Bien, prosiguiendo con la cosa catafráctica, también he decidido dedicar una entrada centrada exclusivamente en la silla de montar, complemento indispensable para el noble ejercicio de asesinar ciudadanos aupados en un equino más bien bajito. Es posible que muchos de los que me leen sepan sobradamente para qué sirve una silla de montar, o crean saberlo. Pero es seguro que hay muchos más que toman este accesorio como parte de los arreos propios de los equinos pero, en realidad, nunca se han preocupado por conocer el motivo de su existencia. Este no es otro que no fastidiarle al caballo la espina dorsal, nada más. Si cabalgamos a pelo con las piernas bien apretadas contra los ijares del animal difícil será que nos caigamos si de verdad sabemos montar a caballo, pero todo nuestro peso recaerá sobre su espinazo. ¿No se han preguntado nunca por qué los ciudadanos que vemos en países del tercer mundo montados en un pollino lo hacen sobre la grupa y no sobre el lomo? Pues precisamente para eso. Sin embargo, la silla se diseñó para que el peso de jinete no cayese a plomo sobre la columna vertebral del caballo, sino sobre los costados del dorso, librándolo así de una segura lesión que inutilizará al animal en poco tiempo, y más si se trata de un jinete al que, a su peso corporal, se suma el del armamento que lleva encima. Aparte de eso, lógicamente, la silla proporciona más confort al jinete, que no es lo mismo pasarse el día clavándose las vértebras del animalito en las almorranas que plantar nuestras posaderas sobre una cubierta de cuero o una mullida zalea de borrego.
Sin embargo, nuestros probos imperialistas tampoco sabían de qué iba la cosa. De hecho, la famosa silla de cuernos que, como ocurre como el DRACO, el personal suele adjudicarles como una creación propia no es más que el enésimo plagio. Francamente, cuesta trabajo entender como una gente tan poco imaginativa pudieran hacerse los amos del cotarro durante siglos. Bien, la cuestión es que la silla de cuernos ya la usaban los celtas en el siglo III a.C., importada precisamente de los pueblos iranios con los que por aquel entonces los romanos aún no habían tenido el gusto de conocerse. Estas tribus que poblaban las estepas asiáticas las introdujeron en Europa mediante sus movimientos migratorios hacia la mitad del primer milenio a.C. Los celtas, que a raíz de sus migraciones se habían extendido a su vez por casi toda Europa llegando hasta el extremo sur de la Península, la tomaron de ellos pero, a pesar de que sus tribus ya tenían violentos cambios de impresiones con los romanos, estos aún seguían en la inopia y preferían su panoplia helenística que, en realidad, no estaba a la altura de la de sus enemigos. De hecho, su primer encuentro tuvo lugar en 295 a.C. y, según Livio, se saldó con una victoria de los senones, una tribu celta radicada en la Galia Cisalpina. En la ilustración superior vemos a uno de estos honestos recolectores de cabezas, peculiar costumbre que observaban rigurosamente para que, al colgarlas de la silla de montar, demostrar a sus cuñados que eran más valerosos y mataban más y mejor. Como vemos, la silla es del tipo de cuatro cuernos que, con mínimas diferencias, usaban los sármatas, partos, sasánidas, etc.
Y mientras tanto, nuestros aspirantes a imperialistas seguían fastidiando los espinazos de sus pequeños pencos que, por aquel entonces, tenían una alzada de apenas 130 o 150 cm. como mucho. La carencia de estribos les obligaba, como ya sabemos, a tener que auparse encima de un salto, maniobra a la que los reclutas tenían que dedicar horas y horas hasta hacerlo con propiedad sin partirse el cuello como explicamos en el artículo dedicado a la ARMATVRA. La ilustración de la izquierda nos muestra un EQVES de tiempos de la República basada en relieves de lápidas de la época y, como vemos, no lleva una silla de montar propiamente dicho, sino una especie de albarda sujeta por una cincha, pretal y retranca para impedir que el jinete saliera despedido ante cualquier movimiento de la montura. En este caso, y aunque la albarda estuviera acolchada, el peso del sujeto recaería directamente sobre la columna vertebral del caballo, y ya podemos imaginar cómo acabaría ese animal tras horas trotando o galopando con un tipo encima dando saltitos. Y aparte de las posibles lesiones producidas al caballo, es evidente que la estabilidad del jinete era un churro comparada con la del celta del párrafo anterior como explicaremos más adelante.
