miércoles, 14 de noviembre de 2018

La batería Billinghurst-Requa


Miembros de la 18ª Batería Independiente de artillería ligera de Nueva York posando junto a esa cosa que parece el carrillo
de un vendedor de camarones de Chipiona de los años 50. En realidad se trata de la protagonista de la entrada de hoy, y la
foto fue tomada en Main St., en Rochester, Nueva York, donde se encontraba el taller de uno de sus creadores, William
Billinghurst

Réplica de un ribadoquín medieval. El concepto empleado en la batería
Billinghurst-Requa era básicamente el mismo con la salvedad de que
no había que cargar los cañones por la boca
Ya sabemos que las guerras son, por suerte o por desgracia, uno de los más poderosos acicates para que el personal se estruje la sesera para idear tanto cosas buenas como malas. Si además esa guerra tiene lugar en una época en que la industria estaba en plena evolución y en un país cuyo potencial para desarrollarla era fastuoso, pues se da lugar a una auténtica explosión de creatividad que hace que lo que se invente hoy quede obsoleto mañana porque detrás de uno viene otro aún más listo con una idea mejor. Este fue el caso de la batería Billinghurst-Requa, un chisme que algunos consideran como una primitiva ametralladora mientras que otros lo ven como una reminiscencia más moderna y desarrollada de los cañones de órgano surgidos a finales de la Edad Media. Sea como fuere, lo que nadie le puede negar al invento es que fue la primera máquina ametralladora que usó cartuchería metálica, que no es tema baladí tanto en cuanto permitía la recarga y el suministro de municiones de forma mucho más racional que otras armas contemporáneas como el cañón Ager, que en realidad usaba cartuchos de papel metidos en unas pseudo-vainas de acero con un pistón convencional de avancarga para iniciar la pólvora.  

Josephus Requa en su madurez
El que en realidad diseñó esta máquina o, al menos, el que pergeñó la idea inicial fue Josephus Requa (1833-1910), un probo sacamuelas que, cuando apenas tenía 14 años, se colocó como aprendiz en la armería que William Billinghurst, el otro padre de la criatura, poseía en Rochester, Nueva York. Entre 1849 y 1852 estuvo currando y adquiriendo conocimientos a base de darle a la lima y manejando el torno pero, sin embargo, no debió ver futuro en el oficio o simplemente encontró una nueva vocación, así que en 1853 se largó a a estudiar odontología. Cinco años más tarde volvió a Rochester, donde abrió una consulta y se dispuso, como mandan los cánones, a ganar pasta, hacerse un futuro, casarse con su prometida Mary Groat y tener mogollón de churumbeles. Porque si eres un WASP y no cumples con eso de ser un ciudadano ejemplar integrado en tu comunidad, no vas a la iglesia y no tienes una familia maravillosa ni eres un buen yankee ni pollas en vinagre. Obviamente, no tenía ni la más remota idea de los negros nubarrones que se cernían sobre Yankeelandia por obra y gracia de los malditos rebeldes esclavistas del sur. 

Chulo, ¿que no? Todo de bronce, para que no se oxidase,
y con la manivela plegable, como los carretes modernos
El compadre del invento era, como ya hemos anticipado, William Billinghurst (1803-1880), que con unos 20 años ingresó como aprendiz en una armería propiedad de un tal Joseph Medbury para, alrededor de 1830, empezar a trabajar en el taller armero propiedad de los hermanos James y John Millar de Rochester. No pasó mucho tiempo hasta que nuestro hombre empezase a destacar por encima de los demás oficiales de la firma por la extremada calidad de sus trabajos. Recordemos que, en aquella época, salvo las armas contratadas por el ejército, las destinadas al mercado civil se hacían por encargo, y como es lógico las armerías más solicitadas eran las que ofrecían un nivel de calidad más alto. En 1841 compró a James Millar su parte de la empresa, haciéndose en seguida de un renombre con la fabricación de un rife de tambor cuya patente pertenecía a sus antiguos jefes. De hecho, entre su selecta clientela llegó a tener nada menos que al maharajá de Bombay y a Pedro II,  emperador del Brasil, que pagaban sin problemas los nada menos que 400 dólares que Billinghurst cobraba por su afamado rifle, el cual tenía un plazo de entrega de unos tres meses. Como dato curioso acerca de este personaje, los aficionados a la pesca sepan que gracias a él pueden usar el carrete para las cañas de trucha, desarrollado y patentado por nuestro hombre en 1859. Y como no he podido dar con una sola foto de este sujeto, pues pongo su carrete, que seguramente le resultará familiar a más de uno que sea aficionado a la cola de rata y la mosca seca.

