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"La expiación" (1908), impresionante obra de Émile Friant que capta de manera casi fotográfica el instante en que el reo,
arropado por el cura, sale por la puerta de la prisión para darse de bruces con la guillotina. En primer término vemos a los
ayudantes que lo colocarán en la báscula, y tras ellos al verdugo que accionará los mecanismos. La guillotina es el modelo
Berger, y junto a ella aparece el cajón de mimbre donde arrojarán el cuerpo apenas haya caído la cuchilla. Obsérvense
las casas del fondo de la escena, en cuyas azoteas se agolpa el público ansioso de presenciar la ejecución |
Prosiguiendo con el tema guillotinero, puede que más de uno y más de dos piensen que el tipo de máquina surgido a finales del siglo XVIII del diseño de probo fabricante de clavicémbalos que vimos en el artículo anterior permaneció invariable con el paso del tiempo. Bueno, pues va a ser que nones. Como ya se comentó, la guillotina de Schmidt era un artefacto bastante básico que, entre otros, adolecía de un problema que nunca se solucionó: el efecto del golpe del mouton lastrado contra la base de los largueros. El mouton se deslizaba a lo largo de los mismos mediante unas simples lengüetas de madera que, al golpear contra el final de las acanaladuras, más temprano que tarde acababa provocando la rotura de alguna parte de la máquina a pesar de que los verdugos intentaban amortiguar el brutal encontronazo metiendo en las acanaladuras trapos o trozos de cuero. Por otro lado, el cepo, lunette (luneta) según su denominación oficial) se accionaba a mano, es decir, el verdugo tenía que sujetar la mitad superior mientras que sus ayudantes empujaban al reo hacia adelante hasta que introducían su cabeza en el mismo, cerrándolo a continuación. Pero la dilatación de la madera en época de lluvias o excesiva humedad ambiental también podía producir más de un problema, bloqueándolo y, por ende, produciendo irritantes demoras en la consumación de la pena capital.
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La hora de asumir los crímenes cometidos. En justicia, el
causante de un vil asesinato no merece menos que sufrir el
mismo miedo y la misma angustia que su víctima inocente |
Finalmente, una vez acabada la Revolución y habiendo descabezado a todo bicho viviente, ya no era necesario dejar las máquinas permanentemente instaladas en sus respectivos patíbulos, siendo solo montados cuando había que ejecutar a algún condenado a muerte por la justicia ordinaria. Pero la guillotina de Schmidt no era fácil de montar y desmontar, requiriendo bastante tiempo para ponerla operativa. Esto, que puede resultar irrelevante, no lo era tanto si se tiene en cuenta una particularidad del sistema judicial gabacho (Dios maldiga al enano corso), y es que era similar al que aún perdura en Japón: no se comunicaba al reo la fecha de su ejecución. De hecho, apenas una hora antes de la misma se le informaba de que sus apelaciones habían sido rechazadas, que la petición de indulto había sido rechazada, y que ya podía irse preparando para partir del Más Acá al Más Allá con la cabeza metida entre las piernas. Y precisamente para evitar que el reo se percatase de que su final estaba ya cociéndose, era preciso disponer de una máquina que se pudiera montar y desmontar con rapidez y sin armar escándalo. De hecho, se instalaba en la misma puerta de la prisión desde que, a partir de noviembre de 1870, se abolieron las ejecuciones sobre patíbulos en plaza pública porque se convertían en verdaderos festivales donde acudía gente de todas partes a deleitarse con aquel aquelarre sangriento. Esta norma fue llevada a cabo por Adolphe Cremieux, un prolífico abogado y político de la época que, en aquel momento, ostentaba el ministerio de Justicia.
