Ciertamente, las ideologías tóxicas manchan todo lo que tocan. Por ejemplo, cuando se habla del ejército alemán de la 2ª Guerra Mundial el cuñado de turno suelta la perla de "el ejército nazi", como si todos sus componentes fueran fervientes seguidores del ciudadano Adolf. Lo mismo ocurre con nuestro probo ejecutor protagonista de este articulillo por lo que, cuando sale a relucir, de inmediato se le considera como un eficiente verdugo nazi. Sin embargo, Reichhart ya ejercía su siniestro oficio cuando el ciudadano Adolf no era más que un ex-combatiente que bicheaba en los tugurios tedescos en busca de elementos subversivos, y el NSDAP no era más que el DAP a secas dirigido por Anton Drexler, e incluso lo siguió ejerciendo cuando el ciudadano Adolf se había convertido en un torrezno carbonizado a medias y su Reich de los Mil Años ya era historia. De hecho, nuestro hombre tenía la mentalidad propia de un funcionario que da por sentado que su oficio es absolutamente necesario para mantener el orden social y culminar los procesos judiciales. No era un sádico que se regodeaba ejecutando reos y, de hecho, durante toda su carrera y tras su jubilación padeció numerosas depresiones precisamente porque la conciencia le pesaría más que un elefante bien criado. Reichhart, al igual que sus colegas foráneos Pierrepoint o Deibler, no se veía a sí mismo como un homicida a secas, sino como el último eslabón de la justicia, que era la que había puesto al reo en sus manos. Él no lo mataba por placer ni porque le diera la gana, sino porque un juez así lo había decidido. Por lo tanto, no se consideraba responsable de la muerte del condenado, sino un mero brazo ejecutor del estado. Otra cosa es el motivo que lleve a alguien a sacar la carrera verduguil, y más de uno dirá que, como nadie les obligó a ejercer semejante oficio, pues eran unos malvados intrínsecos. Lo que no piensan a la hora de juzgarlos es el contexto social, familiar o económico que les tocó vivir y, como es habitual hoy día, lo ven todo bajo el prisma de nuestra época y no de hace 100 años, cuando estos hombres decidieron convertirse en "ejecutores de sentencias", como se intitulaba nuestro verdugo patrio Bernardo Sánchez Bascuñana, verdugo de la Audiencia de Sevilla desde 1949 hasta que palmó en 1972.
Por lo tanto, debemos despojarnos de nuestros prejuicios y de la moralina que muchos sacan a relucir cuando se tratan estos temas y, antes de tachar a Reichhart como un nazi sanguinario, detenerse a indagar un poco sobre su trayectoria laboral y vital. Así, más de uno puede que se sorprenda cuando le diga que se preocupó de modificar su herramienta de trabajo para abreviar al máximo el momento supremo, de forma que el reo apenas tuviese tiempo de enterarse de nada. Para ello, suprimió la tabla basculante en la que se inmovilizaba al reo (véase el artículo sobre la Fallbeil), lo que conllevaba un tiempo que hacía la espera absolutamente terrorífica. Para agilizar el trance, en cuanto se descorría la cortina negra que ocultaba la máquina mientras se leía la sentencia y demás chorradas protocolarias, los dos ayudantes cogían en volandas al reo, lo tumbaban boca abajo y cerraba el cepo que le aprisionaba el cuello. En ese instante, Reichhart liberaba la cuchilla y se acabó lo que se daba. Cuando, con voz solemne, anunciaba que "la sentencia se ha cumplido", no habían transcurrido ni cinco segundos. Del mismo modo, incluso llegó a proponer la implantación de la horca anglosajona, lo que fue rechazado porque a los picatostes del ministerio de Justicia, que esos sí que eran nazis diplomados o lo disimulaban muy bien, les parecía un sistema menos humillante y compasivo para el reo. Por lo tanto, prefirieron mantener el método aparentemente brutal de colgarlo de un gancho como si se tratara de una res en el matadero. Para los que desconozcan esta forma de ejecución, quizás convenga abrir un paréntesis y detallarla.
