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Heraldo de la época renacentista. Su conocimiento sobre la ciencia del blasón les permitía identificar a cualquier noble solo con ver su escudo de armas |
Si algo pone sumamente contentito a un español es presumir de blasones. Sí, plantar encima de la chimenea uno de esos escudos de armas que te venden en mogollón de páginas web por unos euros pero que permiten chinchar a los cuñados plebeyos es algo que produce sueños húmedos al personal. Y sí, ya sabemos que actualmente lucir un blasón no reporta nada salvo alimentar nuestra vanidad. La época en que ser un simple hidalgo suponía exenciones fiscales y prebendas diversas quedó atrás, y la misma aristocracia titulada no es nada si sus ancestros no se preocuparon de hacerse con un patrimonio adquirido per se, no como una merced regia que igual se da que se quita. Los Alba, los Medina Sidonia, Medinaceli, Solís, Urquijo, etc. están forrados porque cuando Juan Álvarez Mendizábal arrambló con los señoríos entre 1836 y 1855 con sus desamortizaciones, ellos ya eran ricos porque habían sabido sacar jugo a lo que habían ido acumulando a lo largo de los siglos. El resto, los que vivían al día, se quedaron literalmente con una mano delante y otra detrás, llegando incluso a vender sus títulos a los nuevos ricos de la burguesía que, cómo está mandado, tenía el dinero, pero no la sangre. Más aún, muchos títulos se perdieron porque, al palmar sus poseedores, sus herederos no podían mantenerlos, así que mandaron a paseo los añejos blasones familiares ya que, como sabemos, no hay Don sin din.
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Cuatro de los más de diez blasones que ostentan diversas familias apellidadas Guzmán. Si Vd. se apellida así, ¿tiene derecho a usar uno de ellos? Y de ser así, ¿cuál de ellos? Ah, misterio misterioso... |
Pero la congénita vanidad hispánica, esa que nos empuja a conducir un coche que apenas nos podemos permitir porque solo cambiarle los neumáticos supone el salario de un mes, o a meternos en una hipoteca larga como un purgatorio para presumir de un "apartamento" en la playa que más bien parece un zulo por su tamaño, o estar todo el año comiendo sopas de sobre para pagar la caseta de la feria de turno y, además, que la parienta estrene traje de flamenca y alquilar un penco razonablemente brioso para fardar delante de los conocidos, permiten que haya ciudadanos que se ganen un dinerillo con la venta de esos blasones más falsos que las promesas de lealtad de un separatista. ¿Qué cómo es eso? Pues siendo, criaturas. Creo haberlo dicho alguna vez, pero ahora lo afirmaré rotundamente para no dejar rastro de duda: LOS BLASONES LOS OSTENTAN LOS LINAJES, NO LOS APELLIDOS. O sea, que no por tener un determinado apellido se tiene derecho a usar un blasón, sino solo familias cuyos ancestros fueron premiados con uno por sus hechos de armas si bien en tiempos modernos, habiendo menos guerras y menos agarenos que degollar, pues se empezaron a conceder por otros motivos. Pero eso ahora es lo de menos. La cosa es que no por apellidarse Jiménez, o García, o incluso Guzmán o Álvarez de Toledo puede uno dar por hecho que puede colgar de la pared "el escudo de su apellido" porque, repito, los apellidos no tienen ningún escudo.
