Dilectos lectores, seguidores y demás amantes del medioevo. Me gratifica el espíritu informar a vuecedes de que por fin he podido dar término a este ameno relato que, a diferencia de los dos anteriores, es una obra de pura ficción si bien, como tengo por inamovible norma, busco en todo momento mantener la máxima fidelidad histórica posible.
El protagonista es Yago, un infanzón venido a menos que, por circunstancias de la vida, se ve arrastrado a una vida nada recomendable y deberá enfrentarse con enemigos de toda calaña. Una vez le de el repasillo final al texto y demás zarandajas técnicas procederé a colgarlo en Amazón, donde podrán vuecedes adquirir la novela por el módico precio de 2,99 míseros euros, ni lo que vale un café con leche y unos churros.
A modo de anticipo, ahí dejo el primer capítulo para ir haciendo boca y, de paso, así tienen vuecedes lectura para hoy.
Hale, he dicho
ANNO DOMINI 1343
Capítulo 1
Soy Yago. Yago, el asesino. Yago, el lobo. También Yago el albarraz, e incluso Yago el morisco, pero es mentira. Soy cristiano viejo, descendiente del antiguo linaje de los Monroy. Mi padre luchó junto al rey don Alfonso para dejar el pellejo durante una algara en un villorrio de mierda a manos de un perro infiel que lo pasó de lado a lado con una lanza vieja. Mi padre, tan bragado él, tan gallardo, sin un maravedí en la bolsa pero con orgullo por arrobas, se fue de este mundo vomitando cuajarones de sangre y con las calzas meadas. Y a mi madre, a mis hermanos y a mí nos dejó con el sobrado vacío, la casa pignorada al usurero judío Amós ben Menashe para pagar a los diez peones que le acompañaron a la aceifa y con varios pagarés pendientes de abonar a nuestro vecino y enemigo de toda la vida, Ordoño Díaz de Vargas, un hideputa cicatero y resabiado que ni afilaba la espada por no gastar la piedra de amolar y que decía descender del valeroso Diego Pérez de Vargas. Pero, en realidad, era el biznieto de un criado de dicho caballero del cual tomó el apellido para ocultar su origen morisco.
Un mal día se presentó en casa Roi, el escudero de mi padre. Con cara de circunstancias, se plantó ante mi madre, le dijo que se había quedado viuda, y que en la cuadra le dejaba el maltrecho bridón de su mentor, así como su panoplia aún ensangrentada. Y sin decir una palabra más se largó. Un escudero pobretón tenía la necesidad de buscar cuanto antes un nuevo caballero al que servir. Mi madre, que tenía más redaños que un gazul, tragó saliva, lloró lo que dura un Avemaría y nos llamó a mis hermanos y a mí para comunicarnos la noticia. Mi hermana mayor, Elvira, se fue corriendo a su alcoba a llorar. Mi hermano gemelo, Fadrique, recibió una sonora bofetada de mi madre en cuanto la primera lágrima resbaló por su cara que ya se veía ensombrecida por el bozo juvenil. Echando fuego por los ojos, le espetó que un hijo de Rodrigo Méndez no lloraba ni aunque le sacasen la piel a tiras. Fadrique se tragó la lágrima mientras notaba el escozor del bofetón. Luego, mi madre me miró a mí, como esperando la ocasión para soltar otro guantazo. Pero yo no lloré. Yo tenía ya diecisiete años, me daba buena maña en el manejo de las armas, montaba como un jinete experto y esperaba la vuelta de mi padre con el botín suficiente para poder armarme caballero.
En mis noches insomnes, mi mente volaba como la de todos los rapaces que sueñan con comerse el mundo, con vencer en justas y torneos ostentando los colores de una hermosa dama, con derrotar al mismísimo miramamolín y entregarlo cargado de cadenas a mi rey. Pero Roi, con su lacónico discurso, acababa de mandar al garete todos mis sueños juveniles para, muy a mi pesar, convertirme en un hombre a una edad en la que aún me daba un poco de miedo dormir a oscuras.
