Vista de Minerve. En primer término a la izquierda se conserva una de las torres del antiguo castillo que defendió la ciudad y del que prácticamente no quedan restos en nuestros días |
Ya en su día se habló del asedio y posterior matanza habida en Béziers durante el verano de 1209 en el contexto de la cruzada albigense. En dicha entrada narramos como el cruel abad de Cîteaux Arnaud Amalric se despachó a gusto con propios y extraños, no dejando títere con cabeza sin detenerse a averiguar quienes eran herejes y quienes buenos católicos. Así mismo, pudimos ver como aquella ignominiosa masacre no fue sino el comienzo de una larga lista de asedios y matanzas con que los cruzados al mando de Simón de Monfort, uno de los personajes más siniestros de este periodo, fueron lenta pero implacablemente arrinconando a los controvertidos cátaros hasta arrinconarlos en su santuario de Montségur y, finalmente, acabar con los reductos de Quéribus y Puylaurens, verdaderos nidos de águila que, a pesar de su privilegiada posición estratégica, no pudieron resistir el acoso de sus enemigos. Así pues, y para ir dando cuenta del destino que fueron sufriendo los distintos enclaves cátaros a lo largo de la sangrienta cruzada, hoy hablaremos con más detalle del asedio de Minerve del cual en su día ya anticipamos algo. Bueno, al grano pues...
Minerva, o Menérba en occitano, ya existía en tiempos del imperio carolingio, apareciendo en algunos documentos de la época como PAGVS MINERBENSIS, o sea, la aldea de Minerva. Posteriormente se edificó un castillo que, originariamente, dependía del condado de Carcassonne para, a partir de 1179, pasar a ser un feudo vasallo del reino de Aragón. En la época que nos ocupa, principios del siglo XIII, el señor del lugar era Guilhem o Guillaume- otros dicen que Guiraud- IV, vizconde de Minerva, el cual debía tener su fe católica más tambaleante que la honra de un político ya que convirtió su ciudad en un asilo para los cátaros y los faidits que huían de las escabechinas perpetradas por Montfort y el siempre deseoso de impartir escarmientos sonados, el abad de Cîteaux.
La posición geográfica de Minerva le garantizaba en teoría un alto grado de inexpugnabilidad. Situada en la confluencia de los ríos Brian y Cesse, estaba rodeada por todas partes menos por el norte de un profundo barranco que actuaba como foso natural. De hecho, la parte septentrional solo ofrecía un frente de menos de 30 metros defendidos por el castillo, considerado como uno de los más fuertes de la zona. Sin embargo, el emplazamiento de la población no era ni remotamente tan ventajoso. Si observamos la imagen inferior, veremos marcados en rojo dos sectores situados al este y el oeste del espolón pétreo sobre el que se asienta el caserío urbano; ambos son dos padrastros que se elevan a una cota notablemente superior, por lo que eran ideales para emplazar en ellos máquinas con las que triturar a golpe de bolaño tanto las casas como las murallas con casi total impunidad ya que el angosto pasillo de salida de la ciudad, del mismo modo que impedía a los enemigos entrar en tromba por el mismo, también dificultaba a los defensores salir en espolonada para intentar romper el bloqueo.
Restos de la coracha que permitía acceder al pozo de Saint-Rustique |
El otro punto flaco lo constituía el agua. Los ríos Brian y Cesse, que vemos marcados en azul, se solían secar en la estación estival. De hecho, en la foto que mostramos, tomada en junio de 2015, los cauces están como un ripio, por lo que el suministro de agua durante el verano dependía del llamado pozo de Saint-Rustique, un manantial conectado a la cerca urbana mediante una coracha de aguada que vemos marcado en amarillo. Estando pues los cauces secos, el aprovisionamiento de agua dependería de la que hubiese almacenada en aquel momento en las cisternas de la ciudad y, una vez agotadas, solo quedaría el pozo para mantener tanto a los 200 miembros de la guarnición como a los vecinos. En fin, no eran unas expectativas especialmente halagüeñas, pero cabe suponer que el vizconde Guilhem confiaba en que los profundos barrancos que mantenían Minerve aislada de su entorno ayudarían a convencer a Montfort de que lo mejor era largarse enhorabuena de allí en busca de una presa más fácil. Obviamente, el buen vizconde no sabía con quién se estaba jugando los cuartos.
Restos de una de las puertas de la ciudad, a la que se accedía tras subir por una empinada rampa |
Pero, al parecer, los motivos por los que Guilhem de Minerve se había ganado a pulso ponerse el primero de la lista de objetivos a batir no solo eran por haber abierto las puertas de su ciudad a todos los herejes que pasaban por allí, sino por haber llevado a cabo algunas cabalgadas contra las tierras del vizcondado de Narbona, cuyos cónsules y vecindario en general no eran precisamente proclives a colaborar con los infectados. De ahí que clamaran pidiendo ayuda a Montfort para que les librara de aquella mosca cojonera que les estaba arruinando las cosechas. Montfort no lo dudó mucho, y menos cuando le entregaron una jugosa suma de dinero a modo de incentivo; a ello añadieron tropas formadas por la milicia urbana, los cuales acudieron muy contentitos a poder ir a manifestarle su enfado al puñetero vizconde.
