Estoy absolutamente desolado. Este artículo es la continuación de uno en el que se estudió el origen de estos eficientes tiradores, el cual pensaba que había publicado hace unos meses. Pero cuál no ha sido mi sorpresa, desagradable sorpresa, cuando he visto que de "unos meses" nada, sino más bien bastantes meses. De hecho, veintisiete meses, que no es moco de pavo, qué carajo. Más de dos años, sangre de Cristo... En fin, estas cosas me superan porque corroboro que, como es de todos sabido, el tiempo no solo es el enemigo inexorable del hombre, es que además es un hideputa que corre más que el puñetero Correcaminos. En fin, ajo y agua...
Bueno, desolaciones aparte, en el artículo anterior, muy anterior, ya dimos cuenta de la aparición en los campos de batalla de ciudadanos especialmente diestros en el manejo de las armas que habían convertido el campo del honor en un sitio aún más desagradable de lo habitual. Los motivos eran varios, empezando por la certeza de que tener el enemigo a 200 metros ya no suponía estar a salvo de palmarla de un balazo, o que la oficialidad, generalmente menos susceptible de convertirse en víctimas, pasaron a encabezar la lista de objetivos a batir. O sea, que lucir una charretera o adoptar cualquier actitud que delatara su rango ante los sagaces ojos de los tiradores enemigos era suficiente para ser un firme candidato a causar baja definitiva en breve. Ya vimos como incluso el rey Carlos XII de Suecia fue abatido de un certero disparo que le dejó el cráneo lleno de aire, traspasado de parte a parte por la bala de un tirador. En resumen, que a medida que las armas de fuego ganaban precisión las distancias para mantenerse razonablemente a salvo aumentaban de forma proporcional. Un buen ejemplo lo tenemos en la ilustración de la derecha, en la que podemos ver un Morgan Rifleman, un Fusilero de Morgan, unos letales milicianos que pusieron las peras a cuarto a los british (Dios maldiga a Nelson) y que escabecharon a mogollón de flemáticos oficiales que, en vez de ponerse a resguardo, permanecían indiferentes ante el peligro y se limitaban a levantar una ceja cuando veían a alguno de sus hombres caer fulminados hasta que, finalmente, una bala les entraba justo por debajo de su empolvada peluca y lo dejaba seco allí mismo sin darle tiempo a volver a levantar la ceja.
Bien, la existencia de tiradores de precisión en los campos de batalla estaba ya más que institucionalizada, por lo que a medida que fuese pasando el tiempo o, mejor dicho, las guerras, sus tácticas y equipación irían mejorando progresivamente hasta convertirlos en lo que son hoy, unos sujetos increíblemente peligrosos porque ya no hablamos de mantenerse a salvo estando a 500 metros o a un kilómetro de distancia de ellos, sino que hay que plantearse un mínimo de 2.500 metros para estar razonablemente tranquilo, y eso siempre y cuando no haya por la zona un ciudadano como el canadiense que aliñó a un malvado agareno a algo más de 3.500 metros, si bien no creo que semejante hazaña se vuelva a repetir en mucho tiempo. En fin, que a este paso lo más recomendable será meterse en un hoyo bien hondo y esperar a que se firme la paz. Y vamos al grano, que para luego es tarde.
Hiram Berdan (1824-1893) |
El creador de las primeras unidades de tiradores selectos durante la Guerra de Secesión (1861-1865) fue Hiram Berdan, prolífico inventor que, además de estar forrado por aquel entonces gracias a sus patentes, era muy aficionado a las armas e incluso estaba considerado como uno de los mejores tiradores de los Estados Juntitos. En puridad, esto no significa que Berdan inventase nada nuevo ya que, como vimos en la entrada anterior sobre este tema, desde mucho antes ya existían unidades nutridas por diestros tiradores. Con todo, su iniciativa sirvió al menos para seguir potenciando el uso de francotiradores equipados con armas cada vez más especializadas y, por primera vez, provistas incluso de instrumentos ópticos para mejorar su rendimiento. Nuestro hombre fue nombrado coronel el 2 de agosto de 1861 apenas comenzó la fiesta porque, como sabemos, por aquellos tiempos y ante la escasez de oficiales de carrera era normal recurrir a hombres que gozaban de cierto nivel intelectual, lo que les presuponía aptos para mandar tropas. En teoría bastaba inculcarles algunos rudimentos de estrategia y táctica para ponerlos a frente de una unidad. Obviamente, un analfabeto podía ser mucho más valeroso que un ingeniero, pero los conceptos y prejuicios de la época daban por sentado que un gentleman no podía ser cobarde aunque se fuese por la pata abajo nada más escuchar explosiones a 20 km. de distancia.
Candidatos pasando la prueba. Aunque pueda parecer que acertar apalancado en un banco de tiro es fácil puedo asegurar que de fácil nada de nada |
Sin embargo, a pesar de que la experiencia militar de Berdan era la misma que la de un ministro de Defensa de nuestros días, o sea nula, tuvo la idea de formar una unidad nutrida exclusivamente de tiradores de élite, cosa relativamente fácil en un país donde la mayoría los hombres, por no decir todos, estaban habituados al manejo de armas desde que apenas podían sujetarlas con las manos y con muchos de ellos dedicados a la caza como medio de vida y eran capaces de dejar tuerta a una mosca a 100 metros. Para seleccionar al personal se instauró una prueba a modo de examen de ingreso en la que los candidatos, con el arma apoyada en un banco de tiro, debían efectuar una serie de 10 disparos contra un banco situado a 200 yardas (unos 183 metros), no estando permitido que los impactos estuvieran a más de 5 pulgadas (12'7 cm.) del centro de la diana, que era un círculo de 2 pulgadas de diámetro (5'5 cm.), o sea, algo bastante difícil hasta para los avezados tiradores que se presentaron. De hecho, dos tercios de ellos no lograron rebasar la prueba.