Y esto no solo se traducía en una manifiesta inferioridad en lo tocante a la estabilidad del jinete solo cuando montaba, sino aún más cuando combatía. La inercia generada cada vez que el jinete asestaba una cuchillada o un lanzazo lo desestabilizaría de forma notable, y tendría que apretar las piernas con toda su alma para no verse derribado. Del mismo modo, era mucho más fácil para un infante agarrarlo por el cuello y tirar de él hacia el suelo mientras un compañero aprovechaba la coyuntura para ensartarlo con su lanza antes siquiera de que le diera tiempo a intentar levantarse. Más aún, se ha podido saber que los mismos romanos usaron hocinos tomados de las herramientas de sus unidades para usarlos como sus colegas medievales siglos más tarde para derribar a los jinetes enemigos. Concretamente, en la toma de Valencia en el 75 a.C. a manos de Gneo Pompeyo contra las fuerzas de Quinto Sertorio, han aparecido bastantes chismes de estos en el estrato correspondiente a la batalla, lo que ha hecho llegar a la conclusión de que se usaron en combate, y posiblemente para derribar a los EQVITES sertorianos. En la ilustración que mostramos podemos ver el momento en que un legionario echa por tierra a un jinete cuyo caballo aparece ya equipado con una silla de cuernos, pero lo cierto es que no se tiene la certeza de que en esa época ese tipo de montura ya se hubiese generalizado en el ejército romano. En todo caso, si derribarlo con una silla era relativamente fácil, con una simple albarda mucho más.
Bien, la cuestión es que la adopción de la silla de montar no llegó al ejército romano hasta tiempos de César o poco antes. Él mismo dejó constancia de que ya la usaban en su DE BELLVM GALLICVM (Libro IV, 4) cuando comenta de los germanos que "no hay cosa en su entender tan mal parecida y de menos valer como usar de jaeces. Así, por pocos que sean, se atreven con cualquier número de caballos enjaezados". Al parecer, estos sujetos tenían sus pencos tan bien adiestrados que, cuando convenía combatir a pie, desmontaban y se daban estopa sin que los animales se movieran de su sitio, volviendo a auparse sobre ellos cuando les parecía o daban por concluida la fiesta. En todo caso, los germanos consideraban como signo de afeminamiento el uso de la silla de montar pero, cuestiones homofóbico-hípicas aparte en lo referente a estos belicosos ciudadanos, al menos nos deja claro que hacia mediados del siglo I a.C. los romanos ya se habían decidido por fin adoptar la silla celta. Nunca es tarde si la dicha es buena, dicen...
El conocimiento que se tiene actualmente sobre la silla de cuernos se lo debemos agradecer a Peter Connolly, uno de los mejores y más conocidos divulgadores del mundo romano y cuyas investigaciones arrojaron luz sobre cuestiones que, hasta entonces, eran un enigma. En el caso de la silla, a base de estudiar a fondo las representaciones artísticas de la misma en lápidas, monumentos y algún que otro resto arqueológico consistente en partes del forro de cuero y los refuerzos de bronce de los cuernos- CORNICVLI los denominaban los romanos-, pudo llevar a cabo la reconstrucción que creo que cualquier aficionado a estos temas conoce sobradamente. Bien, sus conclusiones, que hasta el día de hoy nadie ha podido refutar, nos dan un armazón de madera como el que vemos a la derecha. Las piezas metálicas, en cuyos bordes se veían hileras de orificios, eran un claro indicio de que habían sido clavadas en los cuernos, sirviendo así de refuerzos a la hora de colgar cualquier chisme de la silla o cuando el jinete se agarraba a ellos para auparse. La estructura de madera, como se puede apreciar, estaba construida de forma que dejaba un hueco sobre el lomo del caballo, apoyando en los flancos del mismo. Este armazón era forrado para acolcharlo con crin, fieltro o borra de cualquier tipo. Bajo la silla colocaban una manta de lana y una pequeña albarda de piel para evitar heridas o erupciones al caballo debido al roce con la silla.