Así pues, a comienzos de junio de 1210, una hueste de unos 6.000 hombres se puso en marcha hacia Minerve deseando ponerle las peras cuarto a los minervenses. Además de la milicia de Narbona al mando del vizconde Aymeri, contaban con un contingente formado por gascones a sueldo al mando de Gui de Lucé, hombres de armas y varios caballeros que estaban al servicio de Montfort como Robert de Mauvoisin, Pierre de Richebourg, Jean de Monteil, Ferrin d'Yssi y Ancel de Coètivi, además del mismo hijo de Montfort, Amalric. Y, naturalmente, no podía faltar el brazo eclesiástico para darle solemnidad a la futura matanza, por lo que también se apuntaron a la fiesta el inefable Arnaud Amalric y un tal Thedise, canónigo de Gennes. El día 15 se estableció el cerco, distribuyéndose la hueste de la siguiente forma: Montfort se situó al este de la ciudad; Gui de Lucé y sus gascones al oeste; el vizconde de Narbona junto a sus hombres de armas y la milicia urbana, al norte, el único sitio vulnerable. El resto de la hueste situó su campamento al sur. Obviamente, los barrancos que rodeaban Minerve impedían por completo intentar un asalto, pero los padrastros mencionados anteriormente permitían emplazar máquinas para, poco a poco, ir minando tanto la moral de los defensores como la resistencia de las murallas, por lo que lo más adecuado y menos costoso era simplemente bombardear la ciudad sin descanso hasta que el vizconde decidiera poner fin al suplicio. Para ello se fabricaron cuatro fundíbulos, siendo emplazados cada uno de ellos en un campamento. El mayor de todos, situado en el sector de Montfort, había sido bautizado con cierta dosis de humor negro como Malvoisine, Malvecino, y su misión era moler a pedradas la coracha de aguada sin la cual la ciudad estaría perdida.
La situación se puso bastante mal desde que comenzó el bombardeo ya que los fundíbulos pronto empezaron a causar estragos en las murallas. Por otro lado, aquel año había sido especialmente seco y las reservas de agua estaban bajo mínimos, empeorando las cosas el hecho de que el Malvecino acertaba con siniestra precisión en la coracha que, si era destruida, supondría el final porque cercenaría la única fuente de suministro disponible. Con todo, no era Gilhem de Minerve hombre que se amilanase así como así, por lo que pidió voluntarios para llevar a cabo una espolonada para intentar destruir los fundíbulos. Al cabo de doce días de asedio, durante la noche del domingo 27, una pequeña pero aguerrida mesnada salió de las murallas provistas de cestas llenas de estopa empapada en grasa con la intención de destruir al Malvecino, que era la máquina que más peligro entrañaba. Pero la espolonada resultó infructuosa ya que las tropas de Montfort debían dormir como las liebres, con un ojo abierto, y, dándose cuenta de la treta, lograron rechazar a los atacantes y apagar el fuego sin que este lograra dañar gravemente el ingenio. Tras llevar a cabo las reparaciones pertinentes, el Malvecino retomó su machaconeo contra la coracha.
Pozo de Saint-Rustique. Sobre el mismo se ven los restos de la coracha de aguada |
Así las cosas y a la vista de que, además del agua, también empezaban a escasear peligrosamente las provisiones, tras siete semanas de asedio el vizconde decidió enviar un emisario a intentar una capitulación honrosa. Sabiendo como las gastaban Montfort y el abad de Cîteaux, debió tener claro que, si esperaba a que la situación se tornase desesperada, ninguno de los dos se avendría a pactar nada. Se limitarían a esperar que la ciudad cayese como fruta madura para, a continuación, repetir las dantescas escenas de Bèziers y no dejar títere con cabeza. Al parecer, Montfort dijo al emisario que antes de darle una respuesta debería consultarlo con el abad de Cîteaux, el cual no pareció dispuesto a ensañarse con los infectados alegando que, aunque deseaba fervientemente la aniquilación de los enemigos de Jesucristo, por su condición de abad no podía dictaminar sobre la vida de la población, actitud esta que no se entiende muy bien a la vista de la masacre realizada apenas un año antes por las tropas bajo su mando en Bèziers. Así pues, decidió que lo mejor sería comunicar las condiciones verbalmente para, llegado el caso, romper lo tratado si estas no se cumplían a rajatabla y, si se terciaba, entrar a saco en la ciudad iniciando otra matanza.
