viernes, 19 de octubre de 2018

Los sórdidos orígenes de la Legión Extranjera francesa


Una compañía de la Legión Extranjera saliendo de un acuartelamiento de Argelia en los años 50. Para la Legión, Argelia
significaba lo mismo que Marruecos para el ejército español de la primera mitad del siglo XX

INTROITO:

El 10 de marzo de 1831 se emitió la ley por la cual se fundaba la Légion étrangère, una unidad militar que alcanzaría fama y gloria con el paso del tiempo y que se considera actualmente como uno de los cuerpos de élite más selectos del mundo. Pero si les digo que tras la rimbombante prosa de los edictos de la época lo que se pretendía era darle salida a la plaga de extranjeros que se habían asentado en Francia a raíz de la Revolución de Julio de 1830 y que, en realidad, no era más que algo similar a lo que actualmente llamamos centro de acogida para inmigrantes ilegales, puede que más de uno levante la ceja sorprendido. Sí, como suena. Un puñetero asilo o refugio para que los foráneos sin medios económicos y sin trabajo dejasen de incordiar y, tanto o más importante, costar fuertes sumas en subsidios al erario gabacho, bastante mermado con tanta revolución, tanta restauración y tanto enano corso arransándolo todo. Vean, vean...

El capitán Danjou, uno de los más venerados héroes
de la Legión. Aún pasean su mano postiza como
si fuera una reliquia sagrada en todas sus movidas
castrenses
No creo equivocarme si afirmo rotundamente, como si de un papa de Roma proclamando una bula se tratase, que no debe haber casi nadie que no sepa qué es la Legión Extranjera francesa (Dios maldiga al enano corso por enésima vez). Cuerpo de élite archicondecorado, desde hace 188 años han tomado parte en todas y cada una de las guerras que han mantenido por el mundo, tanto para defender el suelo patrio como para intentar conservar, sin éxito como es habitual en estos casos, los restos de sus posesiones coloniales porque, al cabo, ya sabemos que los imperios tarde o temprano se van al garete. Han combatido en lugares  tan variopintos como Argelia, Marruecos, Méjico, Indochina, en las dos guerras mundiales y hasta en España, y sus miembros han ganado mogollón de medallas y han caído como moscas a cambio del inmenso honor de palmarla por la grandeur de France y que le canten la Marsellesa durante el entierro o de lo que quede por enterrar de sus miserables envolturas carnales agujereadas por la metralla. En resumen, colijo que la inmensa mayoría de los que me leen asocian de forma sistemática la Legión con la quintaesencia de la gloria castrense. Sin embargo, tanta gloria y tanta medalla se la tuvieron que currar a base de bien porque esta prestigiosa unidad tuvo unos comienzos que, no solo fueron indignos de cualquier regimiento de chichinabo, sino incluso de una panda de apátridas miserables y comidos de piojos. Sí, no es una exageración. La mítica Légion étrangère nació como una especie de desagüe para quitar de en medio la turba de extranjeros que pululaban por la turbulenta Francia de la Revolución de Julio, movida que acabó desterrando para siempre a la dinastía borbónica cuyo último soberano fue Carlos X y permitió el advenimiento de una monarquía constitucional en la persona del rey Luis Felipe de Orleans, primo del descabezado Luis XVI y apodado por sus paisanos con los motes más variopintos, desde "Rey Ciudadano" a "Rey de las Barricadas" en referencia a la citada revolución acontecida en julio de 1830.