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Sello del rey Juan II de Castilla en el que lo vemos cabalgando espada en alto. En el cuerpo lleva la Banda de Castilla, de la que ya hablaremos próximamente. Bien, si le gusta puede copiarlo y usarlo hasta para sellar las felicitaciones de Navidad, pero ese sello no le pertenece |
Algunos sujetos que se anuncian como licenciados en genealogía y heráldica proclaman que cualquier ciudadano tiene el derecho constitucional de diseñar su propio escudo para, de ese modo, justificar su industria. Obvio. Cualquiera puede dibujar un botijo rampante en campo de gules con dos cañas de lomo a cada lado y decir que ese es su escudo, de la misma forma que puede diseñar el logo de su empresa, el sellito molón para lacrar cartas y paquetería aunque ya nadie mande cartas y todo se comunique por correo electrónico o el guasa ese, o el marchamo para usarlo como EX LIBRIS que nos hace pasar, además de por cultos, por refinados. Pero ese escudo al que constitucionalmente tenemos derecho a diseñar y usar vale lo mismo que el folio en que lo hemos bosquejado: NA-DA. Sí, ya sé que acabo de darle el día a más de uno que espera ilusionado la paga extra- antes del 18 de julio- para adquirir un escudo chulísimo de la muerte, con muchos adornos y coronado por un imponente yelmo con plumas o, si el cliente lo prefiere, con una coronita, que da más fuste. Pero la realidad es así de cruel. Vuecé, señor Martínez, señor Cepeda, señor Palomares, no tienen derecho a hacer uso de ningún blasón salvo que puedan demostrar que proceden de un linaje que haya probado su nobleza en las chancillerías reales, cosa actualmente bastante complicada de llevar a cabo como explicaré más adelante. ¿Qué ya han enviado la pasta al "heraldista"? Bueno, mientras que sus cuñados no lean este artículo no pasa nada, pero si sospechan que saben algo, cuando vayan de visita a beberse su güisqui mejor lo descuelgan y lo meten debajo del sofá hasta que se largue enhorabuena.
Así pues, y para que les quede bien claro de qué va este asunto, vamos a remontarnos varios siglos para empezar como deben empezarse las cosas: por el principio. ¿Qué es eso de los apellidos?
Los humanos, incapaces de identificarnos unos a otros emitiendo un simple gruñido, inventamos eso de ponernos un nombre, generalmente adjetivos que enaltecerían al futuro adulto. Cuando hubo mogollón de humanos a los que sus progenitores pusieron el mismo nombre surgió la necesidad de añadir algo para diferenciarse de los que se llamaban igual. Se solucionó con el patronímico, o sea, diciendo que te llamas Manolo y eres hijo de Paco, y no tienes nada que ver con el Manolo hijo de Pepe. Los griegos ya hacían uso del patronímico siglos antes de los tiempos de Cristo. ¿Les suena lo del peleida Aquiles, el priamida Héctor o el atreida Agamenón, no? Bueno, pues esos palabros raros simplemente indican que Aquiles era el hijo de Peleo, Héctor era el hijo de Príamo y Agamenón era hijo de Atreo. Así, los Aquiles, Héctores y Agamenones del mundo helenístico no se confundían unos con otros.
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Lucio Domicio Ænobarbo, que tras ser adoptado por Clau-Clau-Claudio pasó a llamarse Nerón Claudio César Augusto Germánico, Nerón a secas para los amigos y pelotas que le jaleaban sus penosos conciertos
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Los romanos fueron más allá, creando lo más parecido a los apellidos modernos, o sea, un nombre de pila o PRÆNOMEN, el NOMEN de la GENS o familia y un mote o COGNOMEN que solía ser hereditario. Era lo que denominaban la TRIA NOMINA, los tres nombres que solo podían usar los ciudadanos romanos varones. Ejemplo: GAIVS IVLIVS CÆSAR, o sea, Gaio Julio César. Su nombre de pila era Gaio, su familia, Julia, lo que equivaldría a nuestros apellidos actuales ya que es una denominación común para todos los componentes del mismo clan. Y César, su mote familiar que por cierto no se sabe exactamente cuál era su origen y significado. Como dato curioso, sepan que cada GENS solía usar por norma dos o tres nombres con sus retoños, y siempre eran los mismos. En el caso de los Julios eran Gaio y Lucio. Para las mujeres y los libertos se regían por otra regla, pero no vamos a entrar ahora en eso porque no viene al caso. Nos vale con saber que estos probos imperialistas podían añadir otros motes concedidos por el senado o los emperadores para conmemorar hazañas militares y cosas por el estilo. Ejemplo: PUBLIVS CORNELIVS SCIPIO AFRICANVS, o sea, Publio Cornelio Escipión Africano. Publio, de la GENS Cornelia, con el mote familiar de Escipión y el suyo personal de Africano por haberle dado estopa a los cartagineses. Bien, esta era la norma básica que, en determinados casos se complicaba más cuando había por medio adopciones y demás zarandajas que hacían que un ciudadano viera su nombre cambiado de cabo a rabo, pero esa era la excepción, no la regla.
