo, para ellos, atacar a su rey era atacar a Rá, y como eso estaba muy feo se lo tomaban muy mal, y castigaban a los agresores como si hubiesen cometido un acto de traición contra el mismísimo dios. Por cierto, para los que no lo sepan, el término faraón, derivado del griego ϕαραώ (faraó), fue la helenización hecha por Herodoto del término egipcio per-aa, que significa casa grande. De ese modo es como se designaban los monarcas egipcios en su tierra. Con todo, conviene tener en cuenta que las causas de tantos conflictos no se debían a que los vecinos de los egipcios fuesen especialmente malvados, sino al expansionismo militar de los faraones, lo que obviamente producía bajas en forma de muertos y heridos y, por supuesto, prisioneros de guerra que lo tenían bastante chungo precisamente por haber atentado contra el dios Rá hecho hombre en la persona del faraón de turno.

Funcionarios contabilizando prisioneros nubios
El arte egipcio nos ha legado infinidad de detalles acerca del destino que corrían tantos los caídos en combate como los prisioneros de guerra, y la verdad es que no era precisamente una perspectiva gratificante porque, aparte del mero ejercicio de una venganza contra ellos, era una forma de persuasión contra los que habían podido regresar al terruño, que contarían a sus colegas lo bestias que eran las tropas del faraón y lo mal que se habían portado con ellos. Pero, al mismo tiempo, para el faraón era motivo de orgullo regresar victorioso pudiendo alardear de haber causado un elevado número de muertos a los enemigos, por lo que se hizo necesario llevar una minuciosa contabilidad de las bajas producidas, así como de los prisioneros capturados. Las primeras referencias a estos detalles se remontan a la XVIII dinastía (1550-1295 a.C.), precisamente la más belicosa y la que mayor expansión territorial llevo a cabo. 

Paleta de Narmer. A la izquierda, el faraón se dispone a
ejecutar a un libio de un mazazo. A la derecha, el reverso
de dicha paleta nos muestra una serie de enemigos
decapitados con las cabezas entre las piernas, y sobre ellas
los penes de los mismos.
Por las referencias que tenemos de esa época, sabemos que se practicaba la amputación de determinados miembros a los enemigos muertos y, posiblemente, también a los prisioneros de forma previa a su ejecución sumaria. Es posible que muchos de los que me leen hayan oído alguna vez eso de cortar una mano para facilitar el recuento de caídos, pero también se recurría a cortar cabezas e incluso a la castración o la amputación del miembro viril. ¿Que por qué precisamente esas partes del cuerpo, y no otras menos aparatosas como una oreja o un dedo? Pues porque los egipcios, además de por la simple cuestión meramente contable, también pretendían que la amputación fuese un acto simbólico, cercenando así la capacidad ofensiva del enemigo (que ya lo estaba de hecho tanto en cuanto estaba muerto, pero los símbolos son los símbolos) dejándolo sin su mano derecha, así como una forma de castigo permanente ya que su alma partiría incompleta al inframundo, por lo que las pasaría putas durante toda la eternidad, como cuando un cuñado se nos pega como una lapa durante un bodorrio y el posterior ágape. Por otro lado, la amputación del pene implicaba destruir la semilla del vencido, impidiéndole de ese modo perpetuarse y fabricar más enemigos del estado egipcio. Hay gran cantidad de referencias a este tipo de mutilación, por lo general en términos como "eliminó su semilla con su espada" o como reza la Gran Inscripción de Karnak a este respecto: "... cargados con falos incircuncisos (los egipcios se circuncidaban como una práctica de tipo higiénico), de las tierras extrajeras de Rebu, junto con las manos cortadas de todas las regiones que estuvieron junto a ellos en recipientes y cestas". O sea, que con esto nos indican que, para diferenciar a los miembros de la nación enemiga de sus aliados, a los primeros les cortaban la churra, y a los otros la mano. Una forma muy práctica de llevar la cuenta como Amón manda, ¿no?

Bajorrelieve de Abydos que muestra a un escriba
contabilizando un motón de manos enemigas
Pero, según se desprende de algunas inscripciones de la época, la amputación de miembros no solo tenía connotaciones contables y simbólicas, sino también como trofeo de guerra. Los faraones, según dichas inscripciones, premiaban a sus soldados por la entrega de trofeos en forma de armas enemigas, prisioneros y manos de los muertos, los cuales pagaban con  oro de su propio peculio a fin de incentivar la agresividad entre sus tropas. Una vez acaparados todos los trofeos entregados por sus soldados, regresaba en loor de multitudes mostrando a su pueblo los prisioneros y las armas capturadas, así como los cestos llenos de manos, penes o cabezas. Las vívidas escenas de los bajorrelieves que muestran estos hechos nos permiten ver como los faraones retornaban triunfantes con los prisioneros de guerra uncidos a su carro, y en muchos otros se puede ver como los ejecuta agarrándolos por el pelo para, a continuación, apiolarlos de un mazazo o un hachazo en la cabeza. Mientras tanto, sus escribas llevaban una contabilidad exacta de las manos cortadas que él presenta para demostrar a su pueblo la de enemigos que ha liquidado: Tutmosis III acreditó 83 manos tras la batalla de Meggido, mientras que Amenhotep  II alcanzó la cifra de 372 tras llevar a cabo una serie de acciones punitivas contra las ciudades de Aituren y Migdolain. No obstante, en otros casos las cifras están a todas luces infladas para mayor gloria del faraón porque se habla de incluso, por ejemplo, 17.000 prisioneros nubios, cantidad esta que correspondería a un ejército descomunal para aquella época.

