sábado, 4 de marzo de 2023

HISTORIAS DE LA MILI. LA GENERALA Y YO

 

Acceso Base. El edificio en segundo término con las antenitas y tal era el reducto del Estado Mayor y la sede de la Capitanía General de la II Región Aérea donde aconteció la anécdota de hoy

No, no tuve ningún trajín con ninguna generala. Obviamente, las parientas de los generales podrían ser mis madres o incluso mis abuelas en aquella época y, por otro lado, coronar la testuz de un mandamás no era nada aconsejable. Te podían mandar a las Chafarinas a contar alcatraces o algo peor. Esta anécdota es personal, uséase, la viví en mis carnes, de modo que no ha lugar a dramatizaciones. Ocurrió tal como la van a leer.

INTROITO

Uno de los destinos más anhelados en la Policía Aérea era la Policía de Estado Mayor. El motivo era obvio. Su cometido era simplemente vigilar los dos accesos al edificio y anotar las entradas y salidas del personal. El servicio empezaba a las 08:30 horas y concluía a las 16:30 en horario de invierno, y a las 14:30 en verano. Como todos los destinados a este servicio tenían pase de pernocta, pues cuando se largaba el personal se iban a la armería, soltaban la pistola, dejaban el casco y el correaje en su taquilla y se marchaban a casita o a refocilarse con la novia. Los fines de semana, como el E.M. permanecía cerrado, pues no había que vigilarlo, de modo que era un destino similar al de un chupatintas. 

Está de más decir que yo odiaba profundamente aquel destino. El espíritu belicoso heredado de mi abuelo materno se rebelaba ante aquella aplatanante monotonía, y por no pasar el día apalancado en una silla debajo de la escalera que conducía a la primera planta, pues me dedicaba a andurrutear por los pasillos y a echar alguna bronca a los guripas que llevaban un botón desabrochado o los zapatos mal lustrados. Debo aclarar que yo era un ordenancista patológico. Tenía tan incrustado el sentido de la jerarquía que hasta yo era el primero en dar ejemplo con el pelo siempre cortado a la taza, y tan rasurado que mi jeta era como el culito de un neonato. Hasta sustituí la botonadura cutre de la guerrera, fabricada con una aleación que le daba un tono satinado asquerosillo, por una de latón del bueno que pagué de mi bolsillo en el estanco de la base para poder sacarle brillo frotando denodadamente con un trapito y Netol. 

Precisamente, ese afán por cumplir a rajatabla las órdenes me permitió ser bienquisto por mis jefes y, contrariamente a lo que se pueda pensar, aplicarlas en cualquier sitio y circunstancias me hizo ganar una reputación de BELLATOR absolutamente fiable, incluso cuando obligar a una generala a cumplir las consignas del puesto podría hacer recular a más de uno. Pero a mí la generala me daba una soberana higa. Yo tenía una lista de consignas que cumplir y se cumplían sí o sí, como demostré en no pocas ocasiones a pesar de que mis camaradas no daban por mi cabeza ni un chusco, convencidos de que los mandamases se tomarían las debidas represalias por mi férreo sentido del deber. Bueno, esta es la 

HISTORIA

No sé hoy día cómo estará el patio pero, en aquella época, las cónyuges de los militares eran por lo general aún más mandonas y déspotas que sus maromos. Las generalas, coronelas, capitanas, etc. se creían las dueñas y señoras del cotarro, y no era raro que chuleasen bonitamente a centinelas, ordenanzas y demás personal, temerosos de que una queja de la gárgola de turno les hicieran dar con sus huesos en el caleto (calabozo en jerga militar), un sótano desangelado y medievalesco ubicado debajo del cuerpo de guardia. Por ello, la liaban parda si el centinela de Acceso Principal les requería el pase para poder acudir a la piscina del pabellón de oficiales, o aparcaban donde les daba la gana aunque una placa bien grande indicaba que precisamente allí no se podía aparcar. Ojo, que las hijas no les iban a la zaga, y muchas de ellas, adolescentes deseosas de hacer sentir su AVCTORITAS, disfrutaban perversamente cuando el centinela de turno cedía ante ellas. Eso de someter a mocetón armado con una pistola o un subfusil creo que hasta las ponía cachondas...