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Alfonso X. Hoy día se llamaría Alfonso Fernández y Hohenstaufen |
Y llegamos a la Edad Media, donde se impone nuevamente la pauta de los patronímicos por obra y gracia de los pueblos germánicos que desahuciaron a los romanos. En toda la Europa se recurrió a añadir el nombre paterno como proto-apellido, cada cual según su idioma: los fitz normandos, los son anglosajones y demás pueblos nórdicos, los mac escoceses o los ez, iz, es o is peninsulares, surgidos del genitivo del latín bajo que se hablaba por estos lares y que indicaba posesión. Así, Rodrigo Díaz provenía de Rodrigo Diadici, que se corrompe con el tiempo como Díaz o Díez y no significaba más que Rodrigo hijo de Diego. Urraca Fernández era Urraca Fernandici, y así con todos los patronímicos. Cuando se llegó a un superávit de Rodrigos Díaz y de Urracas Fernández se añadió el lugar de origen, naciendo así los gentilicios: Rodrigo Díaz de Vivar, por ejemplo, que con el tiempo se convirtieron en apellidos familiares por ser una determinada población la natal de un determinado clan. Por cierto que el palabro apellido proviene del latín APELLITVM, llamada o convocatoria con que se reunía al personal para rechazar una cabalgada enemiga en tierra propia. El apellido era pues, además de una forma de llamar o apelar a la gente para diferenciarlos unos de otros, una acción de guerra de la que ya se habló en su día y que pueden consultar dando un pinchazo aquí.
Por lo demás, a patronímicos y gentilicios se fueron sumando apellidos derivados de oficios, objetos, armas, animales, etc. como Tejero, Espada, Laya, Molinero, Gallo, Mesa y un et cétera de varios kilómetros de largo. Bien, ya estamos en la Edad Media y aún no hemos dicho una palabra sobre los puñeteros blasones, así que tras este largo introito para conocer de forma muy básica el origen de los apellidos veamos cómo surge la heráldica.
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Varios caballeros de distintas épocas mostrando sus escudos con los que podían ser identificados |
Por razones obvias, en la vorágine de la batalla era imperiosamente necesario identificarse fácilmente para no dar opción a ser apiolado por las tropas amigas o que un cuñado te diese 88 puñaladas por la espalda alegando que te confundió con un agareno aunque tuvieses la piel blanca como un calamar, ojos azules y el pelo rubio platino. Esa costumbre era también más antigua que la tos. Griegos, romanos y hasta en Japón se usaban diversas formas para identificarse, si bien en la Europa lo habitual era usar para ello el escudo, que era lo más visible y lo primero que veían tanto amigos como enemigos. Se dibujaban en ellos fieras que acojonaran al enemigo, dioses que los protegieran de ellos, símbolos o animales que identificaban a toda una unidad o, en resumen, cualquier cosa que te diferenciara del resto y permitiera a los tuyos reconocerte. Según la crónicas, el invicto Campidoctor pintaba en su escudo un dragón dorado, bicho mitológico que indicaba a los enemigos que tenía muy mala leche, y que igual que la fiera mataba de una llamarada él te escabechaba bonitamente de un espadazo en mitad del cráneo. Hablamos de una época en la que la heráldica estaba aún por inventar, y de la misma forma que hoy pintabas un dragón al cabo de un mes lo cambiabas por un león con las fauces abiertas, que daba más morbo o quería hacer saber que si alguien se te ponía chulo eras extremadamente feroz.
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El imponente mausoleo de Colón en la catedral de Sebiya. El féretro es transportado por cuatro reyes de armas que visten sendas dalmáticas con las armas de los cuatro reinos de España: Castilla, León, Aragón y Navarra |
Pero de estos dibujos identificativos es de donde surgió hacia el siglo XIII la heráldica tal como la conocemos. Los monarcas mandan elaborar banderas en las que se bordan o sobreponen los símbolos de su reino: el de León, un ídem. El de Castilla optó finalmente por un castillo aunque dudó si poner mejor un chalé en una urbanización de lujo, idea que desechó porque estaban aún por inventar. El de Aragón, la cruz de San Jorge y cuatro cabezas amputadas de agarenos. El gabacho, una flor de lis, etc. etc... ¿Y qué pasa con los puñeteros apellidos? Tranqui, troncos, que a eso vamos... En una batallita de las buenas, el rey ve o le hacen saber que Suero Martín ha apiolado él solo a tres agarenos, y para que nadie dude de ello se acaba de presentar en el campamento con las orejas de sus víctimas ensartadas en un cacho cuerda colgando del pescuezo. El rey, que sabe que la mejor herramienta para incentivar al personal es otorgar premios y distinciones, ordena que para conmemorar la hazaña su leal vasallo Suero Martín llevará pintadas en su escudo tres orejas sangrantes, pertenecientes a los tres agarenos desorejados tras ser previamente eviscerados para matarlos bien matados. A partir de ahí, todos sabrán que Suero Martín es un tipo bragado ya que, además de regalarle el blasón, le ha concedido la tenencia de un castillo y unas aranzadas de olivar para que pueda tener medios de vida acorde a su nuevo estatus social.