Registro de la patente original de fecha 16 de
septiembre de 1862. El prototipo era, como vemos,
de solo siete cañones
Bien, tras esta breve semblanza biográfica para ponernos en situación acerca de estos personajes, pasemos sin más al invento. Una vez comenzada la guerra civil, el ejército de la Unión empezó a buscar un arma de repetición destinada básicamente a sustituir en ciertos cometidos a la artillería de pequeño calibre. Según explicamos en su día, el concepto primigenio de la ametralladora era, como su nombre indica, ametrallar al enemigo, pero con más precisión, contundencia y alcance que los tradicionales botes de metralla al uso en la época. O sea, no eran las armas de apoyo de la infantería modernas, sino sustitutas económicas de la artillería que disparaban munición más barata y precisaban de menos medios para su traslado, etc. Así pues, toda idea que fuese viable para poner en marcha un proyecto de máquina ametralladora era bienvenida en aquel momento. El 29 de junio de 1861 apareció uno de tantos anuncios al respecto en la prensa local de Rochester, concretamente en el Rochester Daily Union & Advertiser, el cual llegó a oídos de Requa a través de Albert G. Mack, un conocido suyo que sabía de sus comienzos en el tema de las armas. Requa, que por aquel entonces estaba entregado por entero a hacer berrear a sus pacientes sacando muelas del juicio sin anestesia, se sintió picado por la petición de ayuda de su gobierno, así que se puso manos a la obra y diseñó una batería de cañones que, originariamente, se cargaba con cartuchos de papel. Con sus bocetos y notas bajo el brazo se presentó en la empresa de su antiguo jefe y amigo, William Billinghurst, que con sus evidentes conocimientos podría pulir la idea y darle forma al proyecto. 

Para hacernos una idea del tamaño, su anchura era de
apenas 25 cm. aproximadamente
Antes de pasar a mayores fabricaron un modelo a escala que, como vemos en la foto de la izquierda, constaba de cinco pequeños cañones octogonales de 6 pulgadas como los usados en las pistolas monotiro de pistón en cuya parte trasera había un cierre deslizante que se accionaba mediante dos palancas. La idea consistía en que una vez accionado el mecanismo de disparo se produjese la descarga de todos los cañones de forma simultánea. El conjunto estaba montado sobre una cureña sobre ruedas para facilitar su transporte, como luego vino a ser habitual en este tipo de armas. Este modelo, que aún se conserva en el museo de West Point, estuvo durante muchos años expuesto en el escaparate de la armería de Billinghurst. Pero que nadie piense que este modelo a escala se hizo por capricho, sino para ver si, en efecto, su funcionamiento era viable antes de meterse en producir un prototipo a tamaño real que costaría un pastizal sin tener aún garantías de que fuese adquirido por el ejército. La maqueta quedó concluida el 11 de julio de 1861, tras lo cual Requa citó a una docena de militares, técnicos y políticos en su consulta de Rochester para presentarles el proyecto que, adecuadamente adobado, causó una profunda impresión entre los asistentes ya que, según el sacamuelas, aquel chisme era poco menos que la antesala del Apocalipsis. Finalmente y tras comprobar que la maqueta pegaba tiritos sin problemas fue cuando decidieron fabricar el modelo a tamaño real, el cual salió por un montante de 500 dólares, que no era una cifra precisamente birriosa en aquella época.

El arma a tamaño natural estaba formada por una batería de 25 cañones cilíndricos de calibre .52 (según otras fuentes, calibre .58. Curiosamente, en todas las que he manejado muestran esa extraña disparidad entre ellas) de 61 cm. de largo. Como vemos en las fotos de la derecha, la batería estaba montada sobre un simple bastidor que permitía desmontar la máquina de la cureña en un periquete. Además, mediante la liberación de un pasador también se podía remover el cierre, inutilizándola por completo en caso de que el enemigo pudiera hacerse con ella, lo que no era mala idea, que más de una vez las armas propias han servido para fastidiar a sus dueños (¿recuerdan el caso de PILVM que se doblaba al impactar?). Las fotos nos muestran la batería con el cierre abierto y las recámaras a la vista para poder introducir la carga. Para cerrarla bastaba bascular las dos palancas hacia adelante, quedando a partir de ese momento bloqueado el cierre y lista para abrir fuego. El conjunto pesaba un total de 227 kilos. Con la cureña subía hasta los 627 kilos. Además, la pieza contaría con su correspondiente avantrén para las municiones.

