domingo, 18 de junio de 2023

LA ARTILLERÍA DE GALERAS

 

Galera aragonesa en pleno crucero. En la corulla vemos las bocas de fuego con que estaba armada la nave. En el centro destaca el cañón de crujía, el más potente de toda la panoplia artillera embarcada

Ataque naval a La Goleta en 1535, en el contexto de la Guerra de
Túnez. Obsérvese como la artillería de las galeras, concentrada en
la proa de las mismas, abre fuego contra las fortificaciones del puerto

Es habitual que, cuando se mencionen las galeras "modernas", uséase, las usadas desde finales del medioevo hasta finales del siglo XVIII, no se suela pensar en la artillería que estas naves llevaban a bordo. Este armamento lo asociamos más a los galeones y, posteriormente, a los poderosos navíos de línea con las bandas erizadas de cañones con los que ofender más y mejor a los enemigos y mandarlos al fondo de abismo con presteza y eficacia. Sin embargo, las galeras no solo estaban artilladas sino que, además, como tantas otras cosas que ignoramos en lo referente de nuestros logros, fueron los reinos peninsulares los que se arrogaron la primicia de fundar las bases de lo que luego sería la artillería naval. Es de todos sabido que en este país de acomplejados e ignaros profesionales no se presta atención a los éxitos patrios ni a nuestros grandes hombres, mientras que se enaltecen los foráneos y se ensalzan a los ajenos. Bueno, al grano...

Xilografía que muestra una galera primitiva armada con un único
cañón emplazado en la crujía de la nave

La primera noticia que se tiene del uso de artillería embarcada data nada menos que de mediados del siglo XIV, concretamente en 1359. El suceso tuvo lugar en el puerto de Barcelona, cuando una escuadra castellana intentó atacar las naves aragonesas ancladas en el mismo. Esto ocurrió en el contexto de la Guerra de los Dos Pedros, que entre 1356 y 1367 enfrentó a Pedro I de Castilla y a Pedro IV de Aragón. Las crónicas no especificaron qué tipo de armas habían embarcado los aragoneses, pero lo importante es que a los castellanos se les puso la jeta a cuadros cuando, en vez de llover virotes y pellas sobre ellos, llovieron bolaños. No obstante, debieron tomar buena nota del invento porque uno de los capitanes de la flota de Castilla, Ambrosio Bocanegra, hijo del entonces Almirante Mayor Egidio Bocanegra, un genovés emigrado a Castilla en 1341, derrotó años más tarde a la flota inglesa (Dios maldiga a Nelson) en la batalla de La Rochelle, librada el 22 de junio de 1372.

Batalla de La Rochelle,  librada en junio de 1372

Bocanegra, que había sido nombrado Almirante Mayor en 1370 por Enrique II de Castilla, fue enviado al mando de una flota de 12 galeras y varias naos para socorrer a las tropas de Bertrand du Guesclin, que mantenían un férreo cerco a la población. Eduardo III hizo lo propio enviando una flota de 36 naves al mando del conde de Pembroke, que sufrió una derrota aplastante por obra y gracia del ingenio de Bocanegra, que aprovechó la bajamar para hacer encallar los barcos enemigos aprovechando su mayor calado- superior al de las galeras- y cañoneándolos con bombardas emplazadas en la corulla de sus naves. La derrota fue tan antológica que los isleños perdieron la totalidad de la flota, bien hundida, bien apresada, e hicieron cautivos a los que salieron con vida del brete, empezando por el mismo Pembroke.

Bien, este articulillo no tiene como objeto narrar la evolución de la galera, que de hecho ya fue descrito en su día, sino la de su artillería. Así pues, estos hechos fueron los inicios de lo que más tarde se convertiría en la artillería naval. El germen de la misma fueron esas bombardas embarcadas que, en realidad, no pertenecían a la marina de guerra, sino a los tiros de artillería terrestres. Para entendernos: las galeras no contaban con una dotación propia de bocas de fuego, sino que, en caso de necesidad, se embarcaban las piezas necesarias junto al maestro artillero y sus ayudantes, que serían los encargados de manejarlas. Una vez retornados a puerto, las bombardas eran desembarcadas y devueltas a su lugar de origen. 