"La Libertad guiando al pueblo", archifamoso cuadro de Delacroix que
muestra a una señorita con las tetas desafiando la ley de la gravedad y
un gorro frigio indicando a la plebe como echar a un rey para poner a otro
No vamos a entrar en los entresijos de la situación política que llevaron a Francia a una época tan turbulenta ya que es una historia que se sale de nuestra temática, pero sí podemos decir que, en puridad, esta breve pero intensa revuelta que duró apenas tres días fue la que motivó la formación de esta famosa unidad militar. Sí, aunque parezca que no tienen nada que ver los culos con las témporas, lo cierto es que sin la revolución de 1830 la Legión jamás habría existido porque, simplemente, no habría tenido razón de ser, los Borbones habrían seguido gobernando Francia y el ejército habría seguido constituido por tropas tanto nacionales como foráneas ya que, según era costumbre en muchos países europeos de la época, era habitual disponer de algunos regimientos nutridos por extranjeros ya que, al cabo, no hay mayor fidelidad que la que se puede comprar con dinero. Como ya podemos imaginar, tras la desagradable experiencia que los miembros de la familia real y la nobleza de Francia tuvieron que pasar durante la revolución de 1789, no era plan de poner sus vidas en manos de compatriotas agresivos y sumamente cabreados, así que optaron por mantener los antiguos regimientos nutridos sobre todo por suizos para que, en caso de que las cosas se pusieran chungas de nuevo, no acabar con el pescuezo limpiamente cercenado por la siniestra hoja de una guillotina. Veamos pues cómo acaecieron los sucesos que llevaron a fundar tan celebérrimo cuerpo, y por qué los hemos señalado de sórdidos.


Miembros de un regimiento suizo en 1789
Tras la fastuosa derrota que libró a la Europa de la nefasta presencia del enano corso en Waterloo, la restaurada monarquía borbónica no quiso desprenderse de los regimientos suizos que servían en el ejército gabacho desde antes de la revolución de 1789. Como es de todos o casi todos sabido, desde la Edad Media Suiza era el vivero de mercenarios de Europa antes de que se dedicasen a actividades más pacíficas, como fabricar bonitos relojes de cuco o guardar en las entrañas de sus cámaras acorazadas los caudales corruptos y secretos más siniestros de políticos y ricachones del planeta. En Francia concretamente servían seis regimientos nutridos exclusivamente por estos probos mercenarios que, para garantizar su fidelidad, disfrutaban de una serie de privilegios sobre sus colegas gabachos, que veían como un agravio que ganasen el doble y, en algunos rangos, incluso el triple de la paga a igualdad de graduación. Además, se les había confiado la guarnición de la Maison du Roi, o sea, las residencias regias: París, Versalles, Saint-Cloud y Fontainebleau, donde podían guardar más y mejor a los monarcas franceses de posibles asonadas populares. Esa evidente falta de confianza en la oficialidad nativa sentaba como una patada en las hemorroides a los cuadros de mandos del ejército francés como ya podemos suponer. No obstante, hay que reconocerles que, al menos, tanto mimo estuvo justificado por parte de Luis XVI, que tuvo que ver como su otrora amado pueblo masacró bonitamente a sus fieles suizos el 10 de agosto de 1792 por defender a su regia persona.


Granadero suizo en tiempos del enano corso,
concretamente en 1815, cuando se le acabó
el momio al Hitler del siglo XIX
El enano corso tampoco prescindió de tan abnegados mercenarios que, aunque salían un poco caros, al menos compensaban sus jugosos estipendios con una fidelidad rotunda que, al cabo, era su mejor argumento para ser considerados como unos mercenarios serios y cumplidores. Tras la restauración borbónica y la coronación de Luis XVIII una vez que en enano fue enviado sin billete de vuelta a Santa Elena, los seis regimientos suizos siguieron en activo porque el nuevo monarca se fiaba más de ellos que del resto del ejército, lo que tuvo unas consecuencias un poco chungas. De entrada, su comportamiento fuera de sus cuarteles era cada vez más chulesco, dando con ello lugar a no pocos enfrentamientos tanto con la población civil como con el mismo ejército francés. En julio de 1827 y junio de 1828 tuvieron lugar varios enfrentamientos entre la población de París y la guarnición suiza, y en octubre de 1829 la policía ya recibía continuas denuncias de los maltratos y humillaciones que sufrían los vecinos del barrio donde tenían su cuartel. Y no solo se llevaban fatal con los civiles, sino que incluso tuvieron enfrentamientos con los militares como el acontecido en Versalles en noviembre de 1828 entre su guarnición helvética y el 2º Regimiento de Granaderos. En fin, que nadie los podía ver ni en pintura, estaban considerados como un símbolo del despotismo real anterior a la revolución y acabaron siendo odiados de forma unánime por la población, que no entendían por qué debían convivir con unas tropas extranjeras que los chuleaban bonitamente sin que el rey Luis y su sucesor Carlos X pusieran coto a su insufrible arrogancia.