Como es de suponer, nuestra vida pasó desde aquel momento de ser modesta a ser una auténtica mierda. Entre el judío y Ordoño Díaz arramblaron con nuestro escaso patrimonio con la anuencia del corregidor el cual, enarbolando los pagarés y el crédito que le firmó enhoramala al judío, tomó posesión de nuestra casa y enseres en nombre de los dos puercos aquellos dejándonos solo con lo puesto. Ni siquiera se libró del expolio León, el bridón de mi padre, el cual fue revendido a un chalán y acabó tirando de un arado. Mal destino para un animal criado para la batalla, ¿no? Afortunadamente, anduve listo y oculté las armas de mi padre en casa de Suero, mi amigo de aventuras y cómplice de mis fallidos proyectos de gloria.
En cuanto a mi madre no se inmutó. Cuando el corregidor tomó posesión de nuestra casa y enseres soltó un escupitajo en plena jeta al judío, el cual tampoco pareció acusarlo mucho de tan acostumbrado como estaba a los desplantes y desprecios de los gentiles, y a Ordoño Díaz le espetó sin dejar de mirarle a los ojos que era un sodomita, un perro malsín y un bellaco hijo de mil padres. Debía ser verdad, porque Ordoño se quedó muy callado con la mirada baja. Las perspectivas no eran nada halagüeñas, las cosas como son, independientemente de que mi madre saliese de la casa seguida por su prole con la cabeza tan alta que parecía ir mirando si iba a llover. Elvira no paraba de llorar, ya que por su condición femenina y por verse de la noche a la mañana sin dote que le permitiese un matrimonio ventajoso, digamos que le estaba permitido el desahogo. Fadrique, siempre tan apocado el pobre, caminaba cabizbajo sin atreverse siquiera a mirar atrás. Y yo, que por lo visto heredé los redaños de mi madre y la tendencia a la cólera de mi padre, aproveché que Ordoño estaba discutiendo con el judío acerca de a cuál de ellos le pertenecían ciertos enseres de la casa, le solté tal patada en sus partes que, mientras corría, podía escuchar sus alaridos y las carcajadas del alguacil.
Mi madre no era mujer para quedarse pensando mucho rato en cómo solucionar nuestra penosa situación. Fue a casa de un pariente lejano, el cual se avino a darnos cobijo durante el tiempo necesario hasta que encontrásemos mejor acomodo. Tras darle las gracias, nos dejó en manos de la mujer de su pariente, una comadre gorda y bondadosa que, apiadada de nuestra situación, nos atiborró de gachas antes en mandarnos a dormir al sobrado, ya que la casa tampoco disponía de mucho espacio.
Al día siguiente, mi madre nos reunió en consejo familiar para comunicarnos lo que había decidido para solucionar nuestro futuro. No nos pidió opinión, sino que dictó sentencia sin más. A Fadrique, sabedora de su carácter timorato y por ser el segundo varón de la familia- había nacido unos minutos después que yo-, lo envió a un cercano monasterio franciscano. Por nuestra condición de hidalgos lo tenía fácil, y para eso mi padre había soltado buenas limosnas a fray Tomás, el prior. Sin añadir nada más, le entregó una carta de presentación, le dio su bendición y le anunció que a la mañana siguiente a más tardar debía marcharse. Fadrique, en honor a la verdad, respiró aliviado. Nunca había sido aficionado a las artes marciales propias de nuestra condición, era un desastre manejando la espada, y lo único que era capaz de montar sin caerse era el asno de la noria. Sabía que el monasterio disfrutaría de la paz y el sosiego que tanto gustaba, podría aprender a leer y a escribir y, quién sabe, hasta podía llegar a prior con el paso de los años. De modo que Fadrique, esbozando por primera vez una leve sonrisa en varios días, tomó la carta de manos de mi madre, agachó la testuz en signo de agradecimiento y se sumió en un mutismo absoluto. Creo que igual pensaba ya en verse de obispo, que de imaginación siempre hemos estado sobrados en la familia.