El cartucho que disparaba estaba supeditado al sistema de carga. O sea, no podía emplear otra munición que no fuera la suya. Obviamente, este detalle bastaría hoy día para rechazar cualquier arma, pero en aquellos tiempos no se andaban con tantos remilgos y, por otro lado, la práctica totalidad de armas usadas por ambos ejércitos eran aún de avancarga. Según vemos en la foto de la izquierda, la vaina tenía una amplia pestaña destinada a encajarse en los cargadores de la máquina, mientras que el culote convexo tenía la misma finalidad según veremos a continuación. La toma de fuego se producía por el pequeño orificio que vemos en la base del culote ya que las vainas con pistón estaban aún por inventar. Por lo demás, montaba una bala de calibre .52 de 28 gramos de peso que podía dejarlo a uno en un estado francamente lamentable si le alcanzaban de lleno. La vaina tenía unos 5 cm. de largo, y el cartucho unos 63 mm. en total.

En la figura A podemos observar una vista en sección de la vaina. Su parte inferior, muy gruesa para soportar las elevadas presiones de la carga que contenía, estaba perforada para recibir el fuego que iniciaría la deflagración de la pólvora. Estas vainas, al carecer de pistón, eran fácilmente recargables, siendo necesario únicamente pasarlas por un recalibrador ya que tras cada disparo las vainas sufren una pequeña dilatación que dificultaría su entrada en la recámara una vez recargadas. La figura B muestra la vaina ya cargada con pólvora y una bala maciza con tres bandas de engrase para retrasar el ensuciamiento del cañón. Recordemos que la combustión de la pólvora negra deja muchos residuos. Finalmente, en la figura C vemos el cartucho completo.

Lo más original, como hemos anticipado, era sus sistema de carga. Consistía en una bisagra de piano fabricada con chapa de acero y con tantos orificios como cartuchos eran precisos, 25 en el caso de las máquinas destinadas al ejército. En el proyecto original, estos cargadores eran denominados como clamps, o sea, cepos, aunque actualmente se les da el nombre de clips. En la lámina de la izquierda podemos ver uno para siete proyectiles que nos servirá de ejemplo. La figura A muestra el clip vacío y abierto. Los orificios de la lámina inferior tenían el mismo diámetro de la vaina, mientras que los de la lámina superior eran un poco más pequeños, del tamaño del culote, para impedir que los cartuchos se salieran del clip. En la figura B tenemos el cargador lleno, pudiéndose apreciar los culotes de los cartuchos con el reborde apoyado en la lámina y los pequeños orificios para iniciar la carga de pólvora. Por último, en la figura C se puede ver el cargador cerrado, listo para ser introducido en la máquina. Como vemos, los rebordes quedan cubiertos por la lámina de la bisagra. En la foto inferior podemos ver un cargador para 25 cartuchos. En los avantrenes ya se llevaban los cargadores llenos para agilizar al máximo el proceso de recarga, por lo que con cada máquina se compraban un determinado número de ellos, cien por lo general, que permanecían en dotación con la misma. Como es evidente, recargarlos era muy fácil. Bastaba poner a los dos pringados de turno a rellenarlos y santas pascuas. Para su mejor preservación se introducían en unas fundas de piel.



Los mecanismos de la máquina eran de una complejidad similar a los de un sacacorchos. Aparte del proceso de carga, del que hablaremos a continuación, la máquina solo tenía tres mecanismos: en el círculo rojo aparece el martillo, que carecía de muelle y nuez. O sea, era una simple pieza oscilante accionada por un tirón mediante una simple cuerda. La flecha roja indica la rueda para regular la elevación, y la flecha blanca una palanca con la que se podía regular la apertura en abanico de los cañones. Este mecanismo tenía como finalidad facilitar la dispersión de la descarga para abarcar más o menos campo en función de las necesidades del momento. A título orientativo, con la máxima apertura la dispersión a 900 metros de distancia era de 110 metros aproximadamente.