El acabado final consistía en forrarla con piel de cabra y añadirle la cincha y las correas para la retranca y el pretal, donde colgaban pequeñas PHALERÆ porque es sabido que a esta gente le molaban una burrada los adornos y las pijerías. Incluso parece ser que el cuero de los atalajes los teñían de amarillo o rojo. En la figura A tenemos una silla casi terminada de coser en la que vemos un cuerno con su refuerzo metálico, el relleno y, finalmente, la cubierta de piel exterior. En la figura B ya tenemos la silla terminada. A falta de la cincha, en la parte delantera se pueden ver las correas donde se abrochaba el pretal.
Bueno, pues esta es la puñetera silla de la discordia sobre la que se lleva años y años discutiendo acerca de la estabilidad que proporcionaba al jinete y de la que muchos aseguran que no fue hasta la aparición del estribo cuando la caballería pudo desarrollar de verdad todo su potencial homicida. Por un lado, Connolly no solo se molestó en desarrollar la reconstrucción de la silla, sino que hizo que se probara a fondo. Los cuernos delanteros, un poco inclinados hacia atrás, sujetaban los muslos mientras que los traseros servían de apoyo a las nalgas. O sea, que el efecto práctico era exactamente el mismo que el de una silla con arzón y borrén trasero. La estabilidad que proporcionaba esta silla permitía al jinete hacer cualquier tipo de movimiento sin ver comprometido su equilibrio y, lo más importante, podía manejar tanto la lanza como la espada. Su único inconveniente, en teoría, era que al carecer de apoyo tenía que apretar fuertemente los muslos y flexionar hacia atrás las piernas para afianzarse mejor, o sea, una postura como la que vemos en el aguerrido arquero alano de la ilustración de la derecha, lo que al cabo de un rato empezaba a notarse porque esa posición dificultaba el riego sanguíneo de las piernas. No obstante, cabe suponer que solo la adoptaban en combate o para galopar. Cuando el animal iba al paso o al trote las piernas quedarían colgando sin más.
Sin embargo, los negacionistas de turno insisten en que el estribo era fundamental por mucho que Connolly les jurase por las almas de sus cuñados que se podía realizar cualquier movimiento en la silla sin darse una costalada. Más aún, aseguraba que los cuernos traseros ofrecían un apoyo lo suficientemente sólido como para impedir que el jinete saliera despedido de la silla. Yo, que como está mandado me devano los sesos por mi cuenta, digamos que estoy en una posición intermedia porque, en realidad, desconozco cuáles y cómo fueron las pruebas efectuadas por Connolly, y observo ciertas lagunas en base a las representaciones artísticas de la época. Ante todo, tenemos el manejo de la lanza. El jinete convencional romano nunca aparece embrazándola, sino asestando el golpe enarbolando el arma o bien desde abajo. Eso, a mi entender, solo significa una cosa: si se la metía bajo el brazo, el impacto podía desestabilizarlo o incluso derribarlo de la silla. Cuando se arroja una jabalina o se lancea de forma que el cuerpo no absorba el impacto del arma contra el enemigo, no habría problemas, pero si el jinete tiene que ser el que aguante el golpe la cosa varía. De hecho y existiendo ya el estribo, vemos como los jinetes del Tapiz de Bayeux enarbolan sus lanzas por encima de sus cabezas, y eso que hasta usaban sillas de arzón alto.
Después tenemos el tajo de la espada hacia abajo. Un jinete moderno, cuando asesta un golpe semejante apoya el pie derecho en el estribo porque tiene que inclinarse para alcanzar al enemigo, y más si este se encuentra en una posición más baja de lo habitual, o sea, agachado o incluso tendido. Un jinete sin estribo tendría que apretar la pierna izquierda contra el costado del caballo para no caerse. No dudo que pudieran hacerlo, pero es obvio que el estribo ayudaría bastante aunque Connolly afirmase que solo servía para auparse con más facilidad a su montura. Y si nos ceñimos a los CATAFRACTARII o CLIBANARII, tenemos que el jinete debía asir su CONTVS con ambas manos. Hablamos de una lanza muy pesada, de entre 3,5 y 4 metros que tendría que agarrar cuidando mucho de hacerlo lo más cerca posible de su centro de gravedad (que estaría situado lo más atrás posible para aprovechar al máximo la longitud del arma) y, por otro lado, cuando ensartaba a un enemigo no lo tendría fácil para extraer el arma salvo que se detuviera. En el peor de los casos, tendría que soltarla y meter mano a la SPATHA o cualquier otra arma de las que solían llevar encima. ¿Y por qué no la embrazaba como un jinete medieval mientras gobernaba su montura con la mano izquierda? Porque no podía al carecer del apoyo que le brindaba el estribo. Pero, en este caso, queda un factor más a tener en cuenta: un jinete ligero romano se aupaba con su armamento defensivo sobre un caballo de alrededor de 1,3 metros de alzada. Sin embargo, un CATRAFACTARII tenía que hacer lo mismo, pero sobre un animal de 20 o 25 cm. más de altura y con un sobrepeso enorme encima. Una de dos: o tenían una potencia muscular en las piernas digna de un saltador de altura o se montaban ayudados de alguna forma, y una vez que descabalgaban lo tenían chungo para volver a subir, y más en plena batalla.