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Guillotina del antiguo modelo instalada en la cárcel de
Metz. Obsérvese como el patíbulo está lleno de tuercas
para desmontarlo. Esta máquina estuvo operativa
hasta 1918 ya que Metz, en Lorena, había sido
ocupada por los tedescos en 1870 |
Así pues, la enorme cantidad de guillotinas del modelo revolucionario fueron eliminadas, y el pequeño ejército de verdugos locales fue enviado al paro porque se decidió establecer un cuerpo de ejecutores más reducido pero, al mismo tiempo, más profesionalizado. Se dividió el territorio metropolitano en cuatro zonas, cada una con su verdugo y tres ayudantes, aparte de los que ejercían en las colonias de la época. Así, cuando había que cumplir una sentencia se trasladaba la máquina desmontada a la ciudad donde debía ejecutarse al reo y se montaba durante la madrugada del día fatal. Un nutrido contingente de gendarmes se encargaba de mantener a raya a los curiosos para que no molestaran a los operarios y, a la hora señalada, el reo salía por la puerta de la cárcel para darse de narices con la máquina lista y cuatro probos raspacuellos vestidos de negro, con sombrero de copa- posteriormente se sustituyó por un bombín- y con jeta de circunstancias. En menos de dos minutos todo había terminado, el cadáver del reo era trasladado a la morgue de turno y la guillotina rápidamente desmontada, embalada y devuelta a París o al distrito judicial de procedencia. En resumen, algo parecido al sistema que había en España: cada Audiencia tenía bajo su jurisdicción varias provincias atendidas por un verdugo que no precisaba de ayudantes, y cuando era requerido partía a la prisión de destino con los hierros depositados en la Audiencia de origen. Una vez ejecutado el reo, volvía a casa y se acabo lo que se daba. Por cierto que aquí no se precisaban de ayudantes porque, como vimos en su momento, el garrote era un artefacto pequeño, fácil de usar, no requería una instalación compleja y lo peor que podía pasar era que el reo forcejease ante la vista del palo, en cuyo caso eran los mismos funcionarios de prisiones que lo escoltaban los que se encargaban de inmovilizarlo hasta que el verdugo le ajustaba el corbatín y volteaba el manubrio, acabando con sus miserias en un periquete.
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Ejecución en Arras en 1869. Obsérvese que la máquina está instalada
aún sobre un patíbulo, accesorio que sería abolido al año siguiente |
Bien, por toda esta serie de circunstancias era obvio que la vetusta máquina de Schmidt estaba más obsoleta que los coches de gasógeno. Las nuevas disposiciones legales requerían de un modelo más perfeccionado que fuese fácilmente desmontable, más seguro de manejar, de mecanismos más fiables y robustos y que no precisara de la superficie lisa y nivelada de un patíbulo para su instalación. Y para cumplir esta serie de requerimientos surgió el modelo creado en 1868 por Alphonse-Léon Berger, que desde 1863 ejercía como verdugo en Córcega y que compaginaba su oficio verduguil con el de carpintero y ebanista. Debemos tener en cuenta que las horas extra que echaba Sanson habían pasado a la historia, y los verdugos de la época igual se pasaban meses sin ser requeridos, y más en un sitio como Córcega donde supongo que no habría tantas condenas a muerte como en una gran ciudad. Berger había nacido en Perpiñán el 15 de febrero de 1841, por lo que en aquella época era muy joven aún. Nuestro hombre era hijo de Pierre-Martin Berger, verdugo de Perpiñán. En 1867 se había casado con Virginie Desmorest, hija del verdugo de Carpentras y, muerta ésta muy jovencita, en 1875 volvió a contraer nupcias con Olympe-Marie Roch, la hija de otro verdugo, en este caso Nicolas Roch, que para hacer más llevadero el momento fatal decidió ocultar con una chapa de madera la cuchilla, de forma que el reo no viese su siniestro fulgor. No obstante, ese accesorio no duró mucho tiempo. Ignoro si le prohibieron usarlo o bien su sucesor optó por prescindir del mismo.
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Marcel Chevalier, el último "Monsieur de París",
casado precisamente con una sobrina del penúltimo
verdugo jefe, André Obrecht. De hecho, incluso
empezó a preparar a uno de sus retoños para que le
sucediera en el puesto, lo que no pudo ser debido
a la abolición de la pena capital en 1981 |
Detallo estos temas maritales como una curiosidad bastante curiosa, y es que en Francia se habían formado auténticas dinastías de verdugos, familias cuyos miembros "heredaban" el cargo generación tras generación. Por ejemplo, el clan de los Sanson contó entre sus retoños nada menos que dieciocho verdugos y, como si de la realeza se tratase, se matrimoniaban entre ellos para mantener el monopolio de la muerte legal. Este fue el caso de Berger que, además, al emparentar con Roch veía a su alcance lograr el cetro verduguil en pocos años porque su suegro, que había ejercido como ayudante de Jean-François Heidenreich hasta su muerte de 1871, fue designado "Monsieur de París", denominación coloquial que se daba al verdugo jefe de la Francia metropolitana con sede en París. O sea, el mandamás, el ejecutor nº 1, el de más categoría y que cobraba más tanto de estipendio mensual- 6.000 francos-como por las primas que se abonaban por cada ejecución. Este Heidenreich fue el primero en ostentar dicho rango, y Roch fue designado como sucesor por su fama de hombre serio, cumplidor y eficaz en su oficio.