Los ahorcamientos llevados a cabo en las cárceles tedescas eran burdos, primitivos, aún más siniestros que los que se realizaban en la isla mohosa de Albión (Dios maldiga a Nelson), en sus antiguas colonias de ultramar o cualquier otro país donde se tuviera la horca como sistema penal. De hecho, ni siquiera se usaba un patíbulo, y la ejecución tenía lugar en una sala vacía en la que se habían dispuesto uno o varios ganchos similares a los de los mataderos. El reo era llevado a dicha sala y, sin más historias, era aupado por el ayudante del verdugo, en estos casos seleccionados entre homicidas especialmente forzudos. Entonces, el verdugo, que esperaba en una pequeña escalera, ponía en el cuello del sujeto un dogal hecho con una cuerda de piano o un cable de acero, tras lo cual el forzudo soltaba al reo. En teoría, al no haber caída y, por ende, dislocamiento de cervicales, el sujeto palmaba a causa de un estrangulamiento que se prolongaría lo suficiente como para causar una muerte terriblemente agónica.
Secuencia de la película anterior en el que vemos al médico comprobando que Nebe ya ha causado baja definitiva |
Pero, en realidad, la tremenda presión ejercida en el cuello por el dogal cortaba de inmediato la circulación sanguínea al cerebro, haciendo que el reo quedase inconsciente casi al instante y muriendo por anoxia en tres o cuatro minutos en los que, obviamente, no se daría cuenta de nada. Así pues, la "horca nazi" no era más cruel en sí misma, sino más humillante. El reo quedaba colgado como una longaniza mientras los asistentes esperaban un tiempo prudencial hasta que el médico presente certificaba que el músculo cardíaco del desdichado se había gripado definitivamente. A continuación era descolgado y enviado a la facultad de medicina para ser objeto de estudio. Sí, en la Alemania del ciudadano Adolf los reos de muerte eran por ley enviados para satisfacer la demanda de cuerpos con los que los estudiantes de medicina aprendían los entresijos del organismo, y solo si la familia lo solicitaba se les entregaba el cuerpo. Los reos de traición y los enemigos del estado solo podían ser retirados previa autorización de la Gestapo.
Bien, creo que tras este introito habrá quedado claro que Reichhart no tenía más vinculación con el nazismo que el hecho de haberse afiliado al partido en 1937, como hicieron mogollón de funcionarios por la cuenta que les traía. Al cabo, y nos guste o no, el ciudadano Adolf era el canciller legalmente establecido, y todo aquel que currase para el estado tenía que ceñirse a lo que el estado disponía porque no era plan de verse puesto en entredicho en una época y un país donde eso podía costarle a uno serios disgustos. Y dicho esto, vamos al grano...
Hasta la introducción de la guillotina, los útiles para decapitar en los estados germanos eran el hacha y, sobre todo, la espada. Como vemos en el grabado, el reo se iba de este mundo cómodamente |
Johann Baptist Reichhart aterrizó en este atribulado mundo el 29 de abril de 1893 en Wichenbach, una pequeña aldea situada entre Wörth an der Donau y Tiefenthal, en Baviera, a orillas del Danubio. Sí, uno de esos parajes que te dejan embobado y que tanto salen en las edulcoradas pelis de Sissi. Desde el siglo XVIII, su familia venía ejerciendo de Scharfrichter, que en cristiano significa verdugo. Como complemento a su oficio, ya que cobraban por ejecución consumada e igual ganaban un pastizal al año que no veían un duro, compaginaban dicho oficio con el de Wasenmeister (literalmente, maestro de los prados), un trabajo cuyo cometido era eliminar las reses muertas en las granjas, así como los bichos que aparecían en los caminos y ciudades para impedir la propagación de enfermedades. El Wasenmeister se los llevaba para enterrarlos o incinerarlos ya que su carne no se consideraba apta para el consumo humano, pero no sin antes aprovechar todo lo aprovechable del animal, desde la piel a la grasa para fabricar jabón o el pelo para fabricar fieltro. Al ser ambos unos oficios tenidos por degradantes, los verdugos y su complemento laboral solían ser trabajos muy endogámicos que pasaban de padres a hijos, e incluso se matrimoniaban entre personas con cierto parentesco porque el personal no quería relacionarse con esta gente tan siniestrilla.