Puedo asegurar a vuecedes que no es nada fácil lograr una agrupación semejante a esa distancia, y no por falta de precisión del fusil, sino por una mera cuestión de puntería. Hablamos de que disparaban con miras tangenciales, y a esa distancia una variación ínfima suponía un desvío de varios centímetros. Más aún, solo la reverberación producida por el aumento de temperatura del cañón ya era suficiente para que la alineación de las miras fuese defectuosa, o el hecho de que estuviese dando el sol de plano o las variaciones de luz ambiental en un día nublado. En resumen, que además de ser buen tirador había que tener literalmente una vista de águila. Eso sí, Berdan demostró que los requerimientos que exigía podía cumplirlos él mismo con creces, ya que logró una agrupación fastuosa en un día que, para más mérito, hacía bastante viento colocando los disparos a una distancia máxima de apenas una pulgada (2'54 cm.) del blanco. Les juro por mis augustas barbas que eso es muy difícil de conseguir con un arma de esa época.
Alza de un fusil Springfield 1861. Los problemas empezaban cuando el blanco quedaba casi oculto por el punto de mira |
Con todo, conviene aclarar que el concepto de Berdan no se limitaba a formar una unidad de hombres cuya única misión era apostarse tras unos arbustos y esperar a que algún pardillo se les pusiera a tiro para dejarlos en el sitio. Su idea era dividir el regimiento que pretendía formar en escuadrones que serían distribuidos en el campo de batalla con dos cometidos principales: uno, actuar como escaramuceros hostigando al enemigo que avanzaba buscando el contacto para irles causando bajas, y por otro buscar y eliminar a las presas más codiciadas por los tiradores, o sea, oficiales y artilleros. Pero Berdan sobrevaloró la capacidad del personal porque, como se pudo comprobar más tarde, el hecho de ser un buen tirador no significaba estar adiestrado para desenvolverse en el campo de batalla, por lo que era obvio que, antes de nada, debían someterse a un período de instrucción convencional para saber como salir vivos de la fiesta, que una cosa era abatir un venado escondido tras una roca y otra permanecer absolutamente inmóvil mientras la caballería enemiga hurgaba a fondo en el terreno en busca de tiradores ocultos. De hecho, ni siquiera consideró la posibilidad de que sus hombres debían estar provistos de bayonetas dando por sentado que, al combatir por sistema distanciados del enemigo, nunca llegarían al cuerpo a cuerpo, ergo no las necesitarían. En todo esto se equivocó.
La petición de Berdan fue aprobada el 15 de junio de 1865, apenas dos meses después de estallar la guerra, así que cabe suponer que la idea debió parecerle bien a Simon Cameron, Secretario de Guerra y, por supuesto, a Lincoln, por lo que se empezaron a lanzar proclamas para atraer voluntarios que, ciertamente, no faltaron entre otras cosas por las atractivas ofertas que se hacían a los que se sumasen a estas nuevas unidades. En el cartel de la derecha tenemos otro llamamiento para formar una compañía de cien hombres en el estado de Maine en el que se buscan a los mejores tiradores de rifle. Se ofrece una prima de enganche de 22 dólares más otros 100 al término de la contienda, aparte de la paga regular. En la parte inferior se describe la prueba que deberían pasar los candidatos para ser admitidos. La fecha, como podemos ver en la esquina inferior izquierda, es del 16 de septiembre de 1861. Vamos, que no se durmieron en los laureles y rápidamente se empezaron a formar unidades de este tipo además de los dos regimientos creados por Berdan que, en poco tiempo, logró reunir a unos 2.000 hombres, lo que permitió incluso plantearse formar un tercer regimiento si bien este no llegó a cuajar.
En fin, los dos regimientos se formaron sin problemas con gente de todas partes si bien era habitual mantener unidos a los procedentes del mismo estado por aquello del compañerismo, el espíritu de cuerpo y tal. Así, el 1er. Rgto. estaba formado por efectivos procedentes de Nueva York, Michigan, New Hampshire, Vermont y Wisconsin, mientras que los del 2º procedían de Minnessota, Michigan, Pennsylvania y también de Vermont y New Hampshire. Además, desde el primer momento tuvieron muy claro que eran una unidad de élite y se daban más pisto que un infante de León ante sus camaradas de la infantería de línea que, para ellos, eran algo así como plebeyos, si bien fue el mismo Berdan el que debió insuflarles tan elevado concepto de sí mismos diseñándoles un uniforme chulísimo de la muere de color verde basándose ante todo en que "...los hombres que componían su regimiento no consentirían vestir el uniforme común del ejército". Los motivos "secundarios", que eran por cierto los verdaderamente lógicos, consistían en que el azul reglamentario daba un cante tremendo, sobre todo cuando actuaban como escaramuceros y debían fundirse literalmente con el terreno.