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Louis Deibler ante su máquina |
Al ser nombrado nuevo verdugo jefe le fueron asignados dos nuevos ayudantes: Alphonse Berger y Louis Deibler, también miembro de una ralea de verdugos. Su padre, Josef Deibler, provenía de una familia de ejecutores tedescos que, tras servir en el ejército gabacho, se estableció en Ain, donde conoció al verdugo de Lyon que fue el que lo introdujo en la carrera de ejecutores. Entre Berger y Deibler se estableció una dura pugna para convertirse en el sucesor de Roch, que por aquella época andaba ya por los 63 años y que, imaginarían, no pasaría mucho tiempo hasta que se retirase o palmase para darse de narices con todas sus víctimas, que lo estarían esperando en la puerta del puñetero infierno con la cabeza bajo el brazo para pedirle explicaciones. Berger daba por hecho que el puesto sería suyo por ser yerno del titular, pero Deibler no se durmió en los laureles porque supo minarle el terreno no se sabe cómo. La cosa es que Roch palmó de una hemorragia cerebral fulminante en diciembre de 1878, siendo nombrado como verdugo jefe Louis Deibler. Esto le sentó como una patada en el páncreas a Berger, que se tuvo que conformar con el cargo de ayudante de primera.
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Clément-Armard Fallières (1841-1931), el
presidente bondadoso que hizo honor a su
nombre de pila |
Las relaciones entre ambos no fueron al parecer precisamente cordiales, sino todo lo contrario. A pesar de sus quejas, Deibler llevó a cabo varias ejecuciones puenteando a su primer ayudante, prefiriendo llamar a los de otros distritos. Eso, aparte de la honrilla profesional, era una putadita porque Berger se quedaba sin cobrar la prima que legítimamente le correspondía, motivo por el que se quejó a las autoridades judiciales varias veces. Pero a Deibler le daban una higa decapitada las quejas de su primer ayudante, y durante los siguientes 20 años no consintió en convocarlo para ninguna ejecución fuera de París, llevándose a su hijo Anatole para que aprendiera el oficio y fuera un serio aspirante a sucederle. Se limitó a alegar una supuesta falta de seriedad por parte de Berger para prescindir de él, pero sin especificar qué entendía como "falta de seriedad", porque igual el hombre lo que hacía era contar chistes de belgas para animar un poco al reo en sus últimos instantes. Sea como fuere, lo que sí está claro es que eso de difamar al personal con tal de medrar es más antiguo que la tos, y que nunca faltan enterados que son capaces de poner de furcia a su propia madre si con ello consiguen alcanzar sus metas profesionales. Cuánto hideputa hay suelto, juro a Dios...
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Ejecución de Georgette Thomas, consumada en 1887 en Romorantin. Esta
ciudadana, con la ayuda de su marido y hermanos, quemó viva a su madre
pensando que era una hechicera. Como vemos, fue llevaba literalmente en
volandas hasta la guillotina donde la esperaba Deibler, que tras semejante
espectáculo rogó no tener que ejecutar a ninguna mujer más. La cosa
repercutió de tal modo que se prohibieron las ejecuciones públicas de
mujeres desde aquel momento. ¿La habría perdonado Fallières? |
En todo caso, las cosas permanecieron así durante el resto de su vida. Para terminar de fastidiarlo, en 1906 fue nombrado presidente de la República Armand Fallières, que era enemigo declarado de la pena capital y que se dedicó a indultar a todos los condenados a muerte incluyendo a los que había matado a su abuela y se la habían comido con tomate. Esto abrió un paréntesis en el que tanto los ejecutores como sus ayudantes se vieron mano sobre mano, lo que no dejaba de ser un problema porque suponía mantener a un personal en teoría improductivo. Como es evidente, esa situación podría- y de hecho así fue- revertida cuando el tal Fallières finiquitó su mandato, por lo que el ministerio de Justicia aprovechó la coyuntura para hacer limpieza ya que había probos decapitadores que llevaban ya la torta de años en el oficio, así que era el mejor momento para jubilarlos y no renovar sus puestos hasta que volviera a mandar alguien menos bondadoso.