El príncipe de Hohenlohe (1765-1829)
Pero además de los odiosos suizos, en el ejército había otro cuerpo foráneo, el Regimiento Hohenlohe. Esta unidad había sido creada el 6 de septiembre de 1815 con la denominación de Légion Royale Étrangère, y los motivos de su formación no eran otros que dar acogida a los miembros de las unidades de extranjeros que, habiendo servido a las órdenes del enano, querían seguir al servicio de Francia. La idea había partido de Ludwig Aloysius, príncipe de Hohenlohe-Waldenburg-Bartenstein. Tras las guerras del genocida corso, este tedesco se puso al servicio de la recién restaurada monarquía borbónica, alcanzando el rango de mariscal de campo en 1827. Siendo el príncipe fundador y coronel de la unidad, en febrero de 1821 le fue cambiado el nombre original en su honor por el de Regimiento Hohenlohe para que se pusiera contentito. Sin embargo, el Hohenlohe no tenía nada que ver con las unidades de suizos, nutridas exclusivamente por gentes de esa nacionalidad. Antes al contrario, el regimiento del probo príncipe estaba formado por una amalgama de gente de todas partes y no gozó en modo alguno de los privilegios que tenían sus colegas alpinos. De hecho, sus destinos fueron siempre pequeñas y aburridas guarniciones de provincias y, en tiempos de la Revolución de 1830, estaban acantonados en el fuerte de Saint-Jean, en Marsella, donde no pasaban absolutamente desapercibidos gracias a los conciertos que ofrecía al vecindario la banda del regimiento. Incluso no pusieron pegas cuando se les ordenó arriar la bandera blanca de los Borbones e izar la tricolor cuando Carlos X tuvo que liar el petate y largarse al exilio tras el éxito de la citada revolución, y hasta el teniente general Delort, comandante de la División, se deshizo en elogios sobre el regimiento, jurando por su abuela que eran unos sujetos decentes, leales a Francia y que merecían la nacionalidad por la que luchaban.


Fusilero del Rgto. Hohenlohe en la década de los años 20
del siglo XIX
La Revolución de Julio supuso un revulsivo para el ejército porque, aprovechando la coyuntura, el nuevo gobierno formado a raíz de Les Trois Glorieuses (Los Tres Gloriosos en referencia a los tres días que apenas duró la movida) hizo limpieza y decidió quitarse de encima a las tropas extranjeras que tanto incordiaban. El recelo que inspiraban, sus añejos nexos con la Casa de Borbón y el odio que hacían sentir al pueblo en general y a los militares en particular fueron los ingredientes para dictar una ley que los borrara del mapa. En el artículo 13 del Acta Constitutiva que dio lugar a la constitución de la nueva monarquía se puso bien claro: "No podrán ser admitidas tropas extranjeras al servicio del estado excepto bajo una ley especial". Así pues, no se andaron con historias y el 14 de agosto, apenas dos semanas después de la revolución, se disolvieron los regimientos suizos, proceso que no obstante duró hasta el mes de septiembre porque mandar a hacer puñetas a varios miles de hombres armados y equipados no es cosa que se ventile en una tarde. No obstante, ya desde el mismo día en que la revolución había triunfado se empezaron a producir deserciones en cantidad, y los coroneles de los regimientos se curaron en salud y solicitaron salvoconductos para ellos y los hombres que desearan largarse en buena hora a sus montañas nevadas. Lógicamente, esta ley también afectó al Hohenlohe si bien no de forma tan radical. Con el fin de sacarlos de Francia en cumplimiento del edicto, el 12 de diciembre de aquel mismo año se les ordenó prepararse para embarcar hacia el castillo de Morea, al norte del Peloponeso, donde una guarnición francesa ayudaba a los griegos a liberarse de la inmunda presencia de los malditos otomanos e independizarse de ellos. Sin embargo, no habían terminado de liar el petate cuando, sin dar explicaciones, el 5 de enero siguiente les llegó también la orden de disolución. Con todo, y siendo una unidad que nunca había dado problemas de ningún tipo y habían servido bien y lealmente a la nación, a los que desearan seguir en el ejército se les permitió obtener la nacionalidad y enrolarse en el 21º Regimiento de Infantería Ligera.