Como ya podrán imaginar, todos los ciudadanos apellidados Martín no descienden del desorejador de morabitos. Fue uno en concreto cuyo linaje, quizás, incluso pudo haberse extinguido al cabo de unas generaciones, y con ellos su blasón. Si vuecé, o vuecé, o vuecé se apellidan Martín, tendrán que demostrar que proceden de nuestro Suero el Desorejador para poder colgar de la chimenea las tres orejas. Pero, un momento... He mirado en mis tochos de heráldica y hay más Martín blasonados. Debajo ven una muestra con diez linajes que lucen armas diferentes (son más, pero con esta selección nos sobra). ¿Cuál es mi escudo?, pregunta un atribulado Chema Martín del siglo XXI deseoso de lucir un blasón... Pues casi con seguridad ninguno, se siente.
¿Cómo que ninguno?, protestará con vehemencia... A mí me mola el segundo de arriba, el que tiene más figuritas y tal. El de las orejas no, que es un poco asquerosillo... Ya, pero si quiere usarlo legalmente tendrá que demostrar que procede del fulano al cual se le concedió ese escudo de armas. Obviamente, como poder puede copiar el que le de la real gana y atribuírselo. Por eso no irá al trullo, y ni siquiera le pondrán una multa, pero está haciendo uso de un blasón al cual no tiene derecho. Sí, copiar un logo de empresa es un delito contra la propiedad, y plagiar la portada de un libro vulnera los derechos de autor del mismo, pero usar un escudo de armas que no le pertenece ni siquiera creo que aparezca en el código penal, así que si le place copie el que más le guste, lo manda enmarcar con un paspartú de color burdeos o verde botella y hale, a fardar. Nadie dudará que es el blasón de un Martín, y nadie le pedirá que le plante en las narices el certificado expedido por un rey de armas, único que legalmente puede dar fe del derecho a poseer un blasón. Son como los notarios de la heráldica.
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Escudo femenino de viuda "constitucionalmente permitido", pero no por ello legítimo o procedente de un linaje blasonado. Pero como eso no lo sabe la familia política, pues se cuelga de la pared y punto pelota. No tiene historia pero, ¿y lo que farda? |
Nuestro Chema Martín se rasca la coronilla, meditabundo, y decide que lo suyo es hacerlo como Dios manda. O sea, con la pasta de las vacaciones del año pasado, que no pudo gastar porque con lo del bicho coronario se tiró seis meses sin poder salir del pueblo, contactará con el "heraldista" que ha visto en la red y que por 200 o 300 eurillos le buscará sus orígenes. Al cabo de un mes o dos recibirá una cartulina chulísima de la muerte con un árbol genealógico en el que aparecen los nombres de sus ancestros en una primorosa letra gótica escrita con plumilla, y en otra un certificado que garantiza que todo lo dicho es cierto. Varios lacres molones, un par de firmas con rúbrica y signa muy aristocráticas y, naturalmente, el anhelado escudo en una lámina tamaño A3 para que se vea desde lejos. El salón parecerá otro cuando cuelgue el escudo ya enmarcado encima de la caja tonta de plasma, y sus cuñados babearán de envidia porque ellos ni tienen escudo ni plasma de 3.000 pavos que, en realidad, es tan grande que le está achicharrando las retinas sin que se entere porque esa pantalla es para verla a 7 metros de distancia, no a 80 cm.