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Anatole Deibler, el "heredero", revisando una guillotina
Berger en el almacén de la calle Folie-Régnault |
Así pues, el ministerio solicitó a Deibler, como verdugo jefe, un informe sobre los demás verdugos y asistentes del país. Cuando tocó mencionar a Berger hizo constar que llevaba tiempo arrastrando problemas de salud, y apenas comenzado el siglo XX ya había sufrido problemas de garganta que requirieron una intervención quirúrgica y que, al parecer, no sirvió de nada porque fue desahuciado por los médicos. Por lo visto padecía una grave tuberculosis desde hacía tiempo, y cuando el ministerio envió un médico para comprobar su estado real, éste informó que su enfermedad había empeorado de forma rápida y progresiva en los últimos meses, encontrándose en aquel momento en un estado de caquexia avanzada, y que su deceso era ya cuestión de pocos días. En efecto, poco tiempo después, concretamente el 6 de junio de 1906, palmó con 65 años y bastante hecho polvo si bien en aquellos tiempos era una edad ya avanzada. Sea como fuere, la cuestión es que Louis Deibler se hizo el amo del cotarro, tras él "ascendió" al trono verduguil su hijo, el famoso Anatole, y a Berger le quedó solo la gloria de haber sido el creador de la máquina que permaneció en activo hasta la abolición de la pena de muerte en Francia. Sí, no se extrañen. Las guillotinas que ven en las pelis, salvo las ambientadas- las correctamente ambientadas para ser exactos- en el período revolucionario, son todas el modelo fabricado por Alphonse Berger, de las que incluso se conservan varios ejemplares en perfecto estado.
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Un funcionario corta el cuello de la camisa. Era muy importante que la
cuchilla no entrara en contacto con otra cosa que el cuello del reo para
evitar sorpresas. Incluso el pelo se cortaba si lo tenía demasiado largo,
práctica sistemática en el caso de las mujeres condenadas a muerte |
En lo referente al proceso seguido para la ejecución, como ya se ha dicho anteriormente, el reo era avisado con escasa anticipación para que se dispusiera a enfrentarse a la muerte. Como ya podemos imaginar, cada cual se lo tomaba a su manera, desde desmayos y pataletas rebosantes de furia a la más absoluta frialdad. Tras recibir auxilio espiritual si era su deseo, se maniataba al reo y se le cortaba el cuello de la camisa blanca que le facilitaban, bajándola hasta dejarle los hombros al descubierto. Se le ofrecía un chute de ron y un cigarrillo y, a continuación, la lúgubre comitiva se ponía en marcha hacia la salida de la cárcel. Escoltado por dos guardias marchaba el reo seguido de los testigos habituales: el director de la prisión, un representante del tribunal, de la fiscalía, el abogado defensor, etc. Al salir a la calle, a escasos metros del portón, ya aguardaban el verdugo, su ayudante principal y dos ayudantes secundarios.
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Ejecución de Octave David en la prisión de Valence en 1909. Este prenda
junto a Pierre Berruyere y Urbain Liottard se dedicaban a secuestrar gente
y torturarlas para que les dijeran donde guardaban los dineros. Obsérvese
como lleva el torso prácticamente desnudo. |
La máquina estaba dispuesta con la báscula en posición vertical y el cepo abierto. No era raro que el pasmo producido por la visión de la guillotina dejase bloqueado al reo, que era rápidamente llevado en volandas y puesto en manos de los ayudantes del verdugo que, aprovechando el estado de atontamiento del sujeto, era colocado rápidamente en la báscula y colocado horizontalmente. Cuando la cabeza asomaba por el cepo, el ayudante principal la agarraba por el pelo o, caso de no tenerlo o llevarlo muy corto, por las orejas, motivo por lo que los apodaban como "el fotógrafo", por aquello de colocar la cabeza del fotografiado en la pose adecuada. En ese instante, el verdugo presionaba el pulsador que liberaba el cepo, dejando la cabeza atrapada y, prácticamente al mismo tiempo, accionaba la palanca del mecanismo que retenía la cuchilla, que caía aproximadamente a una velocidad de 4 metros por segundo.