Hacia el siglo III d.C., los sasánidas reformaron sus monturas inclinando aún más hacia atrás los cuernos delanteros para afianzar más los muslos. Cabe suponer que el motivo fue precisamente el peso de sus lanzas y el momento del encontronazo cuando impactaban contra un enemigo. Los demás las mantuvieron como siempre sin que haya referencias acerca de algún tipo de cambio hasta que hacia la primera mitad del siglo V aparece un nuevo tipo de silla, al parecer de origen huno, que mandó al baúl de los recuerdos el modelo anterior. A la izquierda podemos verla. Estaba enteramente construida de madera siguiendo el mismo concepto de la anterior, o sea, apoyándose en los costados del caballo. La estructura estaba acolchada y forrada de cuero para hacerla más confortable pero, sin embargo, resultaba menos estable que la anterior porque los cuernos, que eran lo que permitían al jinete afianzarse, habían desaparecido. O sea, era una silla moderna, similar a las que se usaban en la baja Edad Media y mucho después, pero sin estribos. Algo no cuadraba.
Y los sasánidas, que hasta habían modificado la silla de cuernos para hacerla aún más estable al jinete, la fabricaron sin borrén trasero (imagino que para facilitar al jinete auparse en ella), por lo que el apoyo de atrás desaparecía. El más mínimo encontronazo o cualquier movimiento brusco podría hacer salir al jinete despedido por la grupa del animal, o ser descabalgado fácilmente tirando de él hacia atrás. Del mismo modo, todos los que la pusieron en uso romanos incluidos se veían sin el cómodo agarre del cuerno delantero para auparse en la silla. En este caso surge la pregunta más evidente: si la silla de cuernos era- según Connolly- tan eficiente y proporcionaba un asiento estable y cómodo al jinete, ¿por qué la cambiaron? Porque lo normal suele ser cambiar para mejor, y más cuando vemos que no lo hizo un solo ejército, sino todos.
Por este motivo, algunos autores lo tuvieron claro desde el primer momento: la adopción de ese tipo de silla se llevó a cabo porque al mismo tiempo apareció en Europa el estribo, que al parecer se inventó en Corea en el siglo IV d.C. y, según se da por hecho, viajó por Asia central entre los siglos V y VI para aparecer en Europa de la mano de los ávaros en el siglo VII, o sea, 200 años después de la implantación de esta silla. Cierto es que no hay testimonios gráficos o escritos que lo corroboren, pero el que no se conserven no implica que no existieran. Y en este caso el negacionista fue Connolly, que aseguraba que para lo único que servía el estribo era para facilitar la monta y no forzar la postura de las piernas hasta llegar al extremo de que influyese en el riego sanguíneo de las mismas. Por otro lado, el estribo no justificaba de forma concluyente la exclusión del borrén trasero ya que ambas piezas se complementan: en el momento previo al choque, el jinete estira las piernas y se apoya en los estribos, empujando su cuerpo hacia atrás hasta que las nalgas se compriman contra el borrén. Eso lo dejará totalmente bloqueado sobre la silla, y podrá resistir el brutal impacto sin problemas. Pero si unos ni se molestan en poner el dichoso borrén y ninguno usa estribos, ¿qué sentido tuvo adoptar esta nueva silla? Y una cuestión más para que el devanamiento sesero sea más jugoso: ¿cómo es que en miniaturas de los siglos VIII o IX aparecen a veces jinetes sin estribos? ¿Acaso unos preferían obviarlos, dando la razón a Connolly, mientras otros se sentían más seguros en la silla con ellos? Estamos ante otro misterio misterioso sin respuesta de momento.