El proceso de carga tenía la misma enjundia que el cerebro de un político, o sea, lo mismo que una ameba con un C.I. de -160. En la foto superior vemos la máquina con el cierre abierto. Las dos palancas están hacia arriba y la tapa del mismo retraída, dejando a la vista el espacio donde irá la carga. En primer lugar colocaremos el cargador en la zona sombreada de azul e introduciremos los cartuchos en las recámaras de los cañones. A continuación verteremos un reguero de pólvora por la zona sombreada de amarillo que actuará como cebo. Una vez terminado el proceso de carga procederemos a accionar el cierre girando las palancas, y al mismo tiempo avanzará la barra del cierre marcada con la flecha roja para bloquear el cargador. Dicha barra tiene una forma dentada para permitir el paso del fuego que iniciará la pólvora de los cartuchos. La pieza marcada con la flecha verde, una en cada costado del armazón, es la que sostiene y permite deslizarse tanto la tapa como la barra del cierre. Por último se colocará un pistón normal de fusil (se recomendaba el Eley Double Waterproof) en una chimenea situada en el centro de la tapa, para, finamente, tirar del cordel que acciona el martillo señalado con una flecha blanca y se producirá la descarga. En teoría, todos los cañones dispararían al mismo tiempo si bien, en realidad, el primer disparo se produciría en el cañón central para, de forma cuasi instantánea, ir ardiendo el cebo a izquierda y derecha, disparando los cañones hacia los extremos en una fracción de segundo. Sea como fuere, se puede decir que la descarga sería prácticamente simultánea. 

Obsérvese la humareda encima de la máquina, procedente de la combustión
del cebado
Este sistema era bastante fiable y no podía producir interrupciones ya que, en caso de que algún cartucho fallase, no se producirían interrupciones ni encasquillamientos. Simplemente quedaría sin disparar, y sería extraído junto a las vainas servidas una vez efectuada la descarga. Para ello solo había que sacar el cargador y santas pascuas. No obstante, si el ambiente estaba muy cargado de humedad o llovía era casi imposible lograr un funcionamiento adecuado ya que, por razones obvias, el cebo se mojaría y no ardería ni a la de tres. Con todo, si algún abnegado guripa se ponía al lado con un paraguas igual se lograba poner en funcionamiento la máquina. En la imagen de la izquierda vemos el instante en que se produce la descarga. Es un pésimo fotograma de un pésimo vídeo grabado con un pésimo móvil por un ciudadano con evidente síntomas de un Parkinson feroz, porque ha costado la propia vida atrapar un instante en que no se estuviera meneando. En cualquier caso, en condiciones normales su cadencia de tiro era bastante aceptable. Con una dotación de tres hombres se lograban efectuar una media de siete descargas por minuto, lo que suponían 175 disparos. Otra cosa era su precisión, pero de eso hablaremos más adelante.

James W. Ripley (1794-1870)
Tras probar a fondo la máquina, aún quedaba la parte más ardua: convencer a los picatostes del ejército que no solo funcionaba, sino que mataría enemigos a mansalva y ayudaría a ganar la guerra en un periquete. Pero el que tomaba las decisiones era el general de brigada James Wolfe Ripley, jefe de suministros de la artillería y auténtica bestia negra de cualquier cosa que sonase a innovación. Aunque metódico y gran organizador capaz de sacar el máximo provecho de los medios de que disponía, estaba totalmente cerrado a introducir cualquier arma que se saliera de los cánones del momento. De hecho, su cerrazón al negarse a introducir armas de retrocarga que habrían permitido acortar notablemente la guerra le supuso su cese en septiembre de 1863 pero, por desgracia para Requa, cuando se presentó con su máquina en Washington el 22 abril del año anterior aún estaba Ripley al frente de su departamento. Tras alquilar una modesta habitación en una vivienda particular, intentó ser recibido por el mandamás hasta que, finalmente, le fue concedida una entrevista. Tras explicarle el proyecto, la respuesta de Ripley debió dejarle la jeta a cuadros a nuestro sesudo sacamuelas ya que afirmó que, aunque le arma le parecía interesante, no era conveniente ponerla en servicio ya que los soldados gastarían muchísima munición y costaría un pastizal en cartuchos. Si Ripley hubiese llegado a saber lo que se podía gastar en apenas una hora durante la Gran Guerra solo en munición de ametralladora se le habría vaporizado el cerebelo.