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Otra secuencia de la misma ejecución. En la foto vemos a Anatole Deibler,
en aquella época ayudante principal, limpiando la cuchilla en la que se ven
claramente restos de sangre. Mientras tanto, Desfourneaux, el verdugo
principal, se dispone a elevar el mouton para acabar con el siguiente reo |
Por último, un ayudante empujaba el cadáver al cajón de mimbre colocado a la derecha de la máquina, donde también iba a parar su cabeza. Este cajón contenía en realidad otro, en este caso de cinc, que se cubría con una capa de serrín para empapar la sangre. El tiempo transcurrido desde la salida del reo por la puerta hasta que la cuchilla segaba su cuello y acababa en el cajón duraba menos de 30 segundos. Finalmente, y sin más demora, se limpiaba la máquina de sangre, se desmontaba y se acabó la fiesta. Caso de ser una ejecución múltiple, uno de los ayudantes limpiaba la cuchilla y la báscula de restos de sangre, se enganchaba la cuchilla para volver a colocarla en posición y se repetía todo el proceso, que era fotografiado por el mogollón de periodistas que acudían al evento hasta que en 1909 se prohibió sacar imágenes de las ejecuciones. El gobierno aducía que era algo, digamos, inmoral el hecho de propagar ese tipo de fotos en los periódicos, pero está de más decir que se siguieron sacando fotos y, cuando surgió el cine, películas. Los periodistas pagaban a los vecinos de las viviendas circundantes un buen dinerito por permitirles sacar fotos y/o películas debidamente ocultos entre los visillos hasta que el gobierno decidió acabar con las ejecuciones públicas en 1939.
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Conocida foto tomada de forma ilegal de la ejecución de Wiedmann. El
pequeño corrillo que la contempla da una imagen errónea ya que en
realidad había miles de personas pendientes del suceso. La cámara
captó el instante en que Desfourneaux accionaba la palanca para liberar
la cuchilla. Un segundo más tarde, Wiedmann era ya historia |
El motivo fue la ejecución de Eugen Weidmann, un auténtico y verdadero hijo de la gran puta acusado de 6 asesinatos, el 17 de junio de aquel año ante la prisión de Versalles. Al parecer, la guillotina no fue bien montada, lo que dio problemas al verdugo, Jules-Henri Desfourneaux. La báscula no se deslizaba y, entre una cosa y otra, la ejecución se demoró más de tres cuartos de hora. Los ayudantes secundarios, Georges Martin y Henri Sabin, agarraron al reo y lo volcaron literalmente sobre la báscula que no funcionaba, inmovilizándolo entre ambos con su propio peso. El ayudante principal, André Obrecht, se alejó un poco una vez cerrado el cepo para no ponerse perdido de sangre y, sin más dilación, Desfourneaux liberó la cuchilla y de inmediato Martin y Sabin empujaron el cadáver al cesto. Las imágenes que recogieron esta ejecución muestran apenas unas decenas de personas presenciándola tras el cordón de seguridad formado por los gendarmes, como para dar a entender que estas movidas ya apenas despertaban la curiosidad de la gente, pero la realidad es que, fuera de encuadre, había más de 30.000 personas que desde la noche anterior atestaban la zona y calles adyacentes para ver como aquel sádico era finiquitado, y que los gendarme a duras penas pudieron mantener a raya. Cuando retiraron la guillotina hasta hubo gente que se abalanzó a empapar pañuelos en la sangre que quedaba en el suelo, mezclada con el agua con que habían limpiado la máquina. En fin, un poco bastante medieval.