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Don Vicente de Cadenas (1915-2005), cronista rey de armas y, mucho me temo, el último de su especie |
Pero dígame, Chema... ¿sabe que el único rey de armas que podía certificar de verdad la autenticidad de una genealogía y un blasón palmó hace ya más de 15 años? Sí, sí, esos heraldistas que se anuncian como licenciados y tal no tienen potestad para certificar ni el nacimiento de un escarabajo pelotero. El postrero cronista rey de armas español fue don Vicente de Cadenas y Vicent, que se largó de este mundo en diciembre de 2005, y al día de hoy el Ministerio de Justicia, del que dependen estas cuestiones, no solo no ha nombrado sustituto, sino que ni siquiera se lo ha planteado. Por otro lado, ¿de dónde ha obtenido su heraldista los datos de su ascendencia? ¿Sabe vuecé que en los últimos 220 años han sido destruidos infinidad de archivos municipales, de protocolos, notarías, registros civiles, parroquias, etc.? Entre la visita del enano corso con sus hordas de violadores de monjas y profanadores de tumbas (Dios los maldiga PER OMNIA SECVLA SECVLORVM), las tres guerras carlistas, las revoluciones semanales de la turbulenta segunda mitad del siglo XIX, las dos nefastas repúblicas y sus apasionados seguidores que se dedicaron a meter fuego a todo lo que les olía a opuesto a sus ideas, la guerra civil y, a todo ello, sumar la devastadora actividad de la carcoma y los ratones, han desaparecido miles y miles de legajos, documentos de todo tipo, expedientes de hidalguía o simples partidas de nacimiento, de forma que es muy difícil poder rebuscar más allá de tres o cuatro generaciones. Solo las familias que se han preocupado de acaparar y conservar la documentación a lo largo de los años podrán al menos conocer quiénes les precedieron, pero los que dependan de una búsqueda en registros civiles y parroquias van listos.
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Algunos incluso se lo mandan tallar en piedra para plantarlo en la fachada y así puede verlo todo el mundo además de la familia y demás parientes, amigos y afectos |
Sí, Chema, así de cruel es este mundo. Te has gastado un dinero que podrías haber invertido en algo más guay, como pirarte con la parienta a algún hotelito chulo para celebrar que el bicho coronario va camino de la derrota, o comprarle a los nenes unas tabletas que les vendrían de miedo para, además de facilitarles los estudios, ver pelis porno discretamente. Pero tu vanidad te ha podido, y el heraldista te ha endilgado un pseudo-certificado con un pseudo-blasón que solo Dios sabe a quién leches pertenece, si es que pertenece a alguien. En fin, seca tus lágrimas, reprime tu llanto y alégrate de haber aprendido sufriendo solo una pequeña merma en tu peculio. Otros, más ambiciosos y más necios, han pagado miles de euros para que un estafador que se dice heredero de tal casa real en el exilio les conceda un título nobiliario más falso que Judas. Sí, no es coña. En la red hay información sobre esos pícaros, y yo hasta tuve ocasión de conocer a uno de ellos en una entrega de galardones de no sé qué organización benéfica en el alcázar de Sebiya, a la que acudí por mediación de un familiar para ponerme ciego de canapés en el ágape con que se clausuraba el acto porque, la verdad, a mí esos saraos me dan bastante repelús debido a mi misantropía crónica. El prenda en cuestión se decía heredero de la casa imperial de Bizancio nada menos y, alternando con autoridades como el Capitán General de la Región Militar Sur, Su Eminencia Reverendísima, el entonces cardenal arzobispo de Sebiya don Carlos Amigo Vallejo y politicastros de todo tipo de pelajes, nadie dudaría de su veracidad. El fulano llevaba un uniforme de gala diseñado por él mismo cuajado de medallas, e iba acompañado de un séquito igualmente suntuoso y solemne. Picado por mi curiosidad congénita, indagué sobre el personaje aquel y resultó ser un listo que a lo más que había llegado era a aprendiz de sastre en una ciudad de su Castilla natal hasta que se le ocurrió auto-erigirse en el postrero retoño de la casa imperial de los Paleólogo. Vive de eso, de vender títulos falsos cuando, en realidad, su sitio es un patio de Monipodio, pero mientras haya pardillos que piquen, que le quiten lo bailado. Y lo trincado, naturalmente.