Vista superior de una réplica que permite ver la recámara y el cierre
abiertos. En el centro del cierre se aprecia el martillo con la pequeña
rabera donde se ataba el cordón que lo accionaba
Requa salió del despacho del cabezón aquel como alma que lleva el diablo, pero sin la más mínima intención de rendirse. Por encima de Ripley solo estaba Lincoln, así que no dudó en pedir una audiencia que le fue concedida el 1 de mayo siguiente gracias a una carta de presentación facilitada por su colega, el Dr. Maynard. Lincoln, como ya vimos en la entrada dedicada al cañón Ager, era un hombre mucho más receptivo ante los avances de la tecnología y tras escuchar a Requa lo envió de vuelta al obcecado general con una nota personal en la que le decía escuetamente que volviera a escuchar al inventor. Pero Ripley era, además de terco como una mula, más chulo que un ocho porque se pasó la petición presidencial por el arco del triunfo. Solo cuando recibió, no una segunda petición, sino una orden personal de Lincoln para que organizase una prueba oficial para el arma fue cuando se doblegó el puñetero Ripley, que si llega a ser por él aún estaríamos matándonos a pedradas.

Amiel W. Whipple (1818-1863)
El 12 de mayo se celebró una primera sesión de pruebas en el campo de tiro del Departamento de Artillería con resultados satisfactorios y contando con la presencia del mismo Lincoln, que por lo que se ve le molaban estas demostraciones. El día 24 tuvo lugar una segunda prueba, esta vez presenciada por el general Amiel Weeks Whipple, un ingeniero militar con una mentalidad totalmente distinta a la de Ripley. En el informe que se cursó el día 31 anotó de su puño y letra en el dorso del mismo que "una de estas baterías instalada en cada fuerte se sumaría en gran medida a la eficacia de este comando". Por desgracia, Whipple palmó justo un año más tarde. Fue gravemente herido en Chancellorsville por un francotirador, siendo trasladado el 4 de mayo de 1863 a Washington tras recibir la extrema unción en el mismo campo de batalla. Una vez en la capital fue ascendido a general de brigada, y el día 7 a mayor general pocas horas antes de estirar la pata. Estos ascensos galopantes solían efectuarse sobre todo para que a las viudas e hijos menores les quedase una pensión lo más decente posible.

Las pruebas llevadas a cabo fueron de lo más variadas con la finalidad de testar a fondo el rendimiento del arma en lo referente a la cadencia de tiro, alcance y precisión. Merece la pena enumerarlas para que podamos apreciar los baremos por los que se regían en aquellos tiempos.

Aspecto de la ametralladora con su avantrén
En primer lugar se efectuaron nueve descargas sucesivas, o sea, 225 disparos, sobre un blanco de 6 pies de alto por 30 de ancho ( 1'82 × 9 metros) situado a 475 yardas (434 metros). Tras graduar las miras después de la primera descarga solo se lograron 27 impactos. El resto salieron desviados a la izquierda. A continuación se efectuaron cuatro disparos con un solo cañón a un blanco de 12 pies de alto por 6 de ancho (1'82 × 3,6 metros) situado a 75o yardas (685 metros), acertando un solo disparo. A continuación, se dispararon dos descargas completas de 25 cartuchos cada una contra un blanco de 28 × 20 pulgadas (0'7 × 0'5 metros) situado a 150 yardas (137 metros). De la primera descarga acertaron dos disparos, y de la segunda cuatro. Luego se hicieron otras dos descargas más, pero con los cañones divergentes (abiertos en abanico), lo que supuso una dispersión de 4'5 metros de ancho.

Grabado de época con una vista trasera de la batería Requa. Sobre los
cañones se puede ver un cargador lleno, el cierre abierto y un accesorio
consistente en dos tapas abatibles para preservar el arma de la suciedad
y la lluvia
Para obtener el alcance efectivo se trasladó el arma a un puente para disparar contra el agua, lo que permitiría ver con más precisión dónde impactaban los proyectiles. En primer lugar se efectuó un único disparo con 8º de elevación, obteniendo un alcance de 1.100 yardas (1.005 metros). Un segundo disparo con 9º de elevación alargó el tiro hasta las 1.200 yardas (1.097 metros). Luego se hizo una descarga completa a 8º, obteniendo el mismo alcance que con un solo disparo y con una dispersión de 5'5 metros. A continuación se realizó una descarga completa a 600 yardas (548'5 metros) para calcular la dispersión con los cañones divergentes, logrando una apertura del cono de fuego de 75 yardas (68'5 metros). En la prueba de cadencia a la misma distancia se realizaron 6 descargas, o sea, 150 disparos, en 50 segundos con una dispersión similar. 