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Foto de una guillotina a medio montar depositada en la
cárcel de Fresnes. La imagen es de las que se
permitieron hacer en 1981. Como podemos ver, la
máquina está flamante |
La cuestión es que este asunto cabreó bastante a las autoridades, que veían aberrante que en aquella época aún se vieran escenas similares a las de los tiempos de el Terror, así que se decidió que desde aquel momento las ejecuciones se llevarían a cabo en el interior de la cárceles. Se lo tomaron tan a pecho que incluso se ordenó, y no en plan condescendiente, sino con la mayor contundencia, que se dispusieran cubiertas de tela negra en el patio donde se montaría la máquina para impedir que se pudieran sacar imágenes, aunque fuera solo de los preparativos, desde edificios cercanos o, ya puestos, por parte de alguno capaz de alquilar una avioneta y filmarlo volando bajo. El secretismo llegó al extremo de que nadie, salvo determinados funcionarios, conocían el lugar donde se almacenaban las máquinas y, por supuesto, absolutamente nadie podía acceder al lugar para fotografiarlas aunque fuera desmontadas. Ese secreto se mantuvo de forma totalmente férrea hasta que, a raíz de la abolición de la pena capital en 1981, se permitió a algunas personas visitar un almacén y hacer algunas fotos.
Bueno, tras este extenso introito que, además de para conocer a Berger nos ha servido también para conocer con detalle el desarrollo de la pena capital en Francia, veamos los entresijos de la máquina, que al cabo es a la que dedicamos la entrada de hoy.
La guillotina Berger era un artefacto muy bien diseñado, con mecanismos sólidos y eficaces y, lo más importante, sin los defectos que arrastraba el modelo de Schmidt. Para su construcción, además de madera de roble se hizo un uso extenso de los metales, en concreto bronce y acero para reforzar las zonas susceptibles de más desgaste y, como ya anticipamos, estaba concebida para ser montada y desmontada con facilidad. De hecho, parece ser que bastaban unas tres horas para tenerla a punto. Como vemos en el gráfico de la izquierda, a la base se le añadió un travesaño central para mejorar su estabilidad. Ya que desaparecían los patíbulos había que asegurar la nivelación de la máquina para evitar posibles atascos en la cuchilla, etc. Los operarios recurrían a niveles de burbuja para ello, calzando cada travesaño hasta que quedase perfectamente horizontal. A continuación se añadían los largueros, que eran unidos a la base mediante puntales de hierro en forma de T. Todas las piezas eran unidas mediante tornillos de ensamblar. ¿Que no sabe qué tornillos son esos? Pues como los que se han usado desde siempre para, por ejemplo, montar los armarios. Son tornillos con la cabeza esférica o cilíndrica que no se roscan a la madera, sino a casquillos con rosca métrica embutidos en cada pieza, por lo que nunca cogen holgura. Sobre la base, a la derecha, se instalaba la báscula que vemos mejor en el detalle de la izquierda. Era una tabla unida a una corredera mediante una bisagra. Cuando basculaba, el rodillo de acero que vemos en la parte superior ayudaba a empujarla hacia el cepo. La media luna de la parte superior era para facilitar la posición de la cabeza del reo. En cuanto a los mecanismos, en el detalle de la derecha podemos verlos mejor. El superior es la palanca que liberaba la cuchilla accionándola hacia abajo, y el inferior es el pulsador que actuaba sobre la uña que mantenía elevada la mitad superior del cepo. Cuando el reo era colocado en posición, el verdugo lo apretaba, dejando aprisionada su cabeza.
Y delante vemos la cubeta de cinc que sustituyó al tradicional cesto de mimbre. Para proteger al ayudante que sujetaba la cabeza del reo se colocaba la pantalla, que vemos cortada en sección, y que era plegable para facilitar su transporte. En cuanto a la cubeta, obviamente era más..."higiénica" que el mimbre tradicional ya que podía ser lavada a fondo tras su uso. De hecho, era habitual que uno de los ayudantes colocara un par de cubos junto a la máquina para estos fines de tipo sanitario, sobre todo cuando se llevaban a cabo ejecuciones múltiples. No era plan de que el siguiente reo pusiera la cabeza en el cepo y, aunque fuera solo un segundo, viera el fondo de la cuba lleno de hematíes de su predecesor.
Pero donde estaba la enjundia era en la parte puramente mecánica, especialmente en lo tocante al mecanismo de retenida de la cuchilla. Estos estaba instalados en el travesaño superior, dentro de una mortaja que los albergaba y que, como vemos en el gráfico, se cubrían con una tapa de chapa. Sobre el travesaño vemos la polea cuya soga también era introducida por el travesaño para enganchar la cuchilla, que estaba provista de una espiga que se encajaba de forma automática en la garra que vemos en el gráfico y que a continuación veremos con más detalle. Para abrir la garra y dejar caer la cuchilla vemos a la derecha el comienzo de una fina barra que descendía embutida en el travesaño hasta la palanca que, al girarla hacia abajo, abría dicha garra y liberaba el pesado mouton con la cuchilla. Dicha barra estaba embutida en una acanaladura que, a su vez, estaba cubierta por una larga chapa de bronce atornillada al larguero.