Luis Felipe I (1773-1850) penúltimo rey de Francia y
el último de sangre real
Como ya podemos suponer, cientos de hombres quedaron "huérfanos" de la noche a la mañana. Estos mercenarios eran por lo general gente sin arraigo y/o familia que los esperase en alguna parte. Su familia eran sus camaradas y sus casas los barracones de los cuarteles. Como es obvio, verse de un día para otro sin casa, sin paga y sin nada con que llenar el buche era algo bastante desagradable, por lo que la ley por la que el gobierno quiso que solo los franceses defendieran a Francia fue la llave que abrió la caja de Pandora, y en vez de tener soldados extranjeros en los acuartelamientos se vieron con vagabundos extranjeros por las calles que, como es natural, recurrían a lo que fuese para comer, y el brote de delincuencia empezó a ser francamente preocupante. Pero este no fue más que parte del problema porque, al cabo, los restos de siete regimientos siempre podían ser mantenidos mediante subsidios o empleados en cualquier otra cosa. El verdadero conflicto lo tenían con la masa de revolucionarios llegados desde todas partes de Europa antes y durante la Revolución que instauró la monarquía constitucional en la persona de Luis Felipe I.


Lectura de la declaración de los diputados el 31 de julio de
1830. En el centro aparece el duque de Orleans, luego Luis
Felipe I. Obra de Baron Gérard (1836)
Toda esta movida fue un imán para los revolucionarios de turno. Unos de buena fe, otros- la mayoría me temo- guiados más bien por el husmillo de medrar a costa de lo que sea, la cuestión es que desde la revolución de 1789, Francia estaba muy orgullosa de ser el refugio de todos los perseguidos políticos de Europa, y bajo ningún concepto se podía permitir a sí misma traicionar esa norma no escrita y hacer lo más fácil: expulsarlos a todos y santas pascuas. Por otro lado, tras el Congreso de Viena de 1815 Francia había renunciado a los tratados de extradición que mantenía con otras naciones, por lo que cualquier perseguido de Austria, los estados alemanes, Nápoles, España, Inglaterra, etc. se largaba a la dulce Francia a seguir conspirando con la tranquilidad de que la policía no lo pondría en la frontera. Obviamente, Luis Felipe vio en esta plaga de gente especialmente motivada por una fuerte convicción ideológica un verdadero peligro ya que la mayoría eran favorables a una república, y sería absurdo dejarles campar a sus anchas en un momento en que lo que su país necesitaba era estabilidad política para salir de tanta crisis y tanta revuelta que solo servían para empobrecerse y perder influencia exterior. Así pues, a los contingentes de antiguos soldados convertidos en vagabundos pululando por las principales ciudades del país se sumaron cientos de revolucionarios decepcionados, sin medios económicos y sin posibilidad de insertarse en la sociedad que les daba cobijo porque, como la mayoría de los ex-soldados, ni siquiera hablaban francés. En resumen, mogollón de inadaptados sin oficio ni beneficio convertidos en delincuentes menores, rateros de mercado y, encima, calentando los magines del personal con sus proclamas y sus dogmas ideológicos.