Así pues, para que pasasen más desapercibidos se creó un uniforme de color verde con polainas de cuero y zapatos bajos. La típica botonadura de latón fue sustituida por una de goma endurecida negra para evitar reflejos si bien parece ser que finalmente se siguieron usando más los normales. Como prenda de cabeza usarían un quepis verde o un sombrero gris, y la prenda de abrigo consistía en un capote con esclavina impermeabilizado con caucho, también de color gris. El verde era menos visible en el entorno durante la primavera y el verano y el gris, más apagado, durante el otoño y el invierno. Además comprobaron que el gris era un color neutro que pasaba desapercibido con bastante facilidad, y convertía en invisible al tirador cuando efectuaba un disparo y una densa humareda del mismo color delataba su presencia, pero no su posición exacta porque el capote era precisamente del mismo color que el humo de la pólvora. En cuanto a las polainas, prenda que la infantería de línea no usó nunca, tenían como objeto proteger las piernas de picaduras de serpientes, arbustos espinosos y demás obstáculos que suelen surgir cuando uno pasa la mitad del tiempo arrastrándose por el suelo. Y a los oficiales se les dotó de un distintivo para el quepis que podemos ver en la ilustración de la derecha, consistente en una galleta de tela verde con una corona de laurel de hilo dorado dentro de la cual aparecen dos fusiles cruzados y las letras USSS, siglas de United States Sharp Shooters. En cualquier caso, lo cierto es que nunca hubo en realidad una uniformidad rigurosa, y eran habituales las variantes incluso de una compañía a otra en lo tocante a los pantalones, azules de diversos tonos, las prendas de cabeza o incluso el llevar o no las polainas.
Pero en lo que más se insistía, como es lógico, era en las prácticas de tiro. La infantería regular se limitaba a cubrir el expediente hasta el extremo de que, por lo general, la instrucción se limitaba a aprovechar el cartucho usado cuando se entraba de guardia, que era disparado al término de la misma. Sin embargo, los regimientos de Berdan se tomaban este tema muy en serio. Ante todo se les adiestraba a montar y desmontar su arma para conocerla a fondo y saber solventar cualquier avería en los mecanismos. Las sesiones de entrenamiento se solían llevar a cabo apoyando el fusil en una base estable y apuntando el mismo con un oficial al lado. Una vez apuntada el arma, el soldado siguiente debía ser capaz de decir si había algún error o si la puntería era correcta bajo la supervisión del instructor, que iría corrigiendo los errores que viese en el modo de actuar de cada hombre. Al parecer se recurrió a un manual publicado por el Departamento de Guerra, "A System of Target Practice" ("Sistema de prácticas de tiro", en román paladino), traducido a su vez de un texto del ejército francés que, como vemos, era la referencia a seguir en la época.
Además de la puntería pura y dura se adiestraba a disparar en circunstancias diversas como con el blanco situado a una cota superior o inferior, los efectos del viento en el proyectil y cómo corregirlo, las variaciones debidas al sol o la temperatura del cañón que ya comentamos antes, cuidado y mantenimiento de las municiones y, quizás lo más importante, aprender a calcular las distancias, sin lo cual un tirador de élite no es capaz de acertarle a una casa a medio kilómetro. Para ello se seguían varios métodos. Uno consistía en distribuir en el campo de maniobras a varios hombres a intervalos de 50 pies (15 metros aprox.), uno de otro, de forma que fueran memorizando las dimensiones del objetivo basándose en la distancia. Otro sistema era colocar ante la tropa a un hombre o un objeto del tamaño de un hombre a una distancia desconocida, por ejemplo 100 yardas (90 metros). El instructor nombraba a un soldado y este debía avanzar diez pasos y decir a qué distancia calculaba que estaba el blanco, tras lo cual el instructor tomaba nota sin decir si era correcto o no. La misma operación se iba repitiendo con cada soldado hasta que, finalmente, anunciaba quién era el que se había aproximado más. De ese modo se creaba una especie de competencia entre ellos que venía bastante bien para aguzar el ingenio y aprender a tomar referencias que le facilitasen la tarea, y a medida que mejoraban en sus cálculos también se aumentaba la distancia al blanco hasta las 500 yardas o más. En resumen, que el tema del tiro se lo tomaban muy en serio y, para animar el cotarro, Berdan incluso organizaba a veces competiciones de tiro entre los hombres ofreciendo un premio de 5 dólares, un dinero muy simpático por aquel entonces.
Para el tema del cálculo de distancias se recurrió a rudimentarios medidores que, quieras que no, siempre eran más exactos que el cálculo a ojo independientemente de que había hombres capaces de medir las distancias con una precisión asombrosa, capacidad que no todos tenían. Para ello se proveían de un chisme denominado Stadium. Este calculador de distancias había sido inventado por los british en 1850 y era usado con bastante profusión entre sus tropas a pesar de su elevado precio, 10 chelines y 4 peniques de la época. El que vemos en la ilustración de la derecha estaba fabricado por la firma Holtzapffel & Co. de Londres, y consistía en una simple chapa de latón con una regleta que podía deslizarse en sentido vertical. Lo importante era el cordel de 25 pulgadas (63'5 cm.) que marcaba la distancia exacta desde el medidor al ojo tal como vemos en el grabado. Si se colocaba a más o menos distancia el cálculo sería incorrecto.
Su funcionamiento era bastante simple. Si observamos la figura A veremos que el Stadium constaba de dos escalas. La de la izquierda, graduada de 50 a 800 yardas, corresponde a objetivos humanos, o sea, infantería, dando al blanco una altura media de 6 pies (1'83 metros) considerando que va incluida la prenda de cabeza. A la derecha aparece la escala para caballería, graduada de 100 a 800 yardas y tomando como referencia una altura de 8 pies (2'44 metros). Bastaba colocar el objetivo dentro de la muesca central y desplazar la regleta hasta que este ocupara el espacio libre, lo que daría la distancia que, en este caso, hemos recreado en la figura B para 100 yardas. En la figura C tenemos un jinete a la misma distancia y así podemos ver la diferencia entre las escalas. Con todo, y como salta a la vista, a partir de las 500 yardas las diferencias eran tan ínfimas que pretender calcular con exactitud más allá de esa distancia era una quimera, y más si consideramos que cada ojo tiene una percepción distinta. En todo caso, estos medidores tuvieron cierta popularidad porque, de no tener buena capacidad para calcular distancias, la única opción era usar el pulgar, como ya se explicó en su momento.