A la derecha vemos con más detalle los mecanismos. En la figura A aparece la garra cerrada. La flecha negra marca la leva que acciona la garra. Bajo ella vemos el resorte que la mantiene en posición horizontal. La flecha amarilla señala el orificio donde se atornillaba la barra que mencionamos anteriormente y que descendía hasta la palanca que liberaba la cuchilla. La flecha roja nos muestra la garra, compuesta de dos piezas con sus respectivos resortes situados en la parte superior que las obligaban a mantenerse cerradas. En la figura B hemos girado la palanca de liberación de la cuchilla. La leva ha basculado, presionando la parte superior de la garra y abriéndola. Como vemos, un mecanismo sencillo y, a la par, sumamente eficaz. La única avería que podía presentarse podría ser la rotura de un resorte, que se cambiaba en un periquete por uno nuevo. Bastaba aflojar el casquillo que lo sujetaba y sustituirlo sin más historias.
Veamos a continuación el mouton y la cuchilla. En la figura A tenemos una vista del lado posterior, o sea, el que mira hacia la báscula. El mouton era enteramente metálico, formado por un bastidor central donde se alojaban los rodillos de bronce que sustituían a las frágiles lengüetas del modelo de Schmidt. A un lado se atornillaba una gruesa chapa con un rebaje para la cuchilla, que se fijaba con tres tornillos pasantes. En la parte superior vemos la espiga- entre ambas figuras podemos ver la misma pieza puesta de perfil- que permitía bloquearla a la garra, así como el gancho para la soga. En la figura B tenemos el lado opuesto, donde se atornillaban otras dos gruesas chapas para lastrar aún más el conjunto, cuyo peso oscilaba por los 40-50 kilos. Las flechas marcan los salientes del bastidor que actuaban como topes cuando el mouton caía. A la izquierda tenemos una vista de un larguero, cuya acanaladura estaba enteramente forrada por una chapa de bronce para evitar desgastes. En el detalle vemos el muelle helicoidal que amortiguaba el impacto del mouton. Como vemos, Berger cuidó hasta el más mínimo detalle para lograr una máquina tan completa como para estar operativa más de un siglo sin necesidad de la más mínima modificación o mejora.
En este otro gráfico tenemos una vista de la parte delantera. En el detalle veremos mejor cómo la garra atrapaba la espiga. Este mecanismo, que se sepa, nunca falló. Solo en las dos primeras máquinas se detectó un pequeño error en su posición. Como vimos en el gráfico anterior, la espiga no es recta, sino que avanza para ajustarla al sitio donde asoma la garra. Bien, pues el error consistía en que podía golpear el cepo si al caer el mouton éste no estaba aún cerrado, lo que sucedió más de una vez debido a que el verdugo, por abreviar, prácticamente accionaba el pulsador y la palanca al mismo tiempo. La solución fue sencilla: simplemente se puso al revés y se acabó el problema. Por lo demás, son reseñables los dos travesaños de acero, uno bajo el cepo y otro a media altura, para dar más estabilidad y solidez a los largueros. Las flechas señalan dos ganchos cuya misión era impedir que la soga se interpusiera en la caída de la cuchilla. Además, vemos que el cepo estaba enteramente forrado con una chapa de bronce, lo que facilitaba su limpieza y, más importante aún, reducía o eliminaba la posibilidad de que la madera del cepo se dilatase con las consecuencias que ya hemos comentado.
