viernes, 15 de julio de 2011

Vida cotidiana en un castillo


Supongo que más de uno se habrá preguntado alguna vez cómo se vivía en un castillo. La mayoría de los que vemos sólo disponen de un sitio aparentemente habitable, la torre del homenaje. Así pues, es lógico que salte a relucir la cuestión de cómo vivían, dónde dormían, dónde cocinaban, etc. Naturalmente, me refiero a los castillos puramente militares, no a los palaciegos que disponían de multitud de dependencias de todo tipo, o a los enormes castillos señoriales que servían de vivienda tanto al señor del lugar como a sus criados, sirvientas, etc. Vamos pues a hacer un somero repaso del modus vivendi de los que les tocaba defender los pequeños castillos fronterizos, desprovistos de todo tipo de comodidad o lujos superfluos.

Los habitantes de un castillo de este tipo eran la guarnición, el alcaide o tenente y, si acaso, un herrero herrador, un carpintero y poco más. La vida se desarrollaba en torno al patio de armas, donde se instalaban las dependencias auxiliares del recinto, a saber: dormitorio para la tropa, cocina, horno, cuadras, corrales y almacenes. Por lo general, no contaban con capillas ni nada similar. Las devociones religiosas del personal se las ventilaban en privado, ya que tampoco contaban con capellanes a pesar de la fanática religiosidad de la época.
El número de efectivos solía ser bastante reducido a pesar de que se suele pensar en guarniciones bastante numerosas. Estas, formadas por tropas profesionales (las pocas que había en la época, ya que los ejércitos se nutrían principalmente de milicias concejiles), generalmente pagadas por los nobles, concejos o autoridad clerical de la que dependía el castillo de turno. El tenente o alcaide era nombrado en función de sus méritos, conocimientos o por mero favoritismo, si bien era un cargo que no se solía dejar en manos de un incompetente, ya que lo que había en juego era mucho en caso de perderse una fortaleza por culpa del comandante de la guarnición.

Así pues, los habitantes de un castillo de los que solemos ver con más frecuencia no iba más allá de 30 ó 40 hombres, los cuales eran bastante autosuficientes en todo por razones obvias. Las tareas, digamos, domésticas, se las repartían y las combinaban con sus obligaciones militares que, salvo en caso de sitio, eran mínimas: sus turnos de guardia y, a lo sumo, merodear por las cercanías en caso de tener noticia de que tropas enemigas podían haberse adentrado en el territorio. Aparte de eso, llevaban una existencia bastante monótona. En el castillo tenían todo lo necesario para su subsistencia: grano para pan, corrales, aceite y vino. La carne de caza, la más cotizada en aquellos tiempos en que la dieta básica del pueblo llano era de pan y cebollas, se la reservaba el tenente, que salía a cazar a diario a fin de procurársela y, de paso, ejercitarse tanto él como su caballo de guerra. Naturalmente, si había caza en los alrededores, cosa que no siempre sucedía. La caza mayor se llevaba a cabo a caballo, acosando a ciervos o jabalíes con perros o entre varios jinetes, y lanceando a las reses con chuzos. La volatería se abatía con dardos de ballesta, que no es moco de pavo acertarle a un pato volando con un proyectil de ese tipo. Pero la cosa es que sí acertaban. Total, tenían tiempo de sobra para entrenarse.

Lógicamente, el alcaide tenía más obligaciones. Antes de nada, mantener la disciplina adecuada entre la guarnición, a veces proclive a desertar, a veces metida en peleas entre ellos por el aburrimiento o la falta de otra distracción mejor. Dicha disciplina se imponía con mano férrea. Lo último por lo que podía pasar un alcaide ante su gente era como un hombre débil. Para ello, se recurría a castigos corporales, al encierro en mazmorras o, si era necesario, a ahorcarlo y dejar su cuerpo colgando de la muralla como escarmiento.
Por otro lado, debía preocuparse del mantenimiento de la fortaleza. Nadie debe pensar que estos edificios permanecían inalterables con el paso de los años. De hecho, en muchas crónicas y en archivos se conservan datos o cartas de alcaides solicitando fondos para reparaciones urgentes, o de alcaides que, nada más tomar posesión de su cargo, enviaban un informe quejándose del pésimo estado del castillo que le entregaban, en muchos casos con las defensas en estado ruinoso y hasta sin puertas. Para ello, recibían un estipendio anual del que debían dar cuenta exhaustiva a las contadurías de turno con los recibos de cada reparación llevada a cabo, materiales, etc. Nuestros ancestros no usaban calculadoras ni ordenadores, pero llevaban unas contabilidades minuciosas al máximo, teniendo que rendir cuentas del uso que se daba a cada maravedí.
Y, finalmente, debían mantener al día los inventarios de las armas depositadas en el castillo. Se conservan muchos de ellos actualmente, y dan detalle hasta de las moharras de lanza mohosas que ni siquiera tenían asta. Al igual que con las obras de mantenimiento, debían tener al día las existencias incluso de los cuadrillos de ballesta disponibles, y hasta de las simples cajas de madera en que iban embalados.