Como está mandado, en toda revolución que se precie debe haber pillaje para
que los verdaderos héroes puedan presumir de decentes
En agosto de 1830, mientras que los regimientos suizos eran eliminados de los roles del ejército, fue un capitán de caballería retirado llamado Gauthier el que tuvo la idea de que la única forma de quitar gentuza de las calles era simplemente ofrecer como recompensa el ingresar en el ejército a todo aquel que hubiera tomado parte en la revolución. De ese modo, al menos podrían tenerlos controlados sin que siguieran caldeando un ambiente de por sí bastante tenso. Gauthier envió una carta al entonces ministro de Guerra, el general Etienne Gérard, con sus sugerencias que, ciertamente, fueron bien acogidas por el gobierno. Así pues, decidieron que mientras las aguas se calmaban y daban con una solución definitiva se reservarían para los señores revolucionarios que se hubiesen distinguido en la lucha callejera o en las barricadas dos vacantes de teniente y cuatro de sargento en cada regimiento. Pero lo que parecía una solución eventual resultó ejercer un efecto llamada. Todos los agraciados escribieron a sus cuñados diciéndoles que los gabachos eran la mar de bondadosos y que les daban un trabajo bien remunerado casi por la cara. Algo así como lo que ocurre hoy en España cada vez que llega una patera y dan papeles a todos sus tripulantes, vaya...


Las barricadas durante Les Trois Glorieuses, donde además de pegarte un
tiro te tiraban encima la mecedora del abuelo e incluso también al abuelo
En fin, así estaban las cosas en la dulce Francia. Era evidente que las seis plazas por regimiento reservadas a los heroicos revolucionarios de Julio no daban ni remotamente para acoger a tanto vagabundo, así que se optó por algo más radical: crear un cuerpo militar donde cupieran muchos, de forma que podrían tenerlos controlados y, lo más importante, lejos de las calles donde podían delinquir o hacer propaganda contraria al gobierno. Y en dicho cuerpo, como es lógico, tendrían también cabida los suizos y los miembros del Hohenlohe que seguían vagando como almas en pena por París sin otra cosa que hacer que recordar sus tiempos gloriosos. Legalmente, esta nueva unidad no podría servir en Francia, pero había diversos destinos para que al menos se ganasen las habichuelas: las islas de Guadalupe y la Martinica, las guarniciones de Grecia, las de Ancona, en Italia y, el destino más atractivo, Argelia, por aquello de lo exótico, las moras de mirada profunda y las posibilidades de promocionarse en el ejército. Así pues, el 9 de marzo de 1831 se votó la orden por la que se creaba la Legión Extranjera, siendo publicada al día siguiente. Según sus cláusulas, cualquier extranjero entre los 18 y los 40 años que desease unirse al nuevo cuerpo se comprometía mediante un contrato de tres años, recibiendo el correspondiente equipo, armamento, vestuario y demás accesorios necesarios para pasar de ser un civil birrioso a un soldado glorioso. La Legión se organizaría conforme al modelo francés de batallones formados por ocho compañías de 112 hombres cada una. Para dar el máximo de facilidades a los que desearan enrolarse se admitió a todo aquel que se presentara en los banderines de enganche que tuviera aspecto de estar razonablemente sano y no se pidieron datos personales de ningún tipo. Ni nombre, ni si tenía cuentas pendientes con la justicia ni nada que hiciera que un posible delincuente siguiera suelto. Mejor aceptarlo y tenerlo en un cuartel que en la calle haciendo de las suyas. 


Bar-le-Duc en el siglo XIX, una apacible ciudad provinciana que se vio
invadida por una horda de desarrapados como si tal cosa
Desde el mismo instante de su creación, la Legión no pretendía ser el cuerpo de élite del que toda Francia se sentiría orgullosa décadas más tarde. La triste realidad es que fue un simple cebo o incentivo para que los desarrapados, desertores y revolucionarios incordiantes pudieran ser agrupados fuera de las grandes ciudades y enviados lo antes posible lejos de la metrópoli donde, con un poco de suerte, tendrían una muerte heroica y dejarían de ser una carga para el estado. El primer centro de acogida, por llamarlo de alguna forma, se estableció en Langres, al nordeste de Francia, en el departamento del Alto Marne. Pero sus instalaciones pronto se quedaron pequeñas ya que la convocatoria tuvo un éxito tremendo por razones obvias. Tanto fue así que sus barracones con capacidad para 350 hombres se vieron  rápidamente  saturados, por lo que a finales de marzo se ordenó trasladar el acantonamiento a Bar-le-Duc, una ciudad situada al norte de Langres, en el departamento del Mosa, ante las vehemente protestas del prefecto que se vio de golpe con su apacible ciudad provinciana atiborrada de sujetos nada recomendables y de aspecto absolutamente miserable. Con todo, también se crearon centros de reclutamiento en otras poblaciones, concretamente en Auxerre, donde eran enviados los italianos, y en Agen, destinado a los españoles hartos de guerras carlistas, de absolutistas, de liberales y de la madre que los parió a todos. Pero los problemas no se solucionaban tan fácilmente, porque aún quedaba la segunda parte, convertir una horda de piojosos en soldados disciplinados.