Escena que muestra como el carro de Tutankamón aplasta
a un enemigo nubio mientras un soldado le corta la mano
con su cuchillo de bronce
Pero las represalias contra los prisioneros y las mutilaciones de cadáveres no eran la única forma de mostrar a los enemigos hasta donde llegaba la ira del faraón cuando se le ofendía. También se recurría a la exposición de los cadáveres en los límites fronterizos de sus dominios con los del país agresor para, a modo de advertencia, mostrar el destino que sufriría cualquiera que traspasase dichos límites en son de guerra. Así mismo, se mostraban también los cadáveres de los prisioneros ejecutados de forma sumaria en las ciudades egipcias como advertencia a los extranjeros y los espías de otras naciones, que lógicamente informarían de ello a sus paisanos para que se atuvieran a las consecuencias. Un ejemplo de esta forma de actuar la tenemos en el faraón de las XIX dinastía Merneptah, que hizo empalar en Memphis a una cifra indeterminada de libios y miembros de los Pueblos del Mar como escarmiento y señal de aviso, o los nubios que tuvieron el mismo final por orden de Akhenatón tras la batalla de Ikayta. El motivo de emplear un castigo tan cruel como el empalamiento obedecía a que era el que se empleaba contra los perjuros y los saqueadores de tumbas, delitos estos que los egipcios consideraban tan abyectos como para merecer una muerte terrible, quedando así equiparados al de la rebeldía ante la persona del rey.

En esta otra escena, Ramsés II se dispone a ejecutar a un
gran número de prisioneros a golpe de hacha épsilon.
Como vemos, para los faraones era un orgullo mostrarse ante
su pueblo como el más eficaz exterminador de enemigos
Otra forma de humillar y profanar los cadáveres de los vencidos, especialmente a los de sus caudillos, era colgarlos cabeza abajo en la proa de la nave del faraón. De ese modo, al regresar remontando el Nilo, mostraba a su pueblo no solo que había derrotado al líder enemigo, sino que le daba el castigo que merecía por su acto de rebelión. De hecho, la ejecución de los jefes enemigos era, además del consabido acto de venganza, una forma de quitar de en medio a sus mejores militares, lo que les aseguraba una temporada de inactividad forzosa por la simple carencia de líderes adecuados. En algunos casos, las represalias iban más allá de las formas de castigo habituales, quizás debido a que consideraban la agresión aún más intolerable. Un buen ejemplo de esta conducta aparece en la estela de Amada, que narra como Merneptah mandó quemar vivos a todos los jefes nubios capturados en una batalla tras cortarles las manos, mientras que a otros les mandó sacar los ojos y cortarlas orejas para, a continuación, hacerlos volver a su país para que todos vieran lo que les esperaba a los que atacasen los dominios del faraón. Todos estos alardes pretendían, además de escarmentar tanto a los agresores como avisar a enemigos potenciales, ensalzar el poder del faraón y mostrar a su pueblo cómo se preocupaba por aniquilar a todo aquel que pretendiera invadirlos, por lo que el efecto propagandístico era doble y de ahí el empeño por inmortalizar las venganzas faraónicas en multitud de bajorrelieves, estelas, etc. 

Tras la batalla, el consabido recuento para que figurase en la estela
que conmemorase tan gran acontecimiento
Para concluir, comentar que el final menos trágico que podía sufrir un prisionero en manos de los egipcios era ser reducido a la esclavitud, para lo cual eran marcados a fuego con el nombre del faraón victorioso. Luego eran enviados como currantes a perpetuidad a las tierras del faraón o a los templos para servir a los poderosos sacerdotes. Para los monarcas egipcios, pasar a la posteridad como un rey que se preocupó del bienestar de su pueblo era algo que tenían presente durante toda su vida, y en dicho bienestar se incluía aplastar sin piedad a las naciones que atentaran contra la paz y la riqueza de su nación. 


Ramsés II presenta unos prisioneros de guerra nubios a los dioses.
De izquierda a derecha aparecen Amón-Rá, Khonsu y la diosa Mut
Así pues, según hemos ido viendo, los prisioneros de guerra en Egipto no eran reducidos a la esclavitud, como ocurrió luego en otras naciones, como una mera forma de obtener mano de obra barata, o ser ejecutados para, simplemente, reducir el número de posibles combatientes en una guerra posterior. En Egipto, ante todo, se castigaba rebelarse contra el faraón, y cuestiones como la obtención de mano de obra o la venganza contra un pueblo hostil era algo circunstancial, una consecuencia de un acto de agresión que quedaba supeditada, ante todo, al castigo que debía sufrir todo aquel que se levantara en armas contra "la casa grande". En definitiva, que lo mejor era no caer prisionero de esta gente porque las perspectivas no eran nada nada halagüeñas.

Bueno, vale por hoy.

Hale, he dicho

Dibujo dieciochesco de uno de los bajorrelieves del templo de Beit el-Wali, mandado construir por Ramsés II en Nubia.
La ilustración muestra al faraón sujetando por el pelo a tres prisioneros libios mientras que pisa a otros dos de ellos. Ante él se presenta su hijo Amun-her-khepsef llevando atado por el cuello a otro prisionero. La proliferación de este tipo de escenas
nos da una idea de la importancia que tenía el mostrar a los monarcas sometiendo a los enemigos de su país

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