Otro accesorio sobre el que por cierto hay alguna controversia son las gafas ortópticas. Y digo controversia porque hay fuentes que afirman que no hay datos suficientes como para asegurar que eran usadas por los sharpshooters, y que en realidad eran poco más que gafas de sol. Yo discrepo de esa teoría por una sencilla razón: si fuesen gafas de sol, que llevaban ya un siglo inventadas en aquella época, no llevarían cristales luminarios como el ámbar de la foto, sino azules o grises. Los cristales luminarios- en tonos ámbar, amarillo o naranja- son usados para condiciones de poca luz ambiental y se siguen usando entre los que practican el tiro. Pero lo verdaderamente significativo es que, como se ve, solo la parte central de los cristales es transparente, mientras que el resto está esmerilado. Esto, según se pensaba en la época, permitía enfocar mejor el campo visual que uno tenía delante y, de hecho, las que mostramos están expuestas en el Museo de la Infantería de los EE.UU en Fort Benning, Georgia, y se conoce a su dueño, un sharpshooter llamado J.C. Nobel. En fin, ahí dejo las gafas y que cada cual piense lo que prefiera. Lo cierto es que es un accesorio que no es raro de encontrar en las páginas de coleccionistas, y vienen a tener el mismo sentido que las modernas gafas de tiro que, en vez de cristales, llevan un diafragma que permite regular la entrada de luz en el ojo y, sobre todo, enfocar con más nitidez el blanco.
Una imagen bastante recurrente cuando se habla de sharpshooters es el ciudadano encaramado en un árbol apuntando su arma para aliñar a todo aquel pardillo que no cayese en la cuenta de que los árboles son unos apostaderos fabulosos. Pero como se suele dar por sentado que los humanos lo tienen complicado para encaramarse en uno, y más si es de tronco recto y corteza lisa, pues no se presta atención y cuando se oye el disparo hace dos horas que le ha entrado una Minié en el pecho. Y la cosa es que eso de usar los árboles no era habitual entre los confederados y la mayoría de los tiradores de la Unión, pero no para los hombres de Berdan ya que se designaban a dos hombres por compañía para asesinatos vegetarianos, o sea, para cargarse al enemigo desde la copa de un árbol. Los dos ciudadanos más ágiles eran equipados con un juego de picas como los que vemos en el detalle de la foto de la izquierda que, aunque son modernas, permitirá hacerse una idea de qué va la cosa a los que no las hayan visto nunca. Son unos chismes bastante básicos: un hierro que llega desde la rodilla hasta el pie con dos correas, una se cerraba en el tobillo y otra sobre la pantorrilla, apoyando el pie en un estribo de unos 14 cm. de ancho. Actualmente los usan sobre todo los podadores de árboles, y suben como macacos a lo alto de una palmera antes que canta un gallo. Una vez en el apostadero y cubierto por la fronda, bastaba esperar pacientemente a que el primer tontaina se pusiera a tiro para dejarlo seco.
Pero no solo disparaban desde árboles o apostados tras cualquier accidente del terreno, sino de la forma más convencional, o sea, desde las trincheras. Ya por aquel entonces empezaban a tener lugar duelos entre escuadras de tiradores con el agravante de que su posición era delatada de forma escandalosa cada vez que disparaban. Una densa humareda indicaba a los enemigos dónde se encontraba el cazador de hombres, por lo que había que estar muy seguro de que si se efectuaba un disparo era para cobrarse una víctima. Y los del bando contrario también tenían claro que si querían averiguar dónde leches estaba el tirador enemigo había que provocarlo con alguna treta que, aunque hoy día nos parezca un poco infantil, en aquella época colaba. Hablamos de trucos tan burdos como colocar el quepis o el sombrero en la punta de una bayoneta y asomarlo un poco por encima de un parapeto, como si fuese algún pardillo que no se daba cuenta de que estaba exponiendo peligrosamente su sesera. Si el tirador caía en la trampa y disparaba contra el señuelo, su "espejo" en el lado opuesto tardaría una fracción de segundo en abrir fuego contra la humareda, antes siquiera de que tuviera tiempo de cambiar de posición. Otros optaban por algo más sutil, fabricando una percha en la que, además del sombrero, ponían el capote para aumentar el engaño. Es evidente que en la Gran Guerra una treta semejante solo serviría para que el personal se descojonase ante un intento tan torpe de engañar a un tirador avezado, pero la "inocencia" de las tropas aún no se había perdido del todo.
No obstante, los sharpshooters idearon pronto un método para aminorar el riesgo que suponía disparar desde un parapeto y caer en una de estas trampas. Era algo tan simple como coger un palo de unos 120 cm. de altura y abrirle en un extremo una ranura donde colocaban un pequeño espejo o, en su defecto, un trozo de hojalata bien bruñida. Clavaban el palo en la contraescarpa de la trinchera, apoyaban el fusil en un saco terrero y se sentaban de espaldas al parapeto apoyando el pulgar contra el gatillo y observando el espejo al mismo tiempo que procuraban mantener alineadas las miras. En el momento en que algo se cruzase por delante del cañón del fusil, disparaban. En este caso daba igual que su presencia quedase delatada ya que no corrían peligro de recibir el tiro de réplica, de modo que solo tenían que cambiarse de sitio y volver a montar el puesto de observación. Hacia 1864 depuraron aún más la técnica ya que el sistema del palo y el espejo era muy limitado tanto en cuanto solo podían disparar si algo o alguien de ponía a tiro de forma casual. Así pues, lo que hicieron fue fijar el espejo a la culata del arma, de forma que podían buscar cualquier objetivo sin tener que esperar a ver si alguien se despistaba. La recreación que vemos en la lámina de la izquierda está basada en los testimonios de la época, y era algo tan simple como un pequeño espejo de entre 1'5 y 2 pulgadas cuadradas fijado a un alambre grueso que era introducido en un orificio practicado en la culata. Algo así como los rudimentarios telescopios de espejos usados en la Gran Guerra, pero aún más básico y simple. Y lo cierto es que funcionaba, y más de uno entregó la cuchara con un boquete en el cráneo gracias a este método tan chorra pero eficiente a la vez. Es más, ¿no recuerdan haber visto en alguna peli del Oeste como el pistolero exhibicionista acierta en la diana usando un espejo y apuntando de espaldas? Pues no es un invento de los guionistas, es que ese truco se usó en verdad.