Vista frontal de la máquina. En la parte inferior del armazón se aprecia la
rueda para regular la elevación del arma
En cuanto al rendimiento de la máquina, en ningún momento mostró síntomas de fatiga ni de recalentamiento debido, entre otras cosas, a que al estar los cañones separados podía pasar el aire entre ellos, evitando el aumento de la temperatura. Se pudo dar por sentado que podría funcionar durante horas sin que se acumulase suciedad excesiva que dificultase su rendimiento ni que se produjese un excesivo recalentamiento. Además, se comprobó que, llegado el caso, no sería complicado adaptarle una plancha frontal de blindaje para proteger a los servidores de la máquina. Como vemos, aunque en lo tocante a precisión no era para tirar cohetes, en general el resultado fue considerado satisfactorio, e incluso como vimos antes el mismo general Whipple recomendó su empleo como arma de plaza. De hecho, incluso se consideró la posibilidad de que sustituyera a los cañones de 6 libras cuando tuviesen que usar botes de metralla ya que la batería Requa parecía más precisa y fiable a las distancias habituales para el empleo de esa munición, generalmente inferior al medio kilómetro. Sin embargo, nuestro hombre se tuvo que volver a Rochester sin que los militares mostrasen interés en efectuar algún pedido, así que solo les restaba plantear ventas a nivel particular, práctica esta bastante común en aquella guerra en la que los mandos de regimientos o divisiones adquirían por su cuenta las armas que estimaban oportunas. Obviamente, no hablamos de cantidades de importancia, pero menos daba una piedra y, al menos, lograrían publicidad si el rendimiento de las máquinas era bueno y se corría la voz.

Batería de cinco máquinas, posiblemente de las que sirvieron durante el
asedio al fuerte Wagner, en Carolina del Sur, entre julio y septiembre de 1863
Pero la cuestión es que tanto Requa como Billinghurst estaban ya más tiesos que la mojama, sobre todo Requa, que desde que empezó aquella empresa había dejado de sacar muelas y se había quedado sin ingresos. Por ello, no tuvieron otra opción que buscar patrocinadores que pusieran el dinero necesario para seguir promocionando la máquina y obtener ventas. El 25 de julio de 1862 firmaron un contrato con dos socios financieros, David Smith y Cyrus Bradley, que acordaron realizar una nueva prueba en Rochester dándole al evento el máximo posible de publicidad para atraer público. Dicha prueba se celebró el siguiente día 12 de agosto en el río Genesse, congregándose gran cantidad de público para contemplar el evento ya que los periódicos locales lo habían anunciado a bombo y platillo para darle relumbrón a la cosa. El blanco consistía en un tonel situado a unos 550 metros de distancia, dejándolo como un colador ante el regocijo del personal, que veían muy contentitos como aquel chisme podría hacer lo mismo con los malditos rebeldes esclavistas del sur. Pero lo más importante es que los inversores quedaron convencidos y soltaron la pasta, pudiendo así iniciarse una pequeña serie para intentar venderla a las unidades que se animaran a hacerse con uno o más ejemplares. Así pues, se acordó la fabricación de 50 unidades y se procedió a patentar el invento el 16 de septiembre siguiente. Los cañones fueron encargados a la firma Remington mientras que 30 máquinas se fabricarían en la Parmenter & Bramwell de Troya, Nueva York, y las otras 20 se harían en la armería de Billinghurst de Rochester. Ya solo quedaba recibir pedidos. 