Una de las sotas más afamadas por su despotismo era la parienta del general de división Equis, jefe del MATAC, uséase, el segundo en el escalafón tras el teniente general que ejercía como Capitán General de la II Región Aérea. Tenía merecida fama de arpía clase A-Extra Superior por el trato despótico que gastaba con todo el mundo, y los ordenanzas firmemente convencidos de que ser destinados al servicio de su ilustre maromo era un chollo se percataban al cabo de un rato de que, contrariamente a lo que creían, aquel destino era un jodido infierno. Así, mientras que el general Equis era un sujeto amable, de aspecto apacible, rechoncho, nada proclive a hacer valer sus dos estrellas de cuatro puntas, que siempre respondía al saludo y no pasaba delante de la tropa como si no existieran, su cónyuge era una hembra bravía que todo el mundo temía como la peste. Todos menos yo, naturalmente. 

Yo tenía clarísimo que si me ceñía a las órdenes en el cumplimiento del deber, ni el mismísimo Rey podría echarme en cara nada, y como yo me la cogía literalmente con un papel de fumar empezando por mí mismo, pues no me preocupaba lo más mínimo meter en cintura al que me pusieran por delante. Y, no lo niego, tenía enfilada a la generala, y no veía el momento para demostrarle que allí dentro era una simple civil, y que yo mandaba más que ella porque yo estaba cumpliendo un servicio de armas velando, entre otras cosas, por la seguridad de su maromo. Para los que lo desconozcan, en el ejército se considera sagrado el servicio de armas, hasta el extremo de que un oficial, sea cual sea su rango, no puede abroncar a un centinela cuando está de puesto porque el centinela le puede meter dos tiros si se tercia. Si desea meterle un paquete, o lo manda relevar o espera a que salga del puesto, pero mientras está en su garita, aunque fuese un inútil como el guripa Gómez de Garita Sur, él es el puto amo.

Tal que así era la bici de la generala. Una BH con frenos de varilla
que debía tener más años que la tos

Bien, un buen día, la generala apareció con su bici. Se movía por todas partes en una de esas bicicletas sin barra para chicas. ¿Las recuerdan? Así podían subirse sin enseñar las bragas porque en aquella época las nenas solían usar falda, prenda caída en desgracia que nos impide a los hombres admirar la turgencia y la hermosura de unas extremidades bien formadas. Bien, pues casualmente estaba en la puerta del E.M. aburriéndome como un galápago cuando la generala frena la bici justo delante de la puerta, deja el chisme aquel apuntalando el pedal contra el bordillo, como era habitual, y con sus aires de infanta de Castilla ofendida se dispuso a acceder al recinto en busca de su maromo. Pero, oh, casualidad, entre su estrellado marido y ella estaba yo, jejeje...

-Perdone, señora- le dije cerrándole el paso con mi corpachón-. Aparte de la puerta la bicicleta, ahí no se pueden aparcar vehículos.

La gárgola emitió una ráfaga de fuego por los ojos, intentando fulminarme un poco. Pero aquel día le tocó un hueso duro de roer o, mejor dicho, imposible de roer.

-¿No sabe Vd. quién soy?- exclamó haciendo uso de la españolísima advertencia que tanto acojonaba y acojona al personal.

-Sí, señora, por supuesto que lo sé- repliqué sin inmutarme-. Es Vd. la señora del general Equis, y de nuevo le digo (ojo, un centinela no ruega, sino que exige u ordena) que aparte la bicicleta de la puerta.

La gárgola se impacientaba. Nadie antes le había plantado cara, y no sabía cómo tomarse aquello.  Las historias que había oído de ella de boca de los desdichados que tenían que soportar su desmedida chulería me hizo cogerle un poco de bastante asco por lo que, naturalmente, figuraba hacía tiempo en mi lista negra.

-Es solo un momento- se excusó intentando colarse y obligándome a cerrarle el paso ya de forma descarada. El guripa que estaba de centinela en la puerta me miraba con los ojos como platos, convencido de que antes de media hora solo tendría que cruzar la calle con el colchón, la almohada y la manta a cuestas para pasar un mes como huésped en el caleto

-Mire, señora- volví a replicar sin alterarme lo más mínimo-, ni aunque sea medio segundo. ¿Ve el bordillo pintado de amarillo? Indica que aquí no se puede aparcar, y si mientras Vd. está dentro aparece un coche oficial para recoger o dejar a alguien, el responsable de que no pueda hacerlo seré yo por permitirle dejar la bicicleta ahí. Así pues, apártela de una vez.