Bien, ya solo nos resta tratar lo que quizás sea lo más significativo de estos probos asesinos: su arma reglamentaria, lo que dio pie a un auténtico culebrón entre Berdan y nuestro viejo conocido, el general Ripley. ¿Lo recuerdan? Es el fulano de la foto de la derecha, y ha salido ya a relucir en alguna ocasión con motivo de su pertinaz conservadurismo y su constante negativa a todo lo que fuese innovar el ejército hasta que lo mandaron al carajo por cansino en 1863, cuando lo destinaron a inspeccionar fortificaciones porque fue capaz hasta de sacar de quicio a alguien tan aparentemente apacible como Lincoln. Y en este caso no iba a ser menos con un personaje como Berdan que, además de ser famoso, rico e influyente, tenía un carácter más bien enérgico y, a la par, voluble, todo lo contrario de Ripley, que era más inamovible que el desmedido afán de latrocinio de un político y, si de él hubiera dependido, igual manda a las tropas a combatir con arcos y flechas, que era un arma sobradamente probada y, sobre todo barata.
Tiempo le faltó a Berdan para enviar una nueva carta a Ripley diciéndole que ya no quería los Springfield, que por cierto ya estaban contratados, y que quería un millar de Sharps 1859. Ripley, al que solo la perspectiva de tener que poner en hora el reloj de su despacho debía provocarle crisis de ansiedad, puso el grito en el cielo y se cabreó bastante. Primero, porque a ver qué leches hacía con los 750 Springfield que ya estaban en camino. Segundo, porque un nuevo modelo suponía complicar más la logística de su ya de por sí desbordado departamento, saturado por las exigencias de todo el ejército yankee. Un modelo nuevo suponía disponer de repuestos para el mismo, más burocracia, adquirir partidas de munición que no era compatible con otras armas, etc. Y, para colmo, mientras el Springfield costaba solo 15 dólares el Sharps salía por 42'50 dólares bayoneta incluida, el equivalente a la paga de tres meses de un soldado raso. Y por último, previamente se habían encargado 6.000 carabinas para la caballería, por lo que la capacidad de producción de la Sharps estaba ya a tope.
No obstante, Berdan no se conformó con los Colt, que consideró al parecer una solución de circunstancias. A la vista de que su maniobra para pasar por encima de Ripley le había salido bien, imagino porque también estaban de él hasta el gorro, volvió a intentarlo dirigiéndose directamente a la Sharps para cursar un primer perdido de mil unidades para el 1er. Regimiento y otras mil para el 2º. Para abaratarlo un poco prescindió de cuchillos bayonetas en favor de una bayoneta de cubo, pero a cambio llevarían instalados disparadores al pelo, ideales para sus fervorosos exterminadores (ya contaré un día de estos como funcionan esos disparadores). El precio final se quedaba prácticamente igual: 43 dólares la unidad. Nuevamente, Berdan se salió con la suya, pero esta vez su audacia se volvió contra él porque las tropas que ya habían recibido los Colt se negaban a usarlos afirmando que les habían prometido los Sharps, que eran más guays, mataban mejor y eran menos cansados de recargar. A Berdan casi le da un chungo porque pensaba que todo era una especie de complot contra él cuando, en realidad, las tropas solo pretendían que cumpliese lo prometido. Finalmente, logró nada menos que la Sharps diese preferencia a su pedido en detrimento del cursado por la caballería, que sería demorado tres meses, y solo cuando mostró a su gente la carta de la empresa en la que le garantizaba el suministro de los rifles se aplacaron los ánimos. Con todo, el revuelo que se formó fue de tal envergadura que hasta salió en la prensa, y la misma oficialidad, sintiéndose engañada, casi organizó un motín a causa de los puñeteros rifles.
Pero, como digo, el tema de las armas fue un culebrón. Cuando la Sharps entregó las 2.000 unidades al ejército, los inspectores que debían dar el visto bueno a los rifles estaban tan desbordados que no tenían posibilidad de acelerar el trámite, por lo que hubo que recurrir a inspectores de la firma Colt contratados por el gobierno para poder enviarlos cuanto antes a los dos regimientos. Por fin, tras tropocientos cabreos, pataletas, apoplejías y amagos de infarto, el 8 de mayo de 1862 la compañía F del 1er. Rgto., nutrida por voluntarios del estado de Vermont, recibió los dichosos Sharps. A partir de ese momento se agilizó notablemente el envío de armas, que quedó completado un mes más tarde. Con todo, aún tuvieron que pasar un susto más porque el primer envío de munición de 200.000 cartuchos se extravió no se supo como si bien apareció en poco tiempo. De infarto, vaya. Obviamente, el cambio se notó porque eso de poder recargar y recargar cómodamente era estupendo. Lo malo es que hubo que imponer cierta disciplina de fuego porque el personal se entusiasmaba a veces más de la cuenta y se quedaban sin municiones. Con todo, su cartucho de calibre .52 era demoledor ya que ponía en el aire un proyectil Miné de 475 grains a una velocidad inicial de 370 m/seg., o sea, era supersónico, lo que aumentaba de forma dramática su devastador poder. Esto, al decir de los confederados que tuvieron que padecer sus efectos, hizo que se lamentasen diciendo que "la bala te llegaba antes que el "aviso" (el sonido del disparo), mientras que con los mosquetes de avancarga llegaba el aviso antes que la bala." Está de más decir que el personal se puso muy contentito con sus Sharps, se cargaron a mogollón de malvados rebeldes esclavistas y dejaron muy claro que eran unos asesinos cualificados.