Luego le tocó el turno a Elvira. A sus quince años era una mocita verdaderamente hermosa, con un cabello castaño y unos ojos luminosos que eran un primor. Pero más soportable le habría resultado ser fea, estar calva y tener los ojos acuosos o ser incluso ciega, porque su porte y su donaire iban a ir a parar a un convento de clausura. La hija de un hidalgo sin dote valía lo mismo que un palafrén cojo de modo que, sin medios para casarla con alguien de igual condición, su único destino posible era ir a dar con su lozano cuerpo a un beaterio. Los berridos de Elvira resonaron en toda la casa hasta que mi madre los silenció de dos bofetadas, y la cosa no acabó a correazos porque la buena comadre medió y se llevó a la niña a llorar su amargura junto al hogar, intentando calmarla susurrándole al oído vete a saber qué.
Yo, siendo en teoría el jefe del clan a pesar de mi corta edad, también tuve que someterme al dictado materno. No salí mal parado del brete, las cosas como son. Ella sabía que no aceptaría jamás vestir un hábito y, además, alguno tenía que quedar para perpetuar nuestro linaje, de modo que me dijo que ya había escrito a su hermano Beltrán para que fuese admitido como escudero suyo. Mi tío Beltrán había sido armado caballero hacía apenas unos meses ya que mi abuelo tardó años en ahorrar lo necesario para pagarle el caballo y las armas, y pocos jóvenes se prestaban a servir de escuderos a caballeros pobres salvo que, como era mi caso, fuesen aún más pobres que el caballero. Pero veía que aquella era la mejor salida para mí, y confiaba en que mi valor y mi tesón me permitirían medrar con el tiempo.
Yo había visto a mi tío apenas media docena de veces en mi vida, pero guardaba un buen recuerdo de él. Era la antítesis de mi madre que, con apenas treinta y dos años, tenía el carácter amargado y siempre estaba de mal humor. Mi tío, por el contrario, era un sujeto jovial, siempre alegre y chistoso. Cuando venía a visitarnos, mi padre, al que Dios haya perdonado, se revolcaba de risa con sus ocurrencias cuando, al amor de la lumbre y hartos de hidromiel, se contaban infinidad de camelos y de batallas más falsas que una dobla de plomo. Por lo tanto consideré que, a la vista de las circunstancias, era el mejor destino al que podía optar. Me atraía la vida militar, y sabía de buena tinta que muchos medraban, bien al servicio del rey, bien al de grandes señores, bien formando parte de partidas reclutadas en los poblados de la frontera que, verano tras verano, entraban a saco en tierra de moros a robarles a destajo. Bien es verdad que los moros, en justa correspondencia, al cabo de pocas semanas devolvían la visita pero, para entonces, los hombres de armas y caballeros que habían participado en la aceifa ya estaban lejos con el botín a buen recaudo, y los que se veían esquilmados eran los habitantes de las vapuleadas aldeas fronterizas.
Así pues y como decía, mi hermano Fadrique partió, tal como le habían mandado, a la mañana siguiente. En un hatillo llevaba un trozo de queso, unas cebollas, un cuarto de hogaza de pan y una bota con vino aguado, lo suficiente para la media jornada de marcha que separaba nuestro villorrio del monasterio. Bajo su birrete llevaba la carta de presentación destinada a fray Tomás. Besó la mano de mi madre, se despidió cariñosamente de nuestros caritativos parientes, a mi me dio un abrazo, y a Elvira no le dio nada porque llevaba toda la noche llorando como una plañidera por su triste destino y no hubo forma de hacerla salir del sobrado que nos servía de aposento. Sin mirar atrás se puso en camino a buen paso, quizás deseando dejar atrás tan amarga etapa de su corta vida, quizás deseando perder de vista para siempre a nuestra dominante madre que, en honor a la verdad, no hizo nunca gran cosa para ganarse nuestro afecto sino más bien todo lo contrario.
Elvira no llegó a tener que pasar por el amargo trance de una despedida. Tras una semana de llantos y lamentos, perdió el juicio. Mi madre, que ni por un solo momento tuvo la ocurrencia de darle consuelo, se limitaba a mostrarle su desprecio por su supuesta debilidad. Yo ni me atrevía a intervenir porque nunca he sabido comprender lo que pasa por las cabezas de las mujeres, pero deduzco que la perspectiva de verse encerrada de por vida cuando la suya empezaba a florecer, tan bonita y galana como era, le arrebató la razón. No hace falta dar más detalles de algo tan escabroso. Baste decir que se ahorcó en la cuadra. Mi madre, al ver su cadáver colgando como un pelele con la cara amoratada y medio palmo de lengua fuera, se limitó a mirar el cuerpo de su hija con cara de asco, dar media vuelta y dejarme a mí y a su pariente el mal trago de descolgar a la pobre Elvira. Desde ese día, odié con toda mi alma a mi madre, incapaz de mostrar, no ya el más mínimo sentimiento humano, sino materno, que hasta las fieras salvajes lo tienen.