-¡Pues quítela Vd!- me espetó desafiándome. 

Me tocó ya los cojones, pa qué mentí...

-Señora- dije adoptando un tono francamente amenazador, erizando mi cuidado y siempre bien recortado bigote a modo de advertencia-, o quita la bicicleta de ahí o se viene conmigo al cuerpo de guardia. Es el último aviso.

El guripa tragaba litros de saliva presenciando aquello. En aquel momento no daba por mi cabeza ni un escupitajo. Pero la gárgola cedió y, muy indignada, agarró el manillar y dejó el chisme aquel apalancado contra una vieja morera que daba una generosa sombra al edificio. Pero la fiesta aún no había terminado. La generala aún tenía que tragar más bilis aquella gloriosa jornada.

Cuando se dispuso a entrar, le cerré el paso de nuevo.

-¿A dónde va, señora?- pregunté esbozando una sonrisilla alevosa.

-¿Cómo que a dónde voy?- respondió con los ojos desorbitados-. ¡A ver a mi marido y, por supuesto, a contarle todo lo que ha ocurrido aquí!

-Bien, ¿me permite su documentación?

-¿Cóóóómooooo? ¿No acaba de decir que sabe quién soy?- bramó la gárgola. Si ese día no le dio un infarto, no le daría jamás.

-Mire, señora, si no me facilita su DNI, de la puerta no pasa. Hay que registrar sus datos y entregarle una tarjeta de visitante- expliqué con voz de sujeto paciente al que se le está terminando la paciencia.

-¡Nunca me lo han pedido!- rugió la generala, que en aquel momento daría cualquier cosa por estar al mando del pelotón de fusilamiento que me ejecutaría al amanecer.

-Señora, yo no sé lo que han pedido o dejado de pedir otros compañeros ni me importa- respondí-. Lo que sí sé es que yo tengo orden, emitida por el comandante de mi unidad que, a su vez, la recibió de su señor marido, de que sin pasar por el control de acceso aquí no entra ni Dios. Llevamos ya un rato de discusión estéril simplemente porque Vd. se empeña en que yo no cumpla con mi deber, pero tenga la certeza que eso no va a ocurrir. Por lo tanto, si quiere entrar haga el favor de darle su DNI al soldado de la mesa para que tome sus datos.

La generala echaba ya humo por sus orejas mefistofélicas. Se puso a hurgar en el bolso, una talega de cuero enorme, en busca de uno de esos enormes monederos de señora llenos de tarjetas de todas clases, fotos de media familia y 846 tickets de compra de hace al menos un año. Sacó el puñetero DNI y lo estampó contra la mesa. Le hice un gesto al guripa para que no lo tocara porque, naturalmente, aún me quedaban un par de clavos más para hincárselos en su jodido ataúd. Cogí el documento, lo revisé cuidadosamente, comparé la jeta de la foto con la de la gárgola y, con mucha calma, dicté sus datos personales. Aquella mujer debía tener la tensión por las nubes, porque se le estaba poniendo un preocupante tono amoratado en su piel siempre bronceada gracias a las sesiones de rayos UVA que le permitían estar morenita hasta en pleno enero.

Tras cumplir el protocolo, le planté delante de su furibundo careto una tarjeta de visitante, advirtiéndole de que debía llevarla en todo momento en lugar bien visible, y que no olvidara entregarla a la salida para que el del control le devolviera su DNI, que quedaba en depósito mientras duraba la visita. La generala me lo arrancó de la mano echándome la enésima e inútil mirada asesina y se dio la vuelta para subir los seis peldaños que daban acceso al pasillo donde estaba el despacho del general Equis, al que creo habría hecho un favor si le mando previamente a un guripa avisándole de que la parienta estaba allí de visita. Del control al despacho había menos de seis metros, porque dicho despacho estaba tras la primera puerta a la izquierda. Pero aún me quedaba el último clavo.

-¡Eh, eh! ¡Un momento, señora!- exclamé. Se giró como una pantera de Java acorralada-. Fulano, acompaña a la señora- ordené a uno de los guripas libres de servicio.

