lunes, 30 de enero de 2012

Mitos y leyendas: La invulnerabilidad del caballero 1ª parte




Desde que los humanos hemos adquirido la costumbre de hacer prevalecer nuestro criterio personal a costa de violentos cambios de impresiones, o sea, desde siempre, uno de los principales objetivos ha sido salir vivos o razonablemente enteros de las guerras. Ya en los tiempos más remotos, el uso de armamento pasivo ha sido una constante carrera para contrarrestar los efectos del armamento ofensivo: espada Vs. coraza, bala Vs. chaleco antibalas, carga hueca Vs. carro de combate, guerra de las galaxias Vs. bomba atómica, etc...


Si nos ceñimos a la época que nos ocupa, el cenit se alcanzó con la armadura de placas, carísima, compleja y engorrosa conjunción de chapa de hierro o acero que sirvieron, eso sí, para mejorar notablemente los conocimientos metalúrgicos del momento. Como es de todos sabido, la guerra, por desgracia, siempre ha sido el más eficaz acicate para evolucionar en prácticamente todos los aspectos. Así pues, por lo general, la imagen que se tiene de los caballeros bajomedievales y renacentistas es de una especie de carro de combate humano contra el que nada se podía hacer, y que salían ilesos de cualquier batalla o, a lo sumo, con algún moretón. Los avances en la metalurgia, como digo, hicieron que las armas más potentes del momento no lograsen penetrar en estas armaduras. Ni siquiera la ballesta o el arcabuz podían vulnerarla si era de una calidad superior. Por lo tanto, ¿eran invulnerables? Veamos...



Bajo la armadura, el caballero vestía un jubón acolchado como el que vemos en la imagen de la izquierda. Su elaboración era similar a la de un perpunte, o sea, una prenda de algodón basto, lino o piel con un relleno del mismo material, lana o estopa. Su misión era impedir los roces con el metal, así como actuar de "segunda línea defensiva" si, por un casual, un virote lograba perforar la chapa. Obsérvese que las mangas, las axilas, los hombros y parte del pecho están además recubiertos con una cota de malla. Con esto se pretendía dar protección a las zonas que no quedaban cubiertas por la armadura: cara interna de los brazos y codos, axilas, y la parte del pecho que quedaba al margen del peto. La distribución de la malla era variable, en función del tipo de armadura que se iba a vestir.


Para las piernas, sobre las calzas habituales, solían vestir otras más gruesas, similares al jubón de arriba, y como protección adicional unos calzones como los que vemos en la imagen de la derecha, fabricados con malla, sobre los que se vestía un calzón normal. En ambas prendas se podía abrir la bragueta para repentinas ansias de miccionar antes de la batalla. En el caso de la parte inferior del cuerpo, las zonas más desprotegidas eran: caras interna y trasera de los muslos, corvas, ingles, zona púbica y nalgas. Conviene considerar que las armaduras estaban diseñadas, salvo las de tonelete, para ir montado a caballo, con lo que todas estas partes del cuerpo estaban a cubierto en ese caso, bien por la silla de montar, bien por el mismo animal.



Finalmente, tenemos la cabeza. En la ilustración de la izquierda vemos la noble testa de un caballero embutida en una borgoñota. Bajo la misma, sólo porta una cofia acolchada para aminorar los roces. A eso, añadirle una guarnición de cuero similar a la de los cascos modernos para ajustarla a la cabeza y, de paso, mantener la bóveda craneana prudentemente separada de la calva, por si el pico de un martillo de guerra conseguía perforarla y que no acabase perforando también el cerebro del que iba dentro. Como protección adicional, podían añadir un almófar de malla, o bien una gola del mismo material denominada "gola de obispo", una malla especialmente tupida, fabricada con anillas más pequeñas de lo habitual y en una proporción de 6 a 1. Con ello se pretendía proteger el cuello si bien en el caso de esta borgoñota, dicha protección estaba de más ya que la gorguera articulada que lleva lo hace innecesario.


A todo lo mostrado, que no es poco, podemos añadir algunas imágenes de armaduras con impactos de bala de arcabuz que no llegaron a perforarlas. Obviamente, hablamos de armaduras de una calidad suprema, elaboradas con unos aceros que no tenían nada que ver con el de las armaduras corrientes. A la derecha tenemos un ejemplo, en este caso un peto que ha recibido tres arcabuzazos que, afortunadamente para su dueño, no llegaron a atravesar su armadura. Se ven claramente dentro de los círculos negros. A lado aparece una borgoñota con una enorme abolladura producida por un balazo que, con seguridad, además de dejar atontado a su dueño un rato, le dio un susto de muerte. Visto lo visto, cualquiera dará por sentado que, en efecto, un caballero protegido por una armadura era prácticamente invulnerable, y que para ellos era fácil salir vivos de cualquier batalla. Sin embargo, no es así. Obviamente, si comparamos el nivel de bajas de peones y milicianos con los caballeros y hombres de armas, la diferencia es abismal. Pero morir, morían, y más de los que cualquiera pudiera pensar. ¿Cómo pues un simple peón podía acabar con uno de estos carros de combate medievales? Había muchas formas...



La primera, como es de suponer, era desmontándolo. Como ya se vio en las entradas referentes a alabardas, bisarmas, etc., estas armas de infantería estaban provistas de ganchos que hacían presa en el jinete y, tirando fuertemente del mismo, echarlo a tierra. Otra opción era dejarretar a su caballo, o bien cortarle los tendones de las patas con una roncona, una guja o un bidente. Sin su caballo, el caballero acababa de perder un 50% de su ventaja.

La imagen de la izquierda es bastante esclarecedora. El caballo ha sido abatido y, en ese momento, cuatro peones se abalanzan sin piedad contra el jinete. Mientras que tres de ellos le golpean con sendas hachas, otro, por la espalda, le introduce una daga entre las rendijas de la armadura. Los peones se ensañaban con los caballeros a la mínima oportunidad por razones obvias, deseosos de tomarse cumplida venganza por su superioridad manifiesta.


En esa otra ilustración vemos como un caballero acaba de ser ensartado con la lanza de su oponente. Las lanzas de ristre de la época, dotadas de una moharras de forma troncopiramidal, tenían una enorme capacidad para perforar lo que fuera. Si a eso unimos la energía que aportaba la velocidad del caballo, más la fuerza del que la empuñaba, podían perforar un peto. Aunque el asta de la lanza se rompiera en el choque, el daño ya estaba hecho. Las alabardas y las bisarmas, dotadas también de picas prismáticas, podían perforar la cota de malla por las zonas vulnerables: axilas, cuando el caballero levantaba el brazo para golpear, o la parte trasera de los muslos si había echado pie a tierra.

Igualmente, podían ser apuñalados introduciéndoles una daga por la ocularia del yelmo, o bien abrirle el visor y meterle una puñalada en plena cara. Y si era derribado, ya no tenía escapatoria porque se le echaban encima varios peones y lo trituraban con saña bíblica, metiéndole las picas de sus alabardas por la ingle, las axilas, el visor o, en definitiva, cualquier rendija. A eso hay que añadir que, cuando los caballeros combatían pie en tierra, que era más a menudo de lo que parece, optaban por levantar el visor del yelmo para tener más campo visual. Así dejaban la cara desprotegida, y bastaba un virote de ballesta bien colocado o un mazazo para dejarlo literalmente en el sitio.

En fin, como vemos, la invulnerabilidad absoluta nunca existió. Los caros arneses de la época salvaron muchas vidas, pero el que tenía marcada su hora no se escapaba de la llamada de la Muerte.

Bueno, con esto creo que queda clara la cosa.

Hale, he dicho

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