Carlos X (1757-1836). Durante su reinado de apenas
seis años solo supo ganarse la enemistad de todos.
Tras exiliarse a Inglaterra inició un periplo que
culminó en Praga, donde se dedicó a conspirar hasta
su fallecimiento a causa del cólera
En el mes de julio, el acuartelamiento de Bar-le-Duc contaba ya con 1.164 efectivos sin que prácticamente hubiera un cuadro de mandos organizado. De hecho, la escasez de oficiales en el ejército francés era inquietante en aquella época. Unos, porque eran monárquicos hasta la médula y decidieron dimitir tras el derrocamiento de Carlos X; otros, porque a la vista de como estaba el patio prefirieron largarse a sus casas a vivir de las rentas o de sus tierras y, en fin, otros porque fueron purgados acusados de contra-revolucionarios por compañeros o subalternos envidiosos. La cosa era que si no había para el ejército regular, menos aún para la recién creada Legión de inadaptados. El tema de las denuncias a los "carlistas", como llamaban a los leales al último Borbón, fue sangrante ya que fueron enviados al retiro forzoso los coroneles de 44 de 66 regimientos de infantería y 5 de 12 regimientos de dragones, así que ya vemos que no estaba la cosa para tirar cohetes. En muchos casos se optó por ascender sargentos a oficiales, pero eso solo sirvió para que aumentaran las denuncias y ascender por la cara sujetos que no valían ni para mandar parvularios. 



Legionario del acantonamiento de Toulon en 1831. Está
armado con el mosquete de chispa modelo 1822. Los cabos,
sargentos y los miembros de las compañías de élite disponían
además del sable modelo 1831
El gobierno, agobiado por este asunto, llegó incluso a readmitir a antiguos oficiales que habían servido a las órdenes del enano y que habían sido purgados por mostrar un excesivo apego al tirano de metro y medio. Pero estos personajes, más trasnochados que Drácula y que se habían olvidado hasta de las ordenanzas solo servían para complicar aún más las cosas. En fin, un verdadero desastre. Mientras se dilucidaba todo este espinoso asunto, el rey Luis Felipe dio el mando del nuevo regimiento al coronel barón Christophe Antoine Stoffel, un militar de origen suizo nacido en Madrid en 1788. Su padre, Jean Jacob Stoffel, servía como coronel del ejército español y estaba casado con una española, Antonia Massip. Cuando tuvo la edad necesaria, nuestro hombre prefirió largarse a Austria, donde sirvió durante las guerras del enano gracias a lo cual fue nombrado barón del Imperio en 1813 y caballero de la Orden de San Luis el año siguiente. La cosa es que aún poseyendo un brillante historial no le hicieron precisamente un favor dándole el mando de la recién creada Legión. A pesar de sus constantes reclamaciones para poner en funcionamiento su unidad, la oficialidad francesa era totalmente reacia a servir en la misma, considerando una deshonra ser destinados a la Legión o incluso un castigo. De ahí que solo fueran destinados al cuerpo antiguos oficiales napoleónicos de origen extranjero rescatados del retiro y que malvivían con la media paga que les había quedado de pensión, o aquellos que por falta de medios o de contactos no ascendían ni a tiros. Recordemos que en aquella época los rangos se compraban sin más. Stoffel, un poco bastante muy desesperado, envió en julio de 1831 una protesta al Ministerio de Guerra en la que afirmaba que de los 26 oficiales de que disponía solo ocho eran razonablemente competentes, y encima hasta tenían entre ellos a un tal Mathieu Galloni d'Istria, un subteniente sumamente golfo que gozaba del dudoso honor de estar considerado como el peor oficial del ejército francés. Y, para terminar de arreglarlo, estaba el problema de los idiomas. Muchos legionarios eran de origen alemán o suizos germano parlantes y no hablaban una papa de francés, mientras que los oficiales no hablaban más que en francés, y allí no se entendía ni Dios. 