EPÍLOGO:
Creo que con esta filípica ya nadie tendrá dudas al respecto. Si los blasones los ostentaran los apellidos, los 47 millones de españoles que habitamos en esta maltrecha Patria nuestra tendríamos derecho, no a uno, sino incluso a varios. Pero no. No son los apellidos, son determinadas familias las que pueden disfrutar de ese honor por el que nuestros ancestros vertieron su sangre y sus tripas en los campos de batalla. Sólo hay una persona con potestad para otorgar títulos y blasones: el Rey, y como ya no hay hechos de armas donde poder ganarlos, pues los concede a personajes como entrenadores de balompié, cantantes, literatos o incluso a políticos. Por lo visto, ganar un mundial de balompié o dedicarse a algo tan indigno como la política tiene más mérito que batirse el cobre en guerras donde no pintamos nada, pero a pesar de todo nuestras tropas obedecen sin rechistar y dejan la vida en ello. En el colmo de la bellaquería, nuestros miserables políticos no les conceden las medallas con el distintivo rojo que indica que se han ganado en una acción de guerra, sino con distintivo amarillo, o sea, en acto de servicio, para de ese modo no perpetrar la incorrección política de reconocer que nuestros soldados participan en una guerra de verdad, y prefieren hacerla pasar como que van a repartir caramelos y sonarle los mocos a los críos de Afganistán, Bosnia, Irak, etc.
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Nobleza de nuevo cuño: el marqués de Iria Flavia, el duque de Suárez y el marqués de Del Bosque, al que ni siquiera le han concedido un blasón, sino solo el título. Supongo que al no haber un rey de armas los diseños de nuevos blasones están complicadillos. A mi entender, si alguno lo merecía de verdad era Cela, que aportó cultura y un Nobel. En todo caso, y teniendo en cuenta los rangos de cada título, colijo que con una baronía se podían dar con un canto en los dientes |
Concluyo con una anécdota que viene como anillo al dedo sobre lo narrado. Hace años, un conocido mío dueño de una cristalería me contaba cómo un cliente fue a encargarle una vidriera emplomada para la puerta del salón con "su escudo de armas". Como él no sabía una papa del tema y, al cabo, lo que le interesaba era el dinero que le dejaría el trabajo, sacó del cajón un diccionario heráldico para buscar el apellido. El fulano tenía un apellido patronímico bastante común, no recuerdo cuál, así que se vio en el brete de no tener ni idea de cuál plantearle entre los tropocientos blasones que aparecían en el diccionario. El cliente, que tampoco sabía un carajo de nada, no pareció muy satisfecho con el boceto que le hizo del que pensó podría gustarle más.
-No, ese no me gusta, quiero otro- protestaba el pseudo-hidalgo.
-Bueno, es que en el diccionario dice que este es el de los Fulanez de Sebiya- replicó el cristalero, como si en Sebiya no hubiera miles de ciudadanos apellidados así y que igual provenían de la otra punta de España.
-Me da lo mismo, ese no me gusta- insistió el tipo aquel-. ¿No hay uno donde salga un león o un águila?
El cristalero se puso a rebuscar y vio que no había un solo linaje con ese apellido donde aparecieran un león o un águila.
-Mire, no hay leones ni águilas- tuvo que reconocer muy contrito, pensando que iba a perder la ocasión.
El fulano aquel se quedó un instante meditabundo y finalmente lo tuvo claro:
-Mire, Vd. me hace una vidriera con un escudo donde salga un león. Me da lo mismo de quién sea, pero lo importante es el león, coño.
Total, le puso un fiero león rampante, su cliente tuvo tres orgasmos al ver como lucía la vidriera al pasar por ella la luz de la terraza y le soltó la pasta gansa que le cobró por la faena sin rechistar, porque daba por sentado que las visitas se quedarían convertidas en estatuas de sal ante aquel alarde de hidalguía. Por supuesto, está de más decir que al timbre le añadió una coronita para contentarlo más. Total, ya puestos...
En fin, criaturas, esa es la diferencia entre linajes blasonados y los apellidos que todo el mundo tiene en el DNI. En otra entrada hablaremos más a fondo de otra dificultad añadida a estos estudios genealógicos, y es cómo evolucionaron los apellidos modernos en una época en que a los hijos se les ponía indistintamente el del padre, la madre, se cambiaba el orden o se tomaba otro distinto porque les daba la gana. Como comprenderán, remontarse a tiempos de los godos en semejante maremagno es simple y llanamente imposible.
Hale, he dicho
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