El irascible y tornadizo Berdan no pudo disfrutar mucho tiempo del mando de sus regimientos. El 7 de agosto de 1863 tuvo que ser evacuado por el empeoramiento de una herida recibida durante la segunda batalla de Bull Run, librada entre el 28 y el 30 de agosto de 1862. Un fragmento de metralla le entró por el pecho, quedando alojado en la espalda. Finalmente fue licenciado con honores del ejército el 2 de enero de 1864 sin haber podido volver al servicio activo. En cuanto a sus regimientos, siguieron dando guerra durante el resto del conflicto. En agosto de 1864 fueron disueltas algunas compañías del 1er. Rgto., y el 31 de diciembre se fusionaron ambos para formar un batallón ya que muchos de sus efectivos habían sido licenciados. El 20 de febrero de 1865 el 2º Rgto. fue oficialmente disuelto, y las compañías que aún estaban en activo fueron agregadas a regimientos de infantería de línea en sus respectivos estados. El balance final de la contienda fue el siguiente: el 1er. Rgto. sufrió unas bajas en acción de un oficial y 143 hombres entre muertos y heridos, mientras que un oficial y 128 hombres palmaron a causa de enfermedades. El total fue de 282 bajas, es decir un 28% de los efectivos iniciales. El 2º Rgto. tuvo entre muertos y heridos en acción 8 oficiales y 110 hombres, y dos oficiales y 123 hombres muertos por enfermedades. El total de bajas en este caso ascendió a 250 hombres, un 25% de los efectivos. Un tributo no precisamente barato para dos unidades que, en teoría, según su creador lucharían a una saludable distancia del enemigo.
Bueno, creo que no se me ha olvidado nada, así que s'acabó lo que se daba.
Hale, he dicho
POST SCRIPTVM: De las armas de esos probos asesinos ya hablaremos con pelos y señales otro día.
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En fin, los dos regimientos se formaron sin problemas con gente de todas partes si bien era habitual mantener unidos a los procedentes del mismo estado por aquello del compañerismo, el espíritu de cuerpo y tal. Así, el 1er. Rgto. estaba formado por efectivos procedentes de Nueva York, Michigan, New Hampshire, Vermont y Wisconsin, mientras que los del 2º procedían de Minnessota, Michigan, Pennsylvania y también de Vermont y New Hampshire. Además, desde el primer momento tuvieron muy claro que eran una unidad de élite y se daban más pisto que un infante de León ante sus camaradas de la infantería de línea que, para ellos, eran algo así como plebeyos, si bien fue el mismo Berdan el que debió insuflarles tan elevado concepto de sí mismos diseñándoles un uniforme chulísimo de la muere de color verde basándose ante todo en que "...los hombres que componían su regimiento no consentirían vestir el uniforme común del ejército". Los motivos "secundarios", que eran por cierto los verdaderamente lógicos, consistían en que el azul reglamentario daba un cante tremendo, sobre todo cuando actuaban como escaramuceros y debían fundirse literalmente con el terreno.
Así pues, para que pasasen más desapercibidos se creó un uniforme de color verde con polainas de cuero y zapatos bajos. La típica botonadura de latón fue sustituida por una de goma endurecida negra para evitar reflejos si bien parece ser que finalmente se siguieron usando más los normales. Como prenda de cabeza usarían un quepis verde o un sombrero gris, y la prenda de abrigo consistía en un capote con esclavina impermeabilizado con caucho, también de color gris. El verde era menos visible en el entorno durante la primavera y el verano y el gris, más apagado, durante el otoño y el invierno. Además comprobaron que el gris era un color neutro que pasaba desapercibido con bastante facilidad, y convertía en invisible al tirador cuando efectuaba un disparo y una densa humareda del mismo color delataba su presencia, pero no su posición exacta porque el capote era precisamente del mismo color que el humo de la pólvora. En cuanto a las polainas, prenda que la infantería de línea no usó nunca, tenían como objeto proteger las piernas de picaduras de serpientes, arbustos espinosos y demás obstáculos que suelen surgir cuando uno pasa la mitad del tiempo arrastrándose por el suelo. Y a los oficiales se les dotó de un distintivo para el quepis que podemos ver en la ilustración de la derecha, consistente en una galleta de tela verde con una corona de laurel de hilo dorado dentro de la cual aparecen dos fusiles cruzados y las letras USSS, siglas de United States Sharp Shooters. En cualquier caso, lo cierto es que nunca hubo en realidad una uniformidad rigurosa, y eran habituales las variantes incluso de una compañía a otra en lo tocante a los pantalones, azules de diversos tonos, las prendas de cabeza o incluso el llevar o no las polainas.