El tío Franz (a la izquierda) cuando eran ayudante del verdugo oficial de Baviera, Joseph Kisslinger, en la cárcel de Würzburg |
Cuando Johann nació, su tío Franz Xaber ya ejercía como Nachrichtergehilfe (ayudante del verdugo) del Reino de Baviera. Era un personaje curioso el tío Franz... Con jeta de tedesco bonachón y orondo, era un ciudadano sumamente piadoso y con una profunda fe hasta el extremo de que, cuando palmó en 1934, legó todo su patrimonio a la Iglesia y costeó la construcción de la pequeña capilla ubicada en un paraje llamado Monte de los Olivos, en Falkenstein. Más aún, era tan pío que, después de una ejecución, encendía una vela por el difunto y pagaba de su bolsillo una misa para que el infierno le fuera razonablemente soportable. El tío Franz, que ejerció como verdugo entre 1894 y 1924, con 73 tacos a cuestas y 58 cabezas cortadas decidió que era hora de dar de mano y retirarse, no sin antes ofrecerle el puesto a su sobrino Michael, el hermano mayor de Johann. Pero a Michael no le iba eso de descabezar ciudadanos por muy malas personas que fuesen, así que la oferta recayó en el joven Johann que, con 31 años, estaba ansioso por alcanzar una estabilidad familiar y económica. Tras haber servido como soldado raso durante la Gran Guerra y haber vuelto a casa entero e ileso, se buscó la vida como hostelero, vendedor ambulante de libros e incluso como profesor de baile. Sin embargo, la crítica situación en que había quedado Alemania tras la guerra no le permitió tener éxito en ninguno de los proyectos emprendidos, por lo que prefería asegurarse el futuro con un trabajo fijo.
Reichhart en sus inicios, vistiendo la indumentaria exigida a los verdugos: chistera, levita y corbata de pajarita. Un ejecutor debía vestir acorde a la tenebrosa solemnidad del momento |
Así pues, por recomendación del tío Franz, nuestro hombre firmó su contrato verduguil con el 1er. fiscal del Tribunal Regional de Múnich I el 27 de marzo de 1924, no sin antes aprender todo lo aprendible acerca de su nuevo trabajo, practicando incluso con cadáveres. Apenas cuatro meses más tarde, el 24 de julio siguiente, Reichhart se estrenó como verdugo en la cárcel del distrito de Landshut descabezando a Rupert Fischer, un malvado parricida que se había cargado a la parienta en un avenate, seguido de Andreas Hutterer, su cómplice. En aquella época, los verdugos aún no tenían un salario fijo, sino solo un estipendio por ejecución que ascendía a 150 marcos más otros 10 al día en concepto de dietas más el transporte. Por otro lado, en toda Baviera había una sola máquina, la misma Mannhardt empleada por el tío Franz y que permanecía en la cárcel muniquesa de Stadelheim, por lo que cuando sus servicios eran requeridos en otra ciudad había que transportarla desmontada en ferrocarril.
Guillotina Mannhardt. Obsérvese la fijación de la cuchilla a la máquina |
La máquina, cuidadosamente embalada en sólidas cajas de madera, era inspeccionada a fondo antes de partir, y se comprobaba que no faltase ni un tornillo. Junto a las piezas viajaba un juego de cuchillas que eran seleccionadas por el verdugo cuando veía la constitución del reo. Al parecer, Reichhart era especialmente intuitivo en ese aspecto, y siempre supo elegir la cuchilla más adecuada, la cual había que cambiar en caso de tener que ejecutar a más de un reo en el mismo día si bien esta operación no era nada complicada ya que la Mannhardt solo necesitaba aflojar cuatro tuercas para remover la cuchilla. Una vez en destino, se montaba la máquina y se comprobaba que funcionaba a la perfección. El debut de nuestro hombre salió a pedir de boca. No titubeó, no se acojonó, y sus ayudantes funcionaron como una máquina bien engrasada junto a la Mannhardt. Cuando la cabeza de Fischer cayó al recipiente, anunció que "la sentencia se ha cumplido" y todos contentos. El fiscal le dio varias palmaditas en el lomo y le auguró un gran porvenir. Y, ciertamente, parecía que por fin llegaba la seguridad económica y laboral que tanto anhelaba nuestro hombre, que veía cómo su país no salía del hoyo en el que había caído como consecuencia de la guerra y del nefasto Tratado de Versalles que los había empujado a la miseria más miserable.