El primero llegó de parte de la 18ª Batería Independiente de artillería ligera de Nueva York al mando de capitán Albert G. Mack, el mismo que en su día comentó a Requa el requerimiento por parte del ejército para la aportación de proyectos de este tipo de armas. Su unidad adquirió dos ametralladoras con sus correspondientes accesorios. Cada unidad salió por 1.000 dólares, y entraron en fuego inmediatamente estando operativas desde septiembre de 1862 hasta julio de 1865 en diversos frentes de batalla. No obstante, su jefe, el capitán Mack, no pudo saborear la victoria porque lo dejaron seco el 5 de julio de 1863 durante el asedio a Port Hudson, en Louisiana. En la imagen de la derecha podemos ver el anuncio que se publicó en el  Rochester Daily Union & Advertiser solicitando voluntarios para servir en la Rochester Rifle Battery, equipada con "armas capaces de efectuar 200 disparos por minuto con la precisión de un fusil de precisión" y, lo más importante, sus miembros "estaban exentos de hacer de guardias, la parte más desagradable del servicio" y, además, cobrarían una prima de 159 dólares al alistarse más otra de 90 al incorporarse a la unidad. Debió irles bien con el invento, porque el 23 de diciembre siguiente el capitán Silas Crispin realizó un nuevo pedido de material consistente en 600 cargadores a un precio de 50 dólares el centenar y 15.000 vainas vacías.


Quincy A. Gilmore (1825-1888)
Durante su estancia en Louisiana, las baterías de Requa llamaron la atención del general Quincy Adams Gilmore, que solicitó al Departamento de Suministros la adquisición de las cinco máquinas necesarias para equipar las baterías que fueron empleadas a fondo en el asedio y conquista del fuerte Wagner, una correosa fortificación situada en la Isla Morris, en Carolina del Sur, y que costó la propia vida desalojar de malditos rebeldes esclavistas del sur. El importe de las cinco ametralladoras ascendió a 5.482'72 dólares. Esta acción fue seguramente la más importante en la que intervino la ametralladora de Requa ya que construyeron 19 emplazamientos en las distintas paralelas a medida que el asedio fue cerrándose. Así, se emplazaron cuatro en la 1ª paralela, cinco en la 2ª, dos en la 3ª, cinco en la 4ª, dos en la 5ª y una última en un avance junto a la zapa destinada a minar la muralla para el asalto final. Obviamente, las máquinas se fueron trasladando de emplazamiento a medida que se iban cavando nuevas trincheras, siendo destinadas principalmente a batir las mismas de flanco en caso de que fueran ocupadas por los enemigos como a hostigar grupos de zapadores que intentasen neutralizar sus propias trincheras. En el plano inferior podemos ver la distribución de los emplazamientos. Ojo con los de la primera paralela ya que, aunque solo se ven dos, cada uno de ellos albergaba a su vez dos emplazamientos.


Los colores de los círculos indican a qué paralela pertenecen: 1ª, marrón; 2ª, rojo; 3ª, azul, 4ª, naranja; 5ª. verde. En el
extremo derecho, dentro un un círculo negro, está el avance


Desde el primer momento quedó claro que estas armas rendían mucho mejor en posiciones defensivas, tanto como arma de sitio o plaza como para controlar caminos y puentes. De hecho, algunos la denominaron así, ametralladora de puente, en referencia a los puentes cubiertos como los de esa peli de Clint Eastwood en la que un fotógrafo se encoña con una paleta de Madison. Adecuadamente protegidas con un parapeto de sacos terreros o gaviones cerraban literalmente el paso a cualquier contingente enemigo que quisiera franquear la posición, abrasándolos bonitamente a tiros. También se adquirieron dos unidades para la defensa del campo de prisioneros para oficiales de la Confederación ubicado en la isla Morris, en Charleston. En el gráfico superior podemos ver las dos máquinas emplazadas en la misma entrada del campo, con capacidad para 600 belicosos y malvados rebeldes esclavistas sureños. Cabe suponer que las Requa estaban ahí para impedir tanto que se largaran como que sus conmilitones acudieran a liberarlos.