Pero en lo que más se insistía, como es lógico, era en las prácticas de tiro. La infantería regular se limitaba a cubrir el expediente hasta el extremo de que, por lo general, la instrucción se limitaba a aprovechar el cartucho usado cuando se entraba de guardia, que era disparado al término de la misma. Sin embargo, los regimientos de Berdan se tomaban este tema muy en serio. Ante todo se les adiestraba a montar y desmontar su arma para conocerla a fondo y saber solventar cualquier avería en los mecanismos. Las sesiones de entrenamiento se solían llevar a cabo apoyando el fusil en una base estable y apuntando el mismo con un oficial al lado. Una vez apuntada el arma, el soldado siguiente debía ser capaz de decir si había algún error o si la puntería era correcta bajo la supervisión del instructor, que iría corrigiendo los errores que viese en el modo de actuar de cada hombre. Al parecer se recurrió a un manual publicado por el Departamento de Guerra, "A System of Target Practice" ("Sistema de prácticas de tiro", en román paladino), traducido a su vez de un texto del ejército francés que, como vemos, era la referencia a seguir en la época.
Además de la puntería pura y dura se adiestraba a disparar en circunstancias diversas como con el blanco situado a una cota superior o inferior, los efectos del viento en el proyectil y cómo corregirlo, las variaciones debidas al sol o la temperatura del cañón que ya comentamos antes, cuidado y mantenimiento de las municiones y, quizás lo más importante, aprender a calcular las distancias, sin lo cual un tirador de élite no es capaz de acertarle a una casa a medio kilómetro. Para ello se seguían varios métodos. Uno consistía en distribuir en el campo de maniobras a varios hombres a intervalos de 50 pies (15 metros aprox.), uno de otro, de forma que fueran memorizando las dimensiones del objetivo basándose en la distancia. Otro sistema era colocar ante la tropa a un hombre o un objeto del tamaño de un hombre a una distancia desconocida, por ejemplo 100 yardas (90 metros). El instructor nombraba a un soldado y este debía avanzar diez pasos y decir a qué distancia calculaba que estaba el blanco, tras lo cual el instructor tomaba nota sin decir si era correcto o no. La misma operación se iba repitiendo con cada soldado hasta que, finalmente, anunciaba quién era el que se había aproximado más. De ese modo se creaba una especie de competencia entre ellos que venía bastante bien para aguzar el ingenio y aprender a tomar referencias que le facilitasen la tarea, y a medida que mejoraban en sus cálculos también se aumentaba la distancia al blanco hasta las 500 yardas o más. En resumen, que el tema del tiro se lo tomaban muy en serio y, para animar el cotarro, Berdan incluso organizaba a veces competiciones de tiro entre los hombres ofreciendo un premio de 5 dólares, un dinero muy simpático por aquel entonces.
Para el tema del cálculo de distancias se recurrió a rudimentarios medidores que, quieras que no, siempre eran más exactos que el cálculo a ojo independientemente de que había hombres capaces de medir las distancias con una precisión asombrosa, capacidad que no todos tenían. Para ello se proveían de un chisme denominado Stadium. Este calculador de distancias había sido inventado por los british en 1850 y era usado con bastante profusión entre sus tropas a pesar de su elevado precio, 10 chelines y 4 peniques de la época. El que vemos en la ilustración de la derecha estaba fabricado por la firma Holtzapffel & Co. de Londres, y consistía en una simple chapa de latón con una regleta que podía deslizarse en sentido vertical. Lo importante era el cordel de 25 pulgadas (63'5 cm.) que marcaba la distancia exacta desde el medidor al ojo tal como vemos en el grabado. Si se colocaba a más o menos distancia el cálculo sería incorrecto.
Otro accesorio sobre el que por cierto hay alguna controversia son las gafas ortópticas. Y digo controversia porque hay fuentes que afirman que no hay datos suficientes como para asegurar que eran usadas por los sharpshooters, y que en realidad eran poco más que gafas de sol. Yo discrepo de esa teoría por una sencilla razón: si fuesen gafas de sol, que llevaban ya un siglo inventadas en aquella época, no llevarían cristales luminarios como el ámbar de la foto, sino azules o grises. Los cristales luminarios- en tonos ámbar, amarillo o naranja- son usados para condiciones de poca luz ambiental y se siguen usando entre los que practican el tiro. Pero lo verdaderamente significativo es que, como se ve, solo la parte central de los cristales es transparente, mientras que el resto está esmerilado. Esto, según se pensaba en la época, permitía enfocar mejor el campo visual que uno tenía delante y, de hecho, las que mostramos están expuestas en el Museo de la Infantería de los EE.UU en Fort Benning, Georgia, y se conoce a su dueño, un sharpshooter llamado J.C. Nobel. En fin, ahí dejo las gafas y que cada cual piense lo que prefiera. Lo cierto es que es un accesorio que no es raro de encontrar en las páginas de coleccionistas, y vienen a tener el mismo sentido que las modernas gafas de tiro que, en vez de cristales, llevan un diafragma que permite regular la entrada de luz en el ojo y, sobre todo, enfocar con más nitidez el blanco.
Una imagen bastante recurrente cuando se habla de sharpshooters es el ciudadano encaramado en un árbol apuntando su arma para aliñar a todo aquel pardillo que no cayese en la cuenta de que los árboles son unos apostaderos fabulosos. Pero como se suele dar por sentado que los humanos lo tienen complicado para encaramarse en uno, y más si es de tronco recto y corteza lisa, pues no se presta atención y cuando se oye el disparo hace dos horas que le ha entrado una Minié en el pecho. Y la cosa es que eso de usar los árboles no era habitual entre los confederados y la mayoría de los tiradores de la Unión, pero no para los hombres de Berdan ya que se designaban a dos hombres por compañía para asesinatos vegetarianos, o sea, para cargarse al enemigo desde la copa de un árbol. Los dos ciudadanos más ágiles eran equipados con un juego de picas como los que vemos en el detalle de la foto de la izquierda que, aunque son modernas, permitirá hacerse una idea de qué va la cosa a los que no las hayan visto nunca. Son unos chismes bastante básicos: un hierro que llega desde la rodilla hasta el pie con dos correas, una se cerraba en el tobillo y otra sobre la pantorrilla, apoyando el pie en un estribo de unos 14 cm. de ancho. Actualmente los usan sobre todo los podadores de árboles, y suben como macacos a lo alto de una palmera antes que canta un gallo. Una vez en el apostadero y cubierto por la fronda, bastaba esperar pacientemente a que el primer tontaina se pusiera a tiro para dejarlo seco.