Langres a mediados del siglo XIX
En su desesperada búsqueda de oficiales cualificados, el gobierno incluso intentó reclutar a muchos españoles que habían puesto tierra de por medio, y vivían refugiados en Francia, pero de todos los entrevistados, que fueron muchos, solo seis aceptaron unirse a la Legión. El resto mandaron a hacer gárgaras a los gabachos diciendo que ellos solo luchaban por defender a su país y, para colmo, los seis que se enrolaron dimitieron apenas tres años más tarde, en cuanto les venció el contrato. Solo con mucho trabajo y rebuscando hasta debajo de las piedras pudieron juntar 107 oficiales al cabo de cuatro años, la mayoría polacos, alemanes y suizos. Y si lo tenían complicado para tener oficiales, aún más para disponer de suboficiales y clases de tropa que, al cabo, son los que verdaderamente tienen que bregar con los soldados, adiestrarlos y meterlos en cintura. Inicialmente se recurrió, al igual que con los oficiales, a rescatar sargentos retirados, pero con un éxito ínfimo por no decir nulo. Finalmente pudieron solucionar de forma eventual la carencia de suboficiales ascendiendo a un grupo de estudiantes alemanes que encontraron en el centro de reclutamiento de Langres y que, por tener un buen nivel cultural y pertenecer a la burguesía, se les consideró aptos para cubrir el expediente. Sin embargo, y nuevo problema al canto, muchos carecían de dotes de mando, no sabían hacerse respetar y, lo peor de todo, se veían teniendo que mandar sobre veteranos suizos que habían sido suboficiales antes de que sus regimientos fueran disueltos por lo que, obviamente, pasaban de los jóvenes tedescos olímpicamente. 


Legionarios en Argelia
Como vemos, el estado de la situación era francamente alarmante, y el gobierno había optado finalmente por desentenderse de la Legión. Su interés en crearlo radicaba, como hemos dicho, en quitar pordioseros de las calles, y eso ya se había logrado, al menos en parte. Pero en los acantonamientos los hombres no tenían aún uniformes ni armas, los sargentos mayores, encargados de la contabilidad de cada compañía y del pago de las soldadas robaban a calzón quitado, y en Bar-le Duc los barracones estaban en tan mal estado que hubo que alojar a los hombres en las viviendas del vecindario. El caos estaba pues servido, porque en una ciudad como Bar-le-Duc, que carecía de murallas y puertas que se cerrasen por las noches, el descontrol era absoluto, cada cual hacía lo que le daba la gana y, lo peor de todo, el ocio reinante solo servía para aumentar los desmanes, el alcoholismo y fomentar la delincuencia. El coronel Stoffel no paraba de quejarse y pedir medios al gobierno mientras que el prefecto del departamento del Mosa y el alcalde de Bar-le-Duc hacían lo propio porque la ciudad, que estaba en plena decadencia económica por aquella época, lo último que necesitaba era a un millar de parásitos produciendo malestar por las calles y alejando a los mercaderes que venían a la ciudad a dejarse el dinero en los tejidos que producían y que eran el principal medio de vida de la población. Los legionarios merodeaban por la ciudad vendiendo sus raciones, los zapatos e incluso la ropa interior para poder comprar bebida para ahogar sus penas, motivo por el cual eran detenidos y encerrados en la prisión local por la Guardia Nacional, llegando a atiborrarla de una masa hambrienta porque una cárcel civil no tenía obligación de mantener presos militares, y como al estar encarcelados se les retenía la paga y, por otro lado, los sargentos mayores pasaban de enviarles rancho, los desgraciados aquellos se veían en una situación desesperada. En fin, nada que ver con las gloriosas historias de batallas y valerosos soldados con que solemos identificar a este cuerpo.