Hasta finales del siglo XV, la artillería embarcada se limitaba a una única bombarda emplazada en la tamboreta. La tamboreta era en espacio triangular situado entre el espolón y la corulla, un espacio que abarcaba desde los dos últimos bancos de la cámara de boga hasta el yugo de proa. Para que su peso no escorase la nave o la quebrase- solo el cañón, sin el afuste, podía superar las 2'5 Tm), se colocaba en la crujía, el angosto pasillo central que discurría de proa a popa y donde el cómitre y sus sotacómitres estimulaban cariñosamente a la chusma para darle con más ímpetu al remo. Para contener el retroceso, la bombarda se emplazaba entre dos maimones, dos gruesos maderos verticales que emergían de las entrañas de la nave. Por lo demás, por su posicionamiento en la cubierta surgió el término "cañón de crujía" en referencia a la pieza de más calibre de la galera. En la ilustración vemos una bombarda al uso montada sobre un afuste fijo. En el detalle podemos apreciar su posición en la nave.

Vista en sección de una alcuza de bombarda. Como podemos
apreciar, estaba reforzada por unos zunchos de hierro para
soportar la presión. Las argollas eran para colocarla y extraerla
ya que, debido a su tamaño y espesor, eran muy pesadas

Estas bombardas, como se explicó en su momento, estaban fabricadas con tiras de hierro que se iban colocando alrededor de un cilindro de madera a modo de mandril, siendo fijadas entre ellas con zunchos. Una vez completa la caña se retiraba el cilindro y se aseguraba en el afuste mediante sogas y/o tirantes de hierro. Su calibre, que en aquella época no estaban normalizados, oscilaba entre las 20 y las 40 libras (9'2 - 18'4 kilos). Eran armas de retrocarga en las que se introducía la pelota de hierro por la recámara para, a continuación, cerrarla con la alcuza, servidor o mascle, donde iba la carga de pólvora en una proporción que decidiría el maestro artillero en base a la distancia del objetivo a batir. La alcuza se sellaba con un taco de madera dejando en el interior una parte vacía para que hubiese suficiente aire como para facilitar la combustión de la pólvora. Finalmente, se aseguraba la alcuza con una cuña de hierro, se cebaba el oído con polvorilla y se prendía la carga con un botafuego, una vara de hierro o bronce donde se enrollaba una mecha. Olviden esa gilipollez de la antorcha que sale en las pelis. En un barco de madera te veían con una antorcha en la mano y te la apagaban metiéndotela por el ano sin dudarlo para, a continuación, cortarte la mano por cretino y, finalmente, colgarte de una entena para escarmiento de los botarates de la tripulación en particular y la flota en general.

Botafuego

Como salta a la vista, emplazar una boca de fuego fija sin posibilidad de variar siquiera el ángulo vertical no daba para virguerías y, aunque el alcance de unos de estos chismes podía llegar a los 800 metros, a efectos prácticos apenas iban más allá de 300 o 400, y si lo que se pretendía era acertar a otra nave, pues había que disparar cuasi a bocajarro, aprovechando el instante en el que el cabeceo de la galera hiciera coincidir la bombarda con el objetivo. Para paliar este inconveniente, que no era moco de pavo, se sustituyó el afuste fijo por uno provisto de dos pequeñas ruedas que permitía correcciones tanto verticales como horizontales (véase ilustración inferior). Al no haberse inventado aún los muñones con los que el cañón podía oscilar sobre la cureña, la regulación del ángulo vertical se realizaba elevando o bajando la parte trasera de la misma, bloqueándola con el travesaño perpendicular que vemos atravesándola de arriba abajo. Este travesaño, en forma cuña, se inmovilizaba propinando un mazazo en la parte superior. Obviamente, antes de abrir fuego había que asegurar la pieza a la cubierta para que no saliese tomando camino por su cuenta.


Por cierto que, por lo general, el maestro artillero no solía disponer de tiempo para realizar más de un disparo antes de llegar al momento supremo de los combates navales de la época: el abordaje. Si ese disparo lograba dañar o incluso abrir una vía de agua importante en la nave enemiga, pues la mitad o todo el trabajo ya estaba hecho. De lo contrario, habría que culminar la aproximación hasta llegar al contacto y esperar a que la gente de guerra embarcada lograse vencer a la tripulación enemiga y adueñarse de la galera. 

No tardaron mucho tiempo en comprobar que eso de poner artillería en la proa era una idea estupenda. ¿Qué por qué no la emplazaban también en las bandas? Pues porque las galeras de aquel entonces aún carecían de corredores sobre los bancos de boga, que ocupaban prácticamente la totalidad del barco. Así pues, se añadieron a ambos lados de la bombarda sendas culebrinas, sacres, moyanas o falconetes, piezas de un calibre muy inferior pero con una caña más larga, lo que les daba más alcance efectivo. Estas piezas eran denominadas como "de caza", y su cometido era ofender a las naves enemigas a distancia, procurando causarles daños que le dificultaran o impidieran la maniobra, como desarbolarlas, dañar el timón o destruir los remos (o también a los que remaban). Si lo lograban, la galera quedaría a merced de la perseguidora, que rematarían el trabajo cañoneándola con el cañón de crujía y hundirla sin tener que arriesgarse a un abordaje que, por bien que fuera, siempre concluiría con bajas propias. En la ilustración de la izquierda podemos ver una galera del segundo cuarto del siglo XVI en la que podemos observar como se había potenciado la artillería de a bordo. A los lados del cañón de crujía se han emplazado dos culebrinas, y en los maimones cañones de pivote, artillería ligera destinada a ofender a los tripulantes de la nave enemiga. Luego los veremos con más detalle.