Ahí dejo de foto final dos versiones distintas de la misma escena. La de la izquierda corresponde al Beato de Liébana (siglo VIII), y la de la derecha al Beato de Fernando I y doña Sancha (mediados del siglo XI). Muestran una escena del Apocalipsis, la apertura de los Cuatro Sellos, y en el primero vemos los jinetes cabalgando sin estribos, y en el otro con estribos. ¿Tanto tardó en implantarse el dichoso estribo? Vete a saber...
Hale, he dicho
Sin embargo, nuestros probos imperialistas tampoco sabían de qué iba la cosa. De hecho, la famosa silla de cuernos que, como ocurre como el DRACO, el personal suele adjudicarles como una creación propia no es más que el enésimo plagio. Francamente, cuesta trabajo entender como una gente tan poco imaginativa pudieran hacerse los amos del cotarro durante siglos. Bien, la cuestión es que la silla de cuernos ya la usaban los celtas en el siglo III a.C., importada precisamente de los pueblos iranios con los que por aquel entonces los romanos aún no habían tenido el gusto de conocerse. Estas tribus que poblaban las estepas asiáticas las introdujeron en Europa mediante sus movimientos migratorios hacia la mitad del primer milenio a.C. Los celtas, que a raíz de sus migraciones se habían extendido a su vez por casi toda Europa llegando hasta el extremo sur de la Península, la tomaron de ellos pero, a pesar de que sus tribus ya tenían violentos cambios de impresiones con los romanos, estos aún seguían en la inopia y preferían su panoplia helenística que, en realidad, no estaba a la altura de la de sus enemigos. De hecho, su primer encuentro tuvo lugar en 295 a.C. y, según Livio, se saldó con una victoria de los senones, una tribu celta radicada en la Galia Cisalpina. En la ilustración superior vemos a uno de estos honestos recolectores de cabezas, peculiar costumbre que observaban rigurosamente para que, al colgarlas de la silla de montar, demostrar a sus cuñados que eran más valerosos y mataban más y mejor. Como vemos, la silla es del tipo de cuatro cuernos que, con mínimas diferencias, usaban los sármatas, partos, sasánidas, etc.
Y mientras tanto, nuestros aspirantes a imperialistas seguían fastidiando los espinazos de sus pequeños pencos que, por aquel entonces, tenían una alzada de apenas 130 o 150 cm. como mucho. La carencia de estribos les obligaba, como ya sabemos, a tener que auparse encima de un salto, maniobra a la que los reclutas tenían que dedicar horas y horas hasta hacerlo con propiedad sin partirse el cuello como explicamos en el artículo dedicado a la ARMATVRA. La ilustración de la izquierda nos muestra un EQVES de tiempos de la República basada en relieves de lápidas de la época y, como vemos, no lleva una silla de montar propiamente dicho, sino una especie de albarda sujeta por una cincha, pretal y retranca para impedir que el jinete saliera despedido ante cualquier movimiento de la montura. En este caso, y aunque la albarda estuviera acolchada, el peso del sujeto recaería directamente sobre la columna vertebral del caballo, y ya podemos imaginar cómo acabaría ese animal tras horas trotando o galopando con un tipo encima dando saltitos. Y aparte de las posibles lesiones producidas al caballo, es evidente que la estabilidad del jinete era un churro comparada con la del celta del párrafo anterior como explicaremos más adelante.
Y esto no solo se traducía en una manifiesta inferioridad en lo tocante a la estabilidad del jinete solo cuando montaba, sino aún más cuando combatía. La inercia generada cada vez que el jinete asestaba una cuchillada o un lanzazo lo desestabilizaría de forma notable, y tendría que apretar las piernas con toda su alma para no verse derribado. Del mismo modo, era mucho más fácil para un infante agarrarlo por el cuello y tirar de él hacia el suelo mientras un compañero aprovechaba la coyuntura para ensartarlo con su lanza antes siquiera de que le diera tiempo a intentar levantarse. Más aún, se ha podido saber que los mismos romanos usaron hocinos tomados de las herramientas de sus unidades para usarlos como sus colegas medievales siglos más tarde para derribar a los jinetes enemigos. Concretamente, en la toma de Valencia en el 75 a.C. a manos de Gneo Pompeyo contra las fuerzas de Quinto Sertorio, han aparecido bastantes chismes de estos en el estrato correspondiente a la batalla, lo que ha hecho llegar a la conclusión de que se usaron en combate, y posiblemente para derribar a los EQVITES sertorianos. En la ilustración que mostramos podemos ver el momento en que un legionario echa por tierra a un jinete cuyo caballo aparece ya equipado con una silla de cuernos, pero lo cierto es que no se tiene la certeza de que en esa época ese tipo de montura ya se hubiese generalizado en el ejército romano. En todo caso, si derribarlo con una silla era relativamente fácil, con una simple albarda mucho más.