Pero no solo disparaban desde árboles o apostados tras cualquier accidente del terreno, sino de la forma más convencional, o sea, desde las trincheras. Ya por aquel entonces empezaban a tener lugar duelos entre escuadras de tiradores con el agravante de que su posición era delatada de forma escandalosa cada vez que disparaban. Una densa humareda indicaba a los enemigos dónde se encontraba el cazador de hombres, por lo que había que estar muy seguro de que si se efectuaba un disparo era para cobrarse una víctima. Y los del bando contrario también tenían claro que si querían averiguar dónde leches estaba el tirador enemigo había que provocarlo con alguna treta que, aunque hoy día nos parezca un poco infantil, en aquella época colaba. Hablamos de trucos tan burdos como colocar el quepis o el sombrero en la punta de una bayoneta y asomarlo un poco por encima de un parapeto, como si fuese algún pardillo que no se daba cuenta de que estaba exponiendo peligrosamente su sesera. Si el tirador caía en la trampa y disparaba contra el señuelo, su "espejo" en el lado opuesto tardaría una fracción de segundo en abrir fuego contra la humareda, antes siquiera de que tuviera tiempo de cambiar de posición. Otros optaban por algo más sutil, fabricando una percha en la que, además del sombrero, ponían el capote para aumentar el engaño. Es evidente que en la Gran Guerra una treta semejante solo serviría para que el personal se descojonase ante un intento tan torpe de engañar a un tirador avezado, pero la "inocencia" de las tropas aún no se había perdido del todo.
No obstante, los sharpshooters idearon pronto un método para aminorar el riesgo que suponía disparar desde un parapeto y caer en una de estas trampas. Era algo tan simple como coger un palo de unos 120 cm. de altura y abrirle en un extremo una ranura donde colocaban un pequeño espejo o, en su defecto, un trozo de hojalata bien bruñida. Clavaban el palo en la contraescarpa de la trinchera, apoyaban el fusil en un saco terrero y se sentaban de espaldas al parapeto apoyando el pulgar contra el gatillo y observando el espejo al mismo tiempo que procuraban mantener alineadas las miras. En el momento en que algo se cruzase por delante del cañón del fusil, disparaban. En este caso daba igual que su presencia quedase delatada ya que no corrían peligro de recibir el tiro de réplica, de modo que solo tenían que cambiarse de sitio y volver a montar el puesto de observación. Hacia 1864 depuraron aún más la técnica ya que el sistema del palo y el espejo era muy limitado tanto en cuanto solo podían disparar si algo o alguien de ponía a tiro de forma casual. Así pues, lo que hicieron fue fijar el espejo a la culata del arma, de forma que podían buscar cualquier objetivo sin tener que esperar a ver si alguien se despistaba. La recreación que vemos en la lámina de la izquierda está basada en los testimonios de la época, y era algo tan simple como un pequeño espejo de entre 1'5 y 2 pulgadas cuadradas fijado a un alambre grueso que era introducido en un orificio practicado en la culata. Algo así como los rudimentarios telescopios de espejos usados en la Gran Guerra, pero aún más básico y simple. Y lo cierto es que funcionaba, y más de uno entregó la cuchara con un boquete en el cráneo gracias a este método tan chorra pero eficiente a la vez. Es más, ¿no recuerdan haber visto en alguna peli del Oeste como el pistolero exhibicionista acierta en la diana usando un espejo y apuntando de espaldas? Pues no es un invento de los guionistas, es que ese truco se usó en verdad.
Bien, ya solo nos resta tratar lo que quizás sea lo más significativo de estos probos asesinos: su arma reglamentaria, lo que dio pie a un auténtico culebrón entre Berdan y nuestro viejo conocido, el general Ripley. ¿Lo recuerdan? Es el fulano de la foto de la derecha, y ha salido ya a relucir en alguna ocasión con motivo de su pertinaz conservadurismo y su constante negativa a todo lo que fuese innovar el ejército hasta que lo mandaron al carajo por cansino en 1863, cuando lo destinaron a inspeccionar fortificaciones porque fue capaz hasta de sacar de quicio a alguien tan aparentemente apacible como Lincoln. Y en este caso no iba a ser menos con un personaje como Berdan que, además de ser famoso, rico e influyente, tenía un carácter más bien enérgico y, a la par, voluble, todo lo contrario de Ripley, que era más inamovible que el desmedido afán de latrocinio de un político y, si de él hubiera dependido, igual manda a las tropas a combatir con arcos y flechas, que era un arma sobradamente probada y, sobre todo barata.
Sharpshooter armado con un Colt 1855. Por la forma de empuñarlo debía ser zurdo |
Las armas de la discordia: de arriba abajo, Springfield 1855, Sharps 1859 y Colt 1855 |
Caja de 10 cartuchos para el Sharps y 12 cápsulas fulminantes. Como vemos, no eran de papel, sino de lino |
Más o menos así acabaron muchos de los shrapshooters de Berdan, un final que no se suele imaginar cuando uno se alista en plan guerrero invicto |
Bueno, creo que no se me ha olvidado nada, así que s'acabó lo que se daba.
Hale, he dicho
POST SCRIPTVM: De las armas de esos probos asesinos ya hablaremos con pelos y señales otro día.
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Escuadra de sharpshooters del 2º Rgto. armados con el rifle revólver Colt 1855 |
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