Por su labor, el alcaide recibía un sueldo anual pagado por el concejo o noble del que dependía la fortaleza,  o por la corona si era de realengo. Y la soldada de la guarnición lo mismo, si bien en función de su rango. Un caballero cobraba más que un hombre de armas, y este más que un ballestero, y este más que un simple peón. Caso aparte eran las atalayas, generalmente desguarnecidas salvo caso de peligro inminente. Si era necesario, el concejo de turno contrataba a uno o varios torreros, vecinos de la población más cercana, para permanecer allí mientras fuera necesario a razón de un jornal diario.

En definitiva, la vida en un castillo era sobre todo monotonía y más monotonía salvo que un mal día apareciese ante ellos una mesnada enemiga. En ese caso, se cerraban y atrancaban puertas y postigos, se aprestaban a la defensa y, si era posible, se enviaba un mensajero a notificar la invasión y solicitar ayuda, la que no siempre era posible enviar, o no llegaba a tiempo. Hay que tener en cuenta que, contrariamente a lo que se suele pensar, en muchos casos se optaba por una rendición honrosa antes que verse metidos en un asedio de dudoso resultado. Los castillos cambiaban de manos constantemente, como ya hemos visto en la historia de los explicados hasta ahora, y que es extensible a los de toda la Península, y rendirse no estaba considerado como un acto de traición. Curiosamente, en tiempos modernos, sí ha sido muy usual resistir hasta el último hombre para mantener una posición, entre otras cosas porque retirarse podría considerarse como un acto de cobardía ante el enemigo y supondría ser pasado por las armas tras consejo de guerra sumarísimo. Sin embargo, en la Edad Media se veía, antes que como cobardía, de sentido común entregar una fortaleza al enemigo si se sabía de antemano que resistir era inútil. Preferible era pactar una rendición y salir vivos y armados del castillo, que tiempo habría de recuperarlo, antes que dejar el pellejo en un cerco sin que ello reportara beneficio a nadie.
Hay que tener en cuenta que, según las leyes de la guerra de la época, si un ejército tomaba por asalto un castillo, quedaba libre de mantener ningún tipo de consideración hacia el enemigo. O sea, no estaban obligados a darles un trato aceptable o a conservarlos con vida. Así, por el alcaide, que solía ser persona de un status superior, o por algún caballero que hubiese entre la guarnición, tras apresarlos se pedía un rescate por ellos. Al resto, como escarmiento, se les ejecutaba y se colgaban de la muralla sus cadáveres, o sus cabezas pasaban a adornar una siniestra hilera de lanzas en lo más alto de la fortaleza.

Por lo demás, su vida no difería demasiado a la de un cuartel moderno salvo por las instalaciones de tipo higiénico. Las necesidades se hacían en las cuadras, o en rudimentarias letrinas caso de disponer de las mismas. La higiene personal brillaba por su ausencia por dos motivos elementales: uno, que las reservas de agua de las cisternas estaban destinadas exclusivamente para el consumo, y otro que en invierno como que no apetecía mucho zambullirse en un río helado. Carecían de cualquier cosa parecida a un médico, teniendo que recurrir a los elementales conocimientos de los compañeros de armas en caso de ser heridos (Véase Heridas de Guerra), lo que generalmente era peor que la herida en sí misma.

Bueno, aunque de forma muy resumida, esa era la vida que se llevaba en un castillo. Como se ve, difiere bastante del estereotipo que solemos tener. Los hombres que guardaban las fronteras o los puntos estratégicos de importancia se aburrían como galápagos durante meses o años, limitándose su actividad militar a los turnos de guardia y al entrenamiento diario que, en un momento dado, les obligaba a llevar a cabo el alcaide. Ah, y de mujerío nada de nada, lo que aumentaba la desazón entre ellos. No sé si les autorizaban de cuando en cuando a darse un garbeo por algún prostíbulo (de esos temas no se suele hablar en las crónicas), pero hay castillos tan alejados de cualquier núcleo de población de la época que, francamente, lo dudo. Así que cada uno imagine como se aliviaban sus necesidades de tipo...amatorio.Sin embargo, en los fuertes se vivía de una forma un tanto distinta, pero de eso ya hablaremos en otra ocasión. Hale, he dicho.

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