Silla celta. Los cordones eran para sujetar partes del equipo incluyendo, supongo sus colecciones de cabezas |
El conocimiento que se tiene actualmente sobre la silla de cuernos se lo debemos agradecer a Peter Connolly, uno de los mejores y más conocidos divulgadores del mundo romano y cuyas investigaciones arrojaron luz sobre cuestiones que, hasta entonces, eran un enigma. En el caso de la silla, a base de estudiar a fondo las representaciones artísticas de la misma en lápidas, monumentos y algún que otro resto arqueológico consistente en partes del forro de cuero y los refuerzos de bronce de los cuernos- CORNICVLI los denominaban los romanos-, pudo llevar a cabo la reconstrucción que creo que cualquier aficionado a estos temas conoce sobradamente. Bien, sus conclusiones, que hasta el día de hoy nadie ha podido refutar, nos dan un armazón de madera como el que vemos a la derecha. Las piezas metálicas, en cuyos bordes se veían hileras de orificios, eran un claro indicio de que habían sido clavadas en los cuernos, sirviendo así de refuerzos a la hora de colgar cualquier chisme de la silla o cuando el jinete se agarraba a ellos para auparse. La estructura de madera, como se puede apreciar, estaba construida de forma que dejaba un hueco sobre el lomo del caballo, apoyando en los flancos del mismo. Este armazón era forrado para acolcharlo con crin, fieltro o borra de cualquier tipo. Bajo la silla colocaban una manta de lana y una pequeña albarda de piel para evitar heridas o erupciones al caballo debido al roce con la silla.
El acabado final consistía en forrarla con piel de cabra y añadirle la cincha y las correas para la retranca y el pretal, donde colgaban pequeñas PHALERÆ porque es sabido que a esta gente le molaban una burrada los adornos y las pijerías. Incluso parece ser que el cuero de los atalajes los teñían de amarillo o rojo. En la figura A tenemos una silla casi terminada de coser en la que vemos un cuerno con su refuerzo metálico, el relleno y, finalmente, la cubierta de piel exterior. En la figura B ya tenemos la silla terminada. A falta de la cincha, en la parte delantera se pueden ver las correas donde se abrochaba el pretal.
Bueno, pues esta es la puñetera silla de la discordia sobre la que se lleva años y años discutiendo acerca de la estabilidad que proporcionaba al jinete y de la que muchos aseguran que no fue hasta la aparición del estribo cuando la caballería pudo desarrollar de verdad todo su potencial homicida. Por un lado, Connolly no solo se molestó en desarrollar la reconstrucción de la silla, sino que hizo que se probara a fondo. Los cuernos delanteros, un poco inclinados hacia atrás, sujetaban los muslos mientras que los traseros servían de apoyo a las nalgas. O sea, que el efecto práctico era exactamente el mismo que el de una silla con arzón y borrén trasero. La estabilidad que proporcionaba esta silla permitía al jinete hacer cualquier tipo de movimiento sin ver comprometido su equilibrio y, lo más importante, podía manejar tanto la lanza como la espada. Su único inconveniente, en teoría, era que al carecer de apoyo tenía que apretar fuertemente los muslos y flexionar hacia atrás las piernas para afianzarse mejor, o sea, una postura como la que vemos en el aguerrido arquero alano de la ilustración de la derecha, lo que al cabo de un rato empezaba a notarse porque esa posición dificultaba el riego sanguíneo de las piernas. No obstante, cabe suponer que solo la adoptaban en combate o para galopar. Cuando el animal iba al paso o al trote las piernas quedarían colgando sin más.