El teniente Stockton
Tras participar en otra serie de acciones, como la reconquista del fuerte Sumter y las batallas de Pietersburg y Cold Harbor, finalmente el ejército accedió a efectuar una nueva prueba, la cual tendría lugar en el Arsenal de Washington bajo la dirección del teniente Howard Stockton. La prueba se limitó a testar la precisión del arma, que como vimos antes era precisamente su punto más débil. Se efectuaron 300 disparos contra un blanco de 7 × 15 pies (2'13 × 4'5 metros) situado a 640 yardas (585 metros), logrando solo 26 míseros impactos. El informe resultante dio cuenta de la facilidad de manejo del arma, así como la simplicidad y fiabilidad de sus mecanismos. Y a pesar de su evidente falta de precisión, se hizo constar que sería una opción digna de ser tenida en cuenta por el ejército, especialmente, como comentábamos al principio, para sustituir a los cañones de 6 libras cuando llegaba el momento de disparar botes de metralla. A la vista de dicho informe, el Departamento de Suministros hizo por fin un pedido de cinco unidades, pero para aquel entonces la guerra hacía más de un año que había terminado porque el informe no se le dio curso hasta 1866. 


Benjamin F. Butler (1818-1893)
No se sabe cuál fue el destino de la totalidad de las 50 máquina fabricadas, habiendo teorías de todo tipo al respecto en las que no vamos a entrar porque no merece la pena andar conjeturando historias raras. Pero lo cierto es que la batería Billinhurst Requa tenía ya menos futuro que un político reclamado en 18 juzgados anticorrupción: el 9 de mayo de 1862, Richard Gatling había patentado su primer modelo, una verdadera ametralladora que, aunque disparaba cartuchos de papel usando un cilindro de acero como rudimentaria vaina (era el mismo sistema usado por el Ager), era un arma más eficiente en todos los sentidos, por lo que la Requa que nos ocupa hoy ya estaba más trasnochada que Drácula. Y para colmo de males, incluso se quedaron sin cobrar un pedido cursado el 14 de julio de 1864 por el mayor general John Dix para el suministro de dos máquinas, 9.800 cartuchos y 550 cargadores con destino al Ejército del James, un contingente al mando del general Benjamin Franklin Butler formado por unidades de Virginia y Carolina del Norte destinado a controlar las orillas del río James. Las Requa fueron usadas satisfactoriamente por un destacamento del 16 Rgto. de Artillería Pesada de Nueva York, pero a la hora de pasar la factura del material suministrado por un importe de 2.532 dólares, esta fue rechazada a pesar de haber sido dado el visto bueno por Butler. Sin embargo, el pedido no fue cursado de forma reglamentaria ya que solo el jefe superior de la oficina de suministros podía llevar a cabo compras a cargo del gobierno, y siempre con la autorización del Secretario de Estado de Guerra. Al parecer, Butler optó por hacerse el sueco no fueran a meterle un paquete por hacer uso de material adquirido de forma "ilegal" y salió diciendo que el material no llegó siquiera a usarse. En resumen, que se quedaron sin cobrar. 


Parque de artillería, posiblemente en Virginia. Justo en el centro, tras el
furgón que aparece en primer término, vemos asomar los 25 cañones de
una Billinghurst Requa
En fin, así fue grosso modo la corta pero intensa vida de la batería Billinghurst Requa. Tras su aventura comercial, ambos llegaron a la conclusión de que lo mejor era seguir dedicándose a lo suyo, el uno fabricando armas de postín a la aristocracia de medio mundo y el otro sacando muelas y poniendo otras de repuesto procedentes de los cadáveres. Sí, no se me acojonen, aún no existían los protésicos dentales y era habitual usar los dientes en buen estado de los muertos. El mismo Washington, que si observan sus retratos siempre aparece con la boca como hinchada, era a causa de una dentadura postiza fabricada con cuero y dientes cadavéricos. Antes de retornar a su consultorio, Requa tuvo el detalle de hacer un postrero servicio a la patria a pesar de estar exento por ser hijo único con un padre anciano que dependía de él. En 1864 se alistó en la Guardia Nacional de Nueva York, siendo enviado al campo de prisioneros de Elmira, donde apenas permaneció tres meses antes de colgar el uniforme y volver a su consultorio que, por cierto, su venerable progenitor se preocupó de mantener en buen estado durante su ausencia mientras duró su periplo como fabricante de armas. Actualmente se conservan cuatro ametralladoras en diversos museos que, por cierto, están en perfecto estado.

Bueno, criaturas, con esto terminamos por hoy, que este artículo ha sido largo y enjundioso.

Hale, he dicho

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La foto, datada en 1863, muestra una de las cinco máquinas asignadas al 39º Rgto. de Illinois durante el cerco al
fuerte Wagner. A la izquierda vemos los comandantes de la batería, los tenientes Wheleer y Kinsbury

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