Los comienzos eran de lo más prometedores ya que en 1924 realizó siete ejecuciones, y nueve en 1925, pero a partir de ese año comenzaron a disminuir hasta el extremo de que en 1928 solo tuvo lugar una decapitación. El gobierno de la República de Weimar había decidido adoptar una política de benevolencia, supongo que para aliviar la enorme tensión social que se respiraba en Alemania. Obviamente, Reichhart vio sus ingresos reducidos prácticamente a cero, por lo que solicitó de las autoridades una remuneración que le permitiera al menos calentar el puchero. La última ejecución había tenido lugar el 20 de enero de aquel año, y para su sustento y el de su familia- su mujer y tres hijos- necesitaba un mínimo de entre 50 y 70 marcos semanales. El ministerio de Justicia comprendió el estado de penuria del verdugo estatal, así que le concedieron un pago especial de 500 marcos más la autorización para tener un oficio secundario que le permitiera ganarse la vida con un mínimo de dignidad. Así pues, decidió largarse a La Haya, en Holanda, donde montó una verdulería que comenzó a funcionar bastante bien, compaginando su vertiente comercial con viajes a su jurisdicción cada vez que era requerido para descabezar algún reo. Sin embargo, y a pesar de que mantenía su verdadero oficio en el más absoluto secreto, alguien se fue de la lengua y se supo quién era y a qué se dedicaba. Está de más decir que comprar hortalizas y frutas a un tendero que ejecutaba gente y, para colmo, era alemán, se hizo muy cuesta arriba a sus clientes. Reichhart pensaría que lo había mirado un tuerto, porque por mucho interés que ponía no había forma de lograr una posición estable. Así pues, a principios de 1933 decidió volver a Múnich para reiniciar por enésima vez su vida. No debía tenerlo fácil ya que tenía que alimentar cuatro bocas: la de la parienta y su prole, dos varones y una hembra llamados Heribert, Marianne y Hans, nacidos en 1922, 1925 y 1927 respectivamente.
Sin embargo, la mudanza coincidió con el ascenso al poder del ciudadano Adolf, y las cosas cambiaron radicalmente cuando, en junio de aquel mismo año, el estado le aseguraba unos ingresos anuales de 3.000 marcos, aparte del estipendio correspondiente por cada ejecución consumada. Además, aunque nunca pudo alcanzar la condición de funcionario estatal, dejó de depender del estado bávaro para pasar a formar parte del personal del Ministerio de Justicia del Reich, que parecía dispuesto a aumentar de forma substanciosa los todeskandidaten que deberían pasar por las manos de nuestro hombre. El cambio de patrón le supuso además un aumento de 720 marcos a su salario, y su ámbito de trabajo se extendió a Sajonia.
Por otro lado, el perfeccionismo innato de Reichhardt y su escrupuloso sentido del deber causó muy buena impresión en sus nuevos jefes, que vieron en él un elemento de primera clase para desarrollar su política de represión contra los nuevos enemigos del estado. Esto hizo que, posteriormente, Reichhart fuera visto como un furibundo nazi cuando, en realidad, solo era un cumplidor obsesivo de su trabajo que no se preguntaba los motivos por los que cada reo había sido condenado, y le daban dos higas germánicas que fuera por asesinato, violación o, simplemente, por poner a caldo al ciudadano Adolf en plena calle. Él se consideraba un ejecutor de la justicia, y en aquel momento la justicia era la que dictaban los nazis. De hecho, sus antecedentes no eran precisamente los de un nacionalsocialista de primera generación ya que, durante la guerra, se sumó a la Liga Espartaquista, un movimiento revolucionario de ideología marxista que estuvo operativo entre 1914 y 1919. Así pues, nuestro hombre era en realidad un instrumento fiel y obediente que, de la misma forma que se puso al servicio de la República de Weimar, pues cuando cambiaron las tornas hizo lo propio con los nazis. En resumen, aunque no era un funcionario tenía la mentalidad de un funcionario que, para dar muestras de su entusiasmo y fidelidad, no dudó en apuntarse al NSDAP en mayo de 1937, posiblemente sin tener ni puñetera idea de qué iba la cosa. Reichhart solo tenía claro que los nazis le daban por fin trabajo en cantidad, y para él era lo único importante.