Con la lanza en esta posición se puede acuchillar a cualquier enemigo sin problemas. Otra cosa sería metiéndola bajo el brazo, imagen que por cierto no aparece en los testimonios gráficos de la época |
Un jinete golpeando con la espada. Debían tener un control fuera de serie sobre sus piernas para afianzar de forma instintiva la del lado opuesto al que descargaba el golpe |
Hacia el siglo III d.C., los sasánidas reformaron sus monturas inclinando aún más hacia atrás los cuernos delanteros para afianzar más los muslos. Cabe suponer que el motivo fue precisamente el peso de sus lanzas y el momento del encontronazo cuando impactaban contra un enemigo. Los demás las mantuvieron como siempre sin que haya referencias acerca de algún tipo de cambio hasta que hacia la primera mitad del siglo V aparece un nuevo tipo de silla, al parecer de origen huno, que mandó al baúl de los recuerdos el modelo anterior. A la izquierda podemos verla. Estaba enteramente construida de madera siguiendo el mismo concepto de la anterior, o sea, apoyándose en los costados del caballo. La estructura estaba acolchada y forrada de cuero para hacerla más confortable pero, sin embargo, resultaba menos estable que la anterior porque los cuernos, que eran lo que permitían al jinete afianzarse, habían desaparecido. O sea, era una silla moderna, similar a las que se usaban en la baja Edad Media y mucho después, pero sin estribos. Algo no cuadraba.
Y los sasánidas, que hasta habían modificado la silla de cuernos para hacerla aún más estable al jinete, la fabricaron sin borrén trasero (imagino que para facilitar al jinete auparse en ella), por lo que el apoyo de atrás desaparecía. El más mínimo encontronazo o cualquier movimiento brusco podría hacer salir al jinete despedido por la grupa del animal, o ser descabalgado fácilmente tirando de él hacia atrás. Del mismo modo, todos los que la pusieron en uso romanos incluidos se veían sin el cómodo agarre del cuerno delantero para auparse en la silla. En este caso surge la pregunta más evidente: si la silla de cuernos era- según Connolly- tan eficiente y proporcionaba un asiento estable y cómodo al jinete, ¿por qué la cambiaron? Porque lo normal suele ser cambiar para mejor, y más cuando vemos que no lo hizo un solo ejército, sino todos.
Por este motivo, algunos autores lo tuvieron claro desde el primer momento: la adopción de ese tipo de silla se llevó a cabo porque al mismo tiempo apareció en Europa el estribo, que al parecer se inventó en Corea en el siglo IV d.C. y, según se da por hecho, viajó por Asia central entre los siglos V y VI para aparecer en Europa de la mano de los ávaros en el siglo VII, o sea, 200 años después de la implantación de esta silla. Cierto es que no hay testimonios gráficos o escritos que lo corroboren, pero el que no se conserven no implica que no existieran. Y en este caso el negacionista fue Connolly, que aseguraba que para lo único que servía el estribo era para facilitar la monta y no forzar la postura de las piernas hasta llegar al extremo de que influyese en el riego sanguíneo de las mismas. Por otro lado, el estribo no justificaba de forma concluyente la exclusión del borrén trasero ya que ambas piezas se complementan: en el momento previo al choque, el jinete estira las piernas y se apoya en los estribos, empujando su cuerpo hacia atrás hasta que las nalgas se compriman contra el borrén. Eso lo dejará totalmente bloqueado sobre la silla, y podrá resistir el brutal impacto sin problemas. Pero si unos ni se molestan en poner el dichoso borrén y ninguno usa estribos, ¿qué sentido tuvo adoptar esta nueva silla? Y una cuestión más para que el devanamiento sesero sea más jugoso: ¿cómo es que en miniaturas de los siglos VIII o IX aparecen a veces jinetes sin estribos? ¿Acaso unos preferían obviarlos, dando la razón a Connolly, mientras otros se sentían más seguros en la silla con ellos? Estamos ante otro misterio misterioso sin respuesta de momento.
Ahí dejo de foto final dos versiones distintas de la misma escena. La de la izquierda corresponde al Beato de Liébana (siglo VIII), y la de la derecha al Beato de Fernando I y doña Sancha (mediados del siglo XI). Muestran una escena del Apocalipsis, la apertura de los Cuatro Sellos, y en el primero vemos los jinetes cabalgando sin estribos, y en el otro con estribos. ¿Tanto tardó en implantarse el dichoso estribo? Vete a saber...
Hale, he dicho
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