Ya a mediados del siglo XV surgieron los cañones de fundición, mucho más resistentes y fiables que los anteriores. Esta nueva técnica no solo facilitaba la construcción de las cañas sino también, hacia mediados del siglo XVI, la adición de muñones que, como comentamos más arriba, permitía hacer correcciones en el ángulo de tiro vertical. Ayudándose con espeques manejados por los ayudantes del maestro artillero, este apuntaba el cañón contra el objetivo, fijándolo con una cuña de madera que se deslizaba bajo la culata del arma. Abajo tenemos un ejemplo que nos permitirá verlo con detalle.



La miniatura nos muestra los dramáticos
efectos de un reventón, que ha dejado bastante
perjudicado a uno de los artilleros
Como salta a la vista, el sistema de retrocarga usado por las bombardas fue eliminado y ya hablamos de artillería de avancarga, que perduró hasta las postrimerías del siglo XIX. Puede que alguno se pregunte por qué se suprimió un sistema de recarga más cómodo y, en teoría, rápido ya que, disponiendo de varias alcuzas, la cadencia de tiro podría ser más elevada que teniendo que cargar metiendo por la boca de fuego una cuchara con la pólvora, atacarla, meter la pelota y añadir otro taco más para sellar la carga. Bueno, el problema de la retrocarga de la época radicaba ante todo en que el ajuste de la alcuza con la recámara era muy deficiente, lo que implicaba una notable pérdida de presión que reducía el alcance del proyectil. A ese defecto habría que añadir el riesgo que se corría cuando, por un pico de presión o un sobrecalentamiento, la alcuza estallaba. El hierro no se deformaba o se agrietaba, sino que saltaba en pedazos de forma similar a las bombas de mortero de la época, matando a todo aquel que pillase cerca empezando por el maestro artillero y su gente. Por otro lado, hacia 1520 se empezaron a fabricar cañones de bronce, un material mucho más adecuado por varios motivos, a saber: ante todo, el bronce, al ser más elástico, no reventaba en pedazos, sino que se herniaba o se rajaba, reduciendo en grado sumo el riesgo para sus servidores. Por otro lado, a igual pieza, la de bronce tenía alrededor de un 10% menos de peso. Esto se traducía en que, por ejemplo, un cañón de crujía de 3.000 kilos vería su peso reducido a 2.700. Si sumamos toda la dotación artillera de la galera, hablamos de mogollón de kilos menos que disminuían el cabeceo de la nave y el riesgo de quebranto de la misma.

Y a toda esta serie de ventajas, una no menos importante: el salitre del mar no ataca al bronce, mientras que las piezas de hierro requerían un mantenimiento constante para no verlas cubiertas de orín a los dos días. No olvidemos que la pólvora negra es muy higroscópica, por lo que si no se mantenían las ánimas perfectamente limpias, sin residuos y bien lubricadas, la costra de óxido que se formaría en pocos días inutilizaría el arma. La fundición en bronce solo tenía una pega: era mucho más cara que la de hierro, por lo que no siempre había disponibilidad de piezas de este material, carencia esta que afectó a la artillería de las naves hispanas hasta prácticamente la desaparición de la artillería naval de avancarga.

Así pues, tenemos que durante la primera mitad del siglo XVI las galeras estaban armadas con su cañón de crujía para batir en proximidad a la nave enemiga, una o dos piezas menores en cada banda para hostigarla durante la aproximación y varias piezas de pivote fijadas en los maimones de la corulla con la misión de producir el mayor número de bajas posible antes del abordaje. Hablamos de falconetes, esmeriles, pedreros y morteretes, si bien debemos tener en cuenta que, hasta la normalización de la artillería en tiempos de Carlos I, tanto denominaciones como calibres formaban un amasijo interminable de tipologías bautizadas a veces la misma con siete nombres. 

Bueno, ya se me ha terminado el fuelle por hoy. Mañana o pasado actualizo el articulillo.

Hale, he dicho


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