El índice de condenas a muerte fue aumentando de forma notable por obra y gracia del Volksgerichtshof, el Tribunal Popular instaurado en 1934 que, además de juzgar delitos comunes, se hizo cargo de todo lo referente al derrotismo, subversión o para combatir a cualquier ideología que pudiera suponer un peligro para el estado nazi, especialmente los movimientos de izquierdas. Su más conocido miembro fue el furibundo Roland Freisler, que no dudaba en mandar a la muerte a jóvenes que apenas habían sobrepasado la mayoría de edad o, si hacía falta, a adolescentes. Un mal bicho era Freisler, ciertamente. En cuanto a Reichhart, el panorama se presentaba por fin de lo más alentador. El 25 de agosto de 1937, el Ministerio de Justicia del Reich reorganizó tanto el cuerpo de verdugos como su jurisdicción, creándose tres plazas de ejecutores y otros tantos territorios. Además, para facilitarles el trabajo se instalaron guillotinas en cada centro de ejecución, por lo que nuestro hombre pudo prescindir del Opel Blitz que, en un primer momento, le habían facilitado para que pudiera transportar su máquina de un lado a otro con más comodidad.
Así pues, el cuerpo de verdugos de Reich quedó constituido de la siguiente forma: Reichhart siguió ejerciendo en Baviera, con su "sede central" en Múnich, en la prisión de Stadelheim, además de las de Dresde y Weimar. A Ernst Reidel se le asignaron Plötzensee, Breslau y Königsberg, y a Friedrich Hehr, Hamburgo, Hannover, Colonia y Butzbach. Tras el Anschluss se agregaron Frankfurt y Viena a Reichhart. La prima por decapitación era de 40 marcos para los verdugos y de 30 para los ayudantes. En caso de tener que realizar varias ejecuciones en el mismo día se añadía un plus de 30 marcos por cabeza amputada y, caso de que tuvieran que desplazarse a más de 300 km. de su domicilio se añadían 60 marcos más. Está de más decir que se forraron por obra y gracia del afán decapitador del régimen, que hizo que Reichhart ganara solo en 1942 su salario anual más la friolera de 35.790 marcos extras por las 764 ejecuciones que llevó a cabo. Al año siguiente, esta cifra aumentó hasta los 41.748 marcos. Una... pasta... gansa.
El período comprendido entre 1940 y 1945 fue fastuoso para nuestro hombre, que no daba abasto. En ese tiempo liquidó nada menos que a 2.805 reos que, ojo al dato, no fueron todos condenados por cuestiones políticas. Por la cámara de ejecuciones pasaban tipos de todos los pelajes incluyendo, además de enemigos del régimen, asesinos, contrabandistas, violadores, falsificadores, etc. Además, nuestro hombre tocaba todos los palos ya que, cuando el trabajo llegó a desbordarles, se recurrió a la horca para agilizar el ritmo de ejecuciones ya que los meticulosos funcionarios del Ministerio de Justicia sufrían episodios de ansiedad ante la perspectiva de que se acumulasen los cumplimientos de sentencias o que se demorasen. Así pues, nuestro hombre tuvo que ejercer de ahorcador cuando hizo falta, superando los 50 reos eliminados por este sistema. De ahí surgió, como comentamos anteriormente, el interés de Reichhart por establecer la horca de caída larga británica, que fue desechada por ser excesivamente humanitaria. Y, para completar sus habilidades, cuando se le sumaron las prisiones austríacas a sus dominios tuvo que efectuar las ejecuciones con el sistema propio del país, el ahorcamiento de caída corta en poste propio de Austria y países del antiguo imperio. A lo largo de su vida operativa, Reichhart acabó con la vida de 3.165 reos, de los cuales 2.805 lo fueron entre 1940 y 1945. Por cierto, en otro articulillo hablaremos con más detalle de todos los procesos seguidos en las ejecuciones, así como de los homicidas dedicados a estos menesteres.
