Cualquiera que sea medianamente aficionado a la historia habrá podido comprobar sobradamente que los homicidios de personajes de cierta relevancia han sido la tónica habitual a lo largo de los tiempos. Desde que Caín decidió finiquitar al iluso de su hermano hasta nuestros días, los asesinatos en forma de magnicidios y/o regicidios han sido tan abundantes que con ellos se podía crear una Enciclopedia del Crimen de varios tomos sin problema.
Es indudable que la mejor forma de quitar de en medio a alguien molesto para lograr fines políticos es, simplemente, matarlo. Otra cosa son las consecuencias de estos crímenes, pero me temo que en eso no han solido reparar los asesinos ya que, en múltiples ocasiones, han tenido que pagar caras sus acciones incluso de manos de los que recibieron la orden de ejecución. Así pues y para deleite del morbo del personal, iré añadiendo algunas entradas acerca de asesinatos que, por lo escabroso o relevante de los mismos, han pasado a la historia. Conviene aclarar que, en determinados casos, la ejecución del crimen tiene más de legendario que de real si bien, en estos casos, tendremos que aceptar la leyenda tanto en cuanto no hay pruebas concluyentes que demuestren lo contrario y, por otro lado, ya sabemos que cuando el río suena, agua lleva.
Comenzaremos por uno de los asesinatos más controvertidos y, a la par, brutales de la Edad Media: el de Eduardo Plantagenet, segundo de su nombre. Antes de nada, poner al personal en situación de forma muy breve para que sepan en qué contexto se desarrolló el regicidio.
Isabel de Francia |
Entrada a la torre que supuestamente sirvió de prisión de Eduardo II |
Pero matar a un rey, por muy depuesto que estuviera y por muy sodomita que fuese, en aquellos tiempos no era nada fácil. Y no ya por la mera ejecución del crimen, sino por las connotaciones de tipo político e incluso sentimental de cara al pueblo, para quien la figura regia era algo cuasi sagrado. Así pues, no convenía ni que se sospechara que había sido asesinado, ni tampoco, caso de sospecharse, de quién había partido la orden. Según la leyenda, fue al obispo de Hereford, Adán Orleton, al que se le ocurrió la forma de hacer llegar la orden a los guardianes de Eduardo en forma de una carta en latín con dos posibles interpretaciones. La carta contenía una sola frase: EDVARDVM OCCIDERE NOLITE TIMERE BONVM EST. Las dos traducciones podían ser: No matéis a Eduardo, temer es bueno, o bien No temáis matar a Eduardo, eso es bueno. La falta de una coma en la frase daba pie a esa confusión.
Castillo de Berkeley |
Mausoleo de Eduardo II en la catedral de Gloucester |
En fin, esa es la historia. Hay estudiosos que la desmienten por completo. Otros, que pudo ser asfixiado con una almohada. Otros dicen que pudo ser cierta. Otros incluso afirman que huyó de Berkeley y que, tras un largo periplo, fue a parar a Milán, donde fue acogido por Manuele de Fieschi. En todo caso, la que más ha perdurado ha sido la narrada aquí (hasta Thomas Moro la corroboró en su día), quizás por aunar el método de ejecución con su condición de homosexual. Fue sepultado en la abadía de Gloucester.
En cuanto a los que, de una forma u otra, tomaron parte en el magnicidio, sufrieron diversas suertes porque su heredero, Eduardo III, no se tomó al parecer nada bien que liquidaran a su progenitor. Veamos qué fue de ellos:
Isabel de Francia: Tras tres años gobernando junto a su amante, su hijo Eduardo III tomó las riendas del poder en 1330. En un audaz golpe de mano el 19 de octubre de 1330, detuvo a Roger Mortimer y a su propia madre en el castillo de Nottingham. A continuación fue encerrada en el castillo de Berkhamsted. Luego permaneció arrestada en el de Windsor para, en 1332, ser trasladada a su castillo de Rising, donde pasó el resto de sus días. Aunque le fueron confiscadas sus posesiones, le fue asignada una renta anual de 4.000 libras esterlinas, que era una pasta gansa en aquella época. Murió en 1358.
Roger Mortimer: Tras su arresto y a pesar de las súplicas de su amante, Eduardo III no tuvo piedad con él. Lo mandó ahorcar en el patíbulo de Tyburn, en Londres, el 29 de noviembre de 1330.
Adán Orleton: Su ayuda fue bien pagada por Mortimer, ya que lo nombró obispo de Worcester apenas cuatro días más tarde de la muerte de Eduardo. Posteriormente, en 1333 y con Eduardo III en el poder, alcanzó el obispado de Winchester, lo que demuestra que sabía nadar y guardar la ropa. Murió en 1345.
Thomas Berkeley: Fue juzgado por complicidad en 1331, pero fue absuelto de toda culpa. Largarse a Bradley fue una sabia decisión. Murió en 1361.
John Maltravers: Tras la caída de Mortimer fue acusado de ser el responsable directo del asesinato de Eduardo II, fue condenado a muerte pero pudo huir a Francia. Se le autorizó a volver a Inglaterra en 1345 y fue rehabilitado en 1353. Murió en 1365.
Thomas de Gournay: Al igual que Maltravers, fue condenado a muerte pero huyó a España. No se conoce bien su destino final, si bien parece que fue arrestado en Nápoles y asesinado por sus captores allí mismo.
William Ogle: También puso tierra de por medio, temeroso de la venganza de Eduardo III. Sin embargo, su destino es desconocido, perdiéndose su pista tras el crimen.
Enrique de Lancaster: A pesar de haber sido partidario de Mortimer y el que apresó a Eduardo II, su sucesor lo nombró comandante en jefe de su ejército durante las Marchas Escocesas, además de consejero principal y high sheriff de Lancashire. Se retiró en 1330 tras quedarse ciego. Murió en 1345.
En fin, como vemos, los destinos de los que intervinieron en la caída y muerte de Eduardo II fueron de lo más variopintos. Lo que sí queda claro es que, a pesar de la implicación incuestionable de todos ellos, su suerte fue muy distinta vete a saber por qué, si bien el que salió peor parado fue Roger Mortimer, que lo pagó con su vida. Y coligo que no tanto por su conspiración contra el rey como por el rencor que le tenía Eduardo III por encamarse con su madre y haber pretendido eternizarse en el poder.
Hale, he dicho
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