Grabado basado en un dibujo original del capitán Du Val d'Eprémesnil
fechado en agosto de 1830 que muestra su aposento en Argelia. Como
vemos, es lógico que añoraran profundamente sus cómodos cuarteles
en la lejana Francia
Stoffel, que debía maldecir constantemente la hora en que lo pusieron al mando de la Legión, clamó desesperado al Ministerio de la Guerra. "Dadles una bandera, una banda, cread compañías de élite, haced que se sientan orgullosos de su uniforme y la Legión se convertirá en el más hermoso cuerpo de Francia", les dijo. Y, esta vez sí, por fin le hicieron caso. Se terminaron de formar los seis primeros batallones distribuidos de la siguiente forma: el 1º, nutrido con suizos y antiguos miembros del Hohenlohe. El 2º y el 3º con suizos y alemanes. El 4º con españoles; el 5º con italianos y sardos, y el 6º con holandeses y belgas, lo que por cierto fue un error ya que los segundos acababan de independizarse de los primeros y se odiaban a muerte. A finales de agosto, los batallones 1º, 4º y 5º fueron enviados a Toulon, que se convirtió en el nuevo acantonamiento como punto de partida hacia Argelia. A finales de otoño les siguieron los batallones 2º, 3º y 6º y, por fin, el 9 de noviembre se les entregó su bandera regimental para darles a entender que ya se les consideraba soldados y podían palmar de forma reglamentaria por su pseudo-patria. Una mierda de soldados que según los mandamases no valían nada, pero soldados. De hecho, cuando llegaron a Argelia ni siquiera se plantearon emplearlos en misiones de combate, sino como batallones de obreros y se limitaron a ponerlos a picar piedra, construir o reparar caminos, trabajos de fortificación y drenaje y saneamiento de ciénagas. Como vemos, misiones muy distintas a las que se suelen atribuir a la Legión.


General Voirol (1781-1853), comandante en jefe
del ejército de Argelia entre 1833 y 1834
En fin, así fueron los comienzos de este famoso cuerpo. Como hemos ido viendo a lo largo del relato, no fueron convocados con las habituales promesas de fama y gloria, ni siquiera con el estímulo de una buena paga y un uniforme bonito que enamorase a todas las demoiselles del vecindario. Tampoco fueron bien recibidos en los acuartelamientos ni se les proporcionó un entrenamiento adecuado. Es más, tuvieron aún que pasar varios años antes de que los estados mayores empezaran a tener la suficiente confianza en la Legión para encargarles el desempeño de misiones de cierta envergadura, pero poco a poco y a base de una disciplina férrea implantada por Stoffel supieron ganarse la confianza de los mandos. El profundo desprecio que sentían por ellos quedó reflejado en la respuesta que recibió el general Théophile Voirol, gobernador de Argelia, cuando escribió al mariscal Soult, ministro de la Guerra en aquel momento, que era conveniente alargar el período de permanencia en el cuerpo hasta los cinco años para poder obtener un rendimiento más eficiente de los legionarios. Soult le respondió que "como la Legión Extranjera fue formada con el único propósito de dar una salida a los extranjeros que inundaban Francia y que podían causar problemas, no tenemos necesidad de considerar su sugerencia. Ese cuerpo es simplemente un asilo para desgraciados". Muy estimulante, ¿que no?


Campamento de la legión en Staouëli, Argelia
Bueno, así se gestó la Legión Extranjera francesa. Seguramente, más de uno se habrá quedado sorprendido al ver que fue de todo menos un parto glorioso. Tras su bautismo de fuego en Argelia el 27 de abril de 1832, en junio de 1835 recibieron su primera misión de importancia, siendo enviados a España para apoyar los derechos de la reina Isabel contra su tío, el infante Don Carlos, pero de eso ya hablaremos otro día. Por cierto que en febrero de 1834, el 4º batallón formado por españoles fue disuelto, le hicieron una higa a los gabachos y se volvieron al terruño para poder matarse entre ellos en las Guerras Carlistas, que era mucho más divertido que pasar calor rodeado de moros cabreados.

En fin, s'acabó lo que se daba. Así fue la historia.

Hale, he dicho

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