Réplica de un fundíbulo situado en las proximidades de Minerve |
Finalmente, hizo venir al emisario para comunicarle las condiciones de la capitulación las cuales, por cierto, eran mucho más benevolentes de lo que cabría esperar quizás porque el vizconde hizo saber a Montfort que aceptaría de buen grado las capitulaciones que dictase. En primer lugar se concedía la vida a Guilhem de Minerve, a la guarnición del castillo y a todos los católicos de la población aunque hubiese constancia de que habían encubierto herejes. Por otro lado, se entregaba a Montfort el mando de la plaza y, finalmente, se accedía a perdonar la vida de los herejes siempre y cuando se aviniesen a retractarse. En este punto intervino Robert de Mauvoisin que, muy cabreado, dijo que ellos habían ido allí para exterminar a los herejes, no a repartir mercedes, y que todos aceptarían retractarse con tal de salvar sus heréticos pellejos de las llamas. Sin embargo, Arnaud Amalric, que conocía el paño, le replicó que no se preocupase porque pocos o ninguno se avendría a abjurar de su fe.
-Rassurez vous, vous n'avez rien à craindre, parce que peu se convertiront- le dijo el abad al fiero Mauvoisin y, en efecto, no tuvo que preocuparse porque, con su típico fervor, ante las exhortaciones para hacerlos volver al seno de la Iglesia los cátaros le respondieron que iba a abjurar su abuela.
Vista de uno de los barrancos que mantenían a Minerve aislada. Obsérvese la imposibilidad de llevar a cabo un asalto |
El 22 de julio, los cruzados hicieron su entrada en Minerve entonando un Te Deum para darle solemnidad a la cosa. Al frente de la hueste victoriosa cabalgaba Simon de Montfort tras su estandarte rojo con un león rampante de plata. La comitiva fue hasta la iglesia para, a continuación, izar en el campanario el pendón de la cruzada y el del nuevo señor de la ciudad, que entre una cosa y otra había multiplicado sus dominios de forma notable. Tras la toma de posesión del castillo, Gui, abad de Vaux-fernai se presentó en una de las casas donde habían encerrado a los herejes. Los hombres habían sido puestos a buen recaudo en una, mientras que las mujeres esperaban su destino en otra. Como era de esperar, a los cátaros le dieron varias higas heréticas las exhortaciones del abad, y ante su manifiesto fracaso el mismo Montfort intentó hacerles ver sus errores; además, les advirtió a modo de ultimátum que, de persistir en su actitud, acabarían convertidos en torreznos.
Cátaros sacados de una ciudad camino del suplicio. Tras el asedio de Minerve esta escena se hizo inquietantemente habitual |
Tampoco hicieron efecto las amenazas de Montfort salvo en tres mujeres que, ante la perspectiva de arder como teas, decidieron que lo más sensato era pasar del tema herético y mandar a hacer puñetas a sus correligionarios. Así mismo, una cuarta mujer se libró por los pelos, abjurando cuando ya estaba en la pira. Se trataba de Mahaut de Garland, una noble dama emparentada con las casas reales de Francia e Inglaterra y madre de Bouchard de Marly, un ferviente católico que había preferido largarse a Tierra Santa a degollar moros en vez de quedarse en casa masacrando herejes. Pero el resto, entre 140 y 180 cátaros, fueron llevados a la que fue la primera cremación en masa de la cruzada albigense. Está de más decir que los herejes sobrellevaron el suplicio con su habitual entereza si bien el espectáculo sirvió de escarmiento para los demás habitantes de Minerve ya que, a la vista de la dantesca escena, muchos de ellos que aún no tenían claro lo de hacerse buenos católicos sufrieron un repentino arrebato de fe y proclamaron su inquebrantable fidelidad a la Santa Iglesia, faltaría más. El que salió mejor parado de la quema fue Gilhem de Minerve ya que las condiciones de la rendición le concedían la vida. En un arrebato de generosidad, Montfort le concedió algunas tierras en su recién obtenido condado de Béziers, recompensa esta que, finalmente, parece ser que no llegó a obtener.
En fin, esta es la historia del asedio de Minerve. El éxito del mismo surtió el efecto deseado ya que los nobles occitanos ya sabían a qué atenerse si se prestaban a ayudar de algún modo a los herejes. No obstante, a los cátaros no les impresionó lo más mínimo y, a pesar de ser la primera vez que se llevaba a cabo una matanza semejante entre ellos, no dieron ni un paso atrás aún sabiendo que el precedente sentado no les iba a poner las cosas fáciles. Como colofón, a la derecha podemos ver la estela que se yergue en Minerve en recuerdo de los herejes incinerados. En la parte superior se encuentra la silueta de una paloma, plumífero especialmente reverenciado por los cátaros ya que para ellos, al igual que para los católicos, representaba al Espíritu Santo. Curiosamente, era además un bicho muy apreciado a nivel material en la Occitania ya que sus excrementos eran muy valorados como fertilizantes y, por otro lado, actuaban como eficaces mensajeras. Al parecer era bastante frecuente mantener palomares atestados de estos pájaros que, llegado el caso, incluso podían ser una buena fuente de proteínas en caso de asedio.
Bueno, esto es lo que hay.
Hale, he dicho
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