Prisión de Plötzensee, en Berlín, sin duda, la cárcel que más se identifica con el terror implantado por los nazis |
Apenas faltaban días para que la guerra terminase y con los hijos del padrecito Iósif aporreando la puerta cuando las ejecuciones se seguían efectuando con implacable meticulosidad germánica. Un condenado debía sufrir su castigo sí o sí, de modo que nuestro hombre se vio prácticamente hasta el final dándole al manubrio de su máquina. De hecho, se tiene constancia de que el 16 de abril de 1945 aún se seguían practicando ejecuciones en la prisión de Plötzensee, donde Wilhelm Rottger, otro ejecutor sumado a la nómina del ministerio en 1940, se había convertido en una máquina de matar por mérito propio. Ya hablaremos de este prenda, descuiden...
Cámara de ejecución de Stadelheim cuando estaba a pleno rendimiento. Por ahí pasaron más de 1.200 personas |
El 30 de abril de 1945, los yankees ocuparon Múnich, y al Reich de los Mil Años se le terminaron las pilas de golpe. Reichhart optó por largarse a su casa en Gleiẞental, muy cerca de la capital, donde decidió quedarse quietecito a la espera de acontecimientos. Nuestro hombre tenía claro que, en sí, no había cometido ningún crimen ya que él se había limitado a cumplir su trabajo, pero ya sabemos que los aliados estaban muy irritados con los alemanes en general y los relacionados de alguna forma con su maquinaria política en particular. Y él, mal que le pesase, había formado parte de esa maquinaria. No andaba muy equivocado, porque unos días más tarde se presentó en su casa un piquete para arrestarlo y llevárselo a la prisión de Stadelheim que había sido su feudo durante tantos años. Sin embargo, su estancia en la misma apenas duró una semana. Su pecado, como el de millones de alemanes, se limitaba a haber pertenecido al NSADP, pero no encontraron nada para meterle un paquete, así que lo dejaron ir.
Patíbulos de Lansdberg |
Sin embargo, la carrera verduguil de Reichhart aún no había concluido. Los yankees, a la vista de su expediente, consideraron que les vendría de perlas para echar una mano y colaborar con la extensa lista de criminales de guerra que, con seguridad, acabarían condenados a muerte en los procesos que se estaban cociendo. Así pues, se lo llevaron a la prisión de Landsberg, donde se habían construido dos patíbulos en los que, alternativamente, se iban ejecutando hornadas de nazis de segundo orden, mayoritariamente médicos de los campos de exterminio, así como comandantes y guardianes especialmente malvados de los mismos. En Landsberg, nuestro hombre compartió cartel con el sargento mayor Woods, y parece ser que fue el que instruyó al yankee en el arte del ahorcamiento porque, como ya narramos en su día, Woods inició su andadura como verdugo sin tener ni puñetera idea de qué iba la cosa.
Reichhart deteniendo el balanceo de la soga que sujeta al reo que acaba de caer por la trampilla |
Y no crean que le faltó el trabajo a nuestro hombre, porque ejecutó a nada menos que 165 reos de todos los pelajes, mayoritariamente los SS que habían servido en los campos. No creo que Reichhart tuviera algún tipo de reparo a la hora de enviar al otro mundo a hombres que era pública y notoria su mala leche, y parece ser que incluso se llegaron a plantear designarlo para ejecutar a los mandamases condenados en Nuremberg. Sin embargo, el "honor" fue cedido a Woods, supongo que porque preferirían que fuera uno de los suyos el que acabara con la vida de los más elevados jerarcas del nazismo. Sea como fuere, la cuestión es que esta colaboración permitió a nuestro hombre subsistir en un momento en que a sus paisanos se les hacía muy cuesta arriba llevarse un mendrugo a la boca. Los yankees le pagaban sus servicios generalmente con comida enlatada, tabaco y bebidas alcohólicas, que en aquel momento eran artículos con más valor que los billetes de banco.