Y por último, una vista desde la parte trasera. En el gráfico vemos la soga que, gracias a los ganchos, no se interpone entre los mecanismos. Vemos la cara posterior del cepo, que en este caso no estaba forrada de metal y que conservaba el rebaje para el cuello del reo. En esta vista lo hemos presentado abierto. La flecha blanca señala las dos láminas de bronce entre las que se deslizaba, y el asa que permitía al verdugo subirlo sin miedo a que una repentina caída de la cuchilla lo dejase sin mano. La flecha negra marca el tablero lateral de la báscula, por donde el cadáver del reo caía a la cesta. Lo hemos representado apoyado sobre un par de patas articuladas, pero en algunas fotos da la impresión de que estaba apoyado sobre el borde de dicha cesta. Es posible que se optara por ambas formas. Este tablero lateral se fijaba a la báscula mediante unas bisagras unidas por una larga y fina barra que actuaba como si de un pasador se tratase. En el extremo se doblaba en forma de L para facilitar su extracción a la hora de desmontar la máquina. En el detalle del primer gráfico se aprecia perfectamente.
Y para terminar de una puñetera vez, que esta entrada ya se alarga como un purgatorio, un detalle sobre el tema de la soga. Como vemos en la foto, la flecha roja señala la soga con la que se subía el mouton hasta que la espiga quedaba atrapada en la garra. Pero a continuación se desenganchaba para que no pudiera interrumpir la caída si se enganchaba en algún puntal o donde fuese. Ya sabemos que las cuerdas parece que tienen vida propia, y se relían donde menos se espera en el momento clave. Para soltar el gancho vemos la cuerda marcada con la flecha azul, que estaba unida a una argolla con forma de 8. La soga estaba anudada a esta argolla, que a su vez era la que se colocaba en el gancho del mouton. Bastaba tirar de la cuerda más fina para soltar la argolla, momento en que el mouton quedaba libre y nada se interpondría en su caída salvo el pescuezo del reo. Para impedir que ambas cuerdas pudieran incordiar era para lo que se usaban los ganchos colocados en el lateral de uno de los largueros, como explicamos anteriormente. Si había que ejecutar a más de un reo, bastaba tirar de la cuerda para que la soga bajase y fuese nuevamente enganchada en el mouton. Uno de los ayudantes se colocaba en la parte delantera de la máquina y tiraba hasta que la espiga se anclase en la garra. Espero que haya quedado claro, porque ya tengo calambres en las puñeteras yemas de los dedos como para profundizar más en esto.
Y de regalo, una curiosidad final para hundir en la miseria al cuñado medio desequilibrado que se pasa las horas muertas viendo documentales de ejecuciones en Youtube. Las dos primeras guillotinas fabricadas por Berger que estaban almacenadas, como era norma, en la calle Folie Régnault, fueron "condenadas" por la turba durante las movidas de la Comuna de París entre marzo y mayo de 1871. Como vemos en el grabado, tras ser sentenciadas se trasladaron las piezas de ambas máquinas a la plaza Voltaire, rebautizada como de la Nueva Libertad, y quemadas. Obviamente, esto fue la típica chorrada de los ilusos utópicos de turno, que fueron metidos en cintura por las malas: deportaron a varios miles de ellos a la gran puñeta en Nueva Caledonia para que se les quitaran las ganas de destrozar, no solo guillotinas, sino patrimonio cultural, y fusilaron a unos 20.000 porque, aparte de no haber guillotinas disponibles, habrían tardado años en acabar con todos. Al final, la quema de las guillotinas no pasó de mero acto simbólico porque en el otoño siguiente Berger ya había terminado dos máquinas nuevas que, además, ya tenían corregido el defectillo mencionado antes de la espiga puesta al revés.
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Operarios desmontando una guillotina en la prisión de La Santé, en París.
Obsérvense los calzos situados bajo la base para nivelar la máquina |
Bueno, hijos míos, espero que este extenso artículo les haya resultado interesante y les permita conocer más a fondo estas famosas máquinas de las que, como suele pasar, siempre hemos oído hablar pero en realidad no sabemos gran cosa de sus entresijos. Como ya hemos comentado varias veces, el modelo de Berger era un diseño muy bien desarrollado, donde se tuvieron en cuenta hasta los más mínimos detalles para no mermar su rendimiento. El único requerimiento para un funcionamiento adecuado era que el montaje se realizara correctamente, de forma que las piezas encajaran perfectamente, los aprietes de los tornillos fueran los justos, ni mucho ni poco, y que la nivelación fuese perfecta para que no se viese afectada la caída de la cuchilla.
Y colorín colorado, la historia se ha terminado, que muchas horas de trabajo me ha costado.
Hale, he dicho
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