Sus exequias fueron penosas. Privada de sepultura en sagrado por ser una suicida, entre nuestro pariente, un amigo suyo que le prestó un carro para transportar el burdo ataúd y yo, le dimos sepultura en una encrucijada. Al no poder marcar su tumba, puse sobre el túmulo una teja donde, con la punta de un cuchillo, grabé su nombre: Elvira Rodríguez. Mi madre no se dignó asistir. Prefirió quedarse en compañía de la comadre, que no paraba de llorar, pelando pichones la muy hideputa. Jamás la perdoné. ¡Jamás!
Al cabo de dos semanas apareció mi tío Beltrán. Tan jovial como siempre, se apeó de su palafrén riendo a mandíbula batiente nadie sabía por qué. Se le ensombreció el rostro cuando supo del triste destino de su sobrina, y más aún cuando, en un aparte, le puse al corriente de la actitud de mi madre. Mi tío, moviendo la cabeza, optó por apremiar la partida. Al día siguiente, con el alba, preparamos la marcha. Recogí de casa de mi amigo Suero las armas de mi padre y me despedí de él. La comadre nos avió de vituallas para varias jornadas, me dejó la cara llena de babas con sus besos, me dio su bendición y se puso a llorar. Su marido, que demostró ser un buen hombre, me regaló unos maravedíes para no salir de su casa pobre como las ratas. Mi madre, tras darle instrucciones a su hermano acerca de cómo debía educarme e insistiendo en que no dudase en usar el látigo conmigo por mi habitual rebeldía, me tendió la mano para que se la besase. Pero yo, en vez de mostrarle acatamiento, di media vuelta, me agarré a la cola del palafrén de mi tío y le pedí que nos fuéramos de una vez. Debió quedarse de piedra, porque no abrió la boca. Lo último que esperaría de mí debía ser aquel postrero acto de desprecio hacia ella.
Durante las largas horas que tuve que trotar acompasando el paso al del palafrén de mi tío tuve tiempo sobrado de imaginar mil venganzas bíblicas contra los autores de mi deplorable estado, y con tan corta edad ya aprendí a sentir arder el odio en el interior de mi alma que, a cada zancada que daba, se iba tornando más negra y más lúgubre. Entre jadeo y jadeo y entre cada tropezón y tropezón, mi juvenil imaginación recreaba incansablemente una y otra vez las formas en que podría tomarme cumplida venganza por todo lo ocurrido en un espacio de tiempo tan breve que no daría ni para digerir la cebolla y el mendrugo remojado en agua que había tomado para desayunar. Porque las penurias padecidas durante la niñez y la adolescencia se marcan en el ánimo con más profundidad que si se soportan de adulto, cuando el carácter ya está curtido por los avatares de la vida y se aprende a olvidar para no volverse loco. Pero los agravios que mi joven y calenturienta mente, frágil y ávida al mismo tiempo, tuvo que tolerar por parte de personas con las que había compartido mi breve existencia e incluso con la que me había dado el ser, fueron más que suficientes para iniciar una lista negra de indeseables a los que me juré dar su merecido tarde o temprano, y supliqué a Dios, o a Satanás o al que me quisiera complacer que me mantuviera vivo el tiempo preciso para poder ver cumplidas mis ansias de venganza.
Porque a cada paso que daba, cada vez que escupía la saliva mezclada con el polvo del camino, cada vez que pisaba una piedra afilada que me arrancaba un grito de dolor, cada vez que el penco de mi tío me soltaba una boñiga en plena jeta, un adarme más de odio aumentaba el rencor que sentía el cual, cuando por fin llegamos a nuestro destino, me pesaba ya como una losa. Sí, el odio pesa, pero aún pesa más verte convertido de la noche a la mañana en una mierda de asno al que ni su propia madre le ha ofrecido una palmada de consuelo.
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