Un avejentado Reichhart durante el proceso. En esa foto apenas tenía 51 años |
Pero parecía que Reichhart no iba a poder disfrutar de un retiro apacible con los jugosos beneficios obtenidos durante su prolija carrera bajo el nazismo. En mayo de 1947 fue nuevamente arrestado por los yankees, siendo enviado al campo de Moosburg an der Isar, donde tenían a buen recaudo a personajes de segundo orden y a algunas de las parientas de los gerifaltes nazis por si aún conservaban algún tipo de nostalgia por el extinto ciudadano Adolf. El 13 de diciembre del año siguiente fue procesado en Múnich por su desempeño como verdugo, lo cual no dejó de causarle bastante perplejidad tanto en cuanto, como hemos dicho, él se consideró siempre un engranaje más de la maquinaria estatal cuyo cometido era culminar la actuación judicial. En su alegato afirmó rotundamente que "he ejecutado sentencias de muerte en la firme convicción de que sirvo al estado con mi trabajo y que cumplo con las leyes legítimas. [...] En el futuro, que los jueces ejecuten ellos mismos las sentencias de muerte". Y tenía más razón que un santo, qué carajo...
Reichhart durante el juicio. Lo cierto es que se le ve bastante desmejorado, ¿no? |
El 29 de noviembre de 1949 concluyó la vista y, sin embargo, sus razones no fueron suficientes para que el tribunal lo exonerase, así que le endilgaron dos años de trabajos forzados y la confiscación del 50% de sus bienes. La apelación de rigor dejó la cosa en un año y medio y la confiscación del 30% de sus bienes, así que lo soltaron porque la condena ya la había cumplido mientras permaneció arrestado. Y, por si fuera poco, le cayó una inhabilitación para ejercer cualquier cargo público, derecho al sufragio y hasta le prohibieron tener permiso de conducir y un vehículo propio, y como guinda del pastel tuvo que pagar los 26.000 marcos de las costas procesales. Total, lo dejaron tieso. Y por si el hombre no tenía bastante con quedarse en la ruina, su mujer lo mandó a paseo y su hijo menor Hans se suicidó en 1950, con apenas 23 años, bastante deprimido por haberse visto señalado durante toda su vida como el hijo del cortacabezas y por el siniestro oficio desempeñado por su padre durante tantos años.
Reichhart al final de sus días con uno de sus chuchos |
A partir de ahí, ya pueden imaginar que la vida de Reichhart no fue precisamente grata. Solo le quedó una modesta pensión de 220 marcos al mes como veterano de la Gran Guerra. Se instaló en Disendorf, cerca de Múnich, donde montó un criadero de Schnauzers. Llevó una vida solitaria y aislado de todos porque, como era habitual, nadie quería trabar amistad con un verdugo, y menos con uno que había trabajado para los nazis aunque, como ya sabemos, su carrera empezó antes de la llegada de los nazis al poder y concluyó precisamente ahorcando nazis. A sus miserias habría que añadir alguna que otra estancia en centros psiquiátricos a causa de las depresiones que venía arrastrando desde hacía años. Solo salió brevemente de su letargo en 1963 a raíz de la creación de la "Verein zur Wiederein einführung der Todesstrafe", una asociación a favor de la reintroducción de la pena de muerte en Alemania Occidental, donde había sido abolida en 1951, como consecuencia de una oleada de asesinatos que cabrearon bastante la gente. Sin embargo, su membresía en dicha asociación fue meramente testimonial y, probablemente, impulsada por algunos aprovechando su fama de eficiente verdugo. Pero, aparte de esta momentánea aparición, el resto de su vida transcurrió en un anonimato casi absoluto, rechazado por la sociedad a la que había servido.
En fin, criaturas, esta fue la vida de Johann Reichhart, tachado aún hoy día como un sanguinario y sádico nazi por los becarios que se dedican a elaborar artículos sensacionalistas que solo buscan lecturas en la prensa en línea. Sin embargo, como hemos ido viendo a lo largo del relato, nuestro hombre se limitó en todo momento a cumplir el trabajo encomendado, y hasta buscó la forma de reducir en lo posible la angustia de los reos para que afrontasen sus últimos instantes de la forma más rápida posible. Reichhart palmó el 26 de abril de 1972, cuando apenas le faltaban tres días para cumplir los 78 años. Murió en una modesta residencia para ancianos en Dorfen, siendo incinerado el 5 de mayo siguiente en el cementerio de Ostfriedhof, en Múnich. Sus cenizas fueron depositadas en el panteón familiar que vemos a la izquierda, donde también reposan los restos del tío Franz y los de sus tres hijos.
Bueno, aquí termina la historia. Espero que les resulte amena y, sobre todo, letal para sus cuñados.
Hale, he dicho
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