-¿Un acompañante, dice?- rugió-. ¡Esto está llegando demasiado lej...!

-Señora, los visitantes deben ir acompañados- le corté-. Sin acompañante no se pasa. Y haga el favor de colocarse de una vez la tarjeta en sitio visible, tal como le he indicado.

A los 15 segundos, el acompañante volvía tras abrirle la puerta del despacho.

-Te van a meter un paquete de aúpa- murmuró meneando la cabeza-. ¿No oyes los alaridos que está dando la hijaputa esa?

-Mira, Fulano, a mí me la suda esa fiera- le respondí haciendo gala de mi sangre de horchata-. Me apuesto contigo lo que quieras a que se larga más corrida que una liebre.

Fulano se encogió de hombros y volvió a apalancarse para seguir destilando hormonas con la contemplación del "Penthouse" archimanido y archimirado por cien ojos lujuriosos.

A los cinco minutos, la generala salió del despacho marital como un miura del chiquero. Sin mirarme, plantó la tarjeta de visitante en la mesa, recogió el DNI y, sin abrir el pico, se largó en su bici, pedaleando con una energía envidiable para su edad. Yo me limité a desearle un buen día esbozando una sonrisa y adoptando una postura marcial y reglamentaria, con las manos apoyadas en los riñones y sacando pecho. ¿Había logrado derrotar la insufrible arrogancia de la generala? ¿De qué envergadura sería el paquete que me iban a meter por vacilarle de forma despiadada? Ah, misterio misterioso que desvelaremos de inmediato...

EPÍLOGO

No habían pasado ni dos minutos desde que la Furia aquella se largó en buena hora cuando el teniente coronel Mengano, ayudante del general, asomó la jeta por la puerta del despacho y me hizo un gesto para que acudiera. Me planté ante él, me cuadré obsequiándolo con un sonoro taconazo, con mi más meticuloso saludo y demás zarandajas castrenses.

-Pasa al despacho, el general quiere verte- me dijo.

Antes de entrar miré al personal, que contemplaban con ojos como platos cómo me dirigía a mi segura ejecución. Daban por sentado de que saldría de allí degradado, vilipendiado y destinado a vete a saber dónde.

Entro en el despacho, donde el general había retomado la lectura del ABC interrumpida por su enérgica parienta. Le hice los honores como mandan los cánones, con taconazos, vuecencias, etc.

-Solo te he hecho venir para darte la enhorabuena, muchacho- me dijo sin soltar su amado ABC-. Has hecho lo que debías, y más sabiendo que era mi señora. Informaré al capitán Zito de tu comportamiento impecable. Puedes retirarte.

Me inflé como un globo de esos de propaganda de refrescos negros que producen diabetes. Le respondí lo habitual en esos casos: "solo he cumplido con mi deber y blablabla...", tras lo cual procedí a largarme del despacho de forma reglamentaria y marcial, que esas cosas gustaban mucho a los gerifaltes.

-¿Ordena vuecencia alguna cosa más?- tatareé más tieso que el mástil de la bandera. El general hizo un gesto con la mano, enfrascado en la lectura de las necrológicas por si aquel día tocaba asistir a algún funeral.

-¡A la orden de vuecencia, mi general!- volví a tatarear dando un paso atrás, como manda el reglamento, un taconazo más y saludando de forma que el codo quedase a 15 cm. del cuerpo, como indicaba el manual. Había vencido a la generala.

El personal no se lo creyó hasta que, al cabo de un rato, llegó un ordenanza diciéndome que me presentase al capitán Zito cuando saliera de servicio. El capitán, que era seco como el Sáhara en verano y más serio que un responso, estaba la mar de contentito. Eso de que lo llamara el nº 2 de la Región Aérea a felicitarle por el comportamiento de uno de sus muchachos no ocurría todos los días, ni siquiera todos los años, así que me dio unas palmaditas en el lomo y, desde ese día, me lo gané para siempre. 

Moraleja: El que cumple con su deber, nada debe temer.

Por cierto, la gárgola debió informarse de cuándo me tocaba estar de servicio, porque no volví a verla aparecer por allí. Supongo que preferiría visitar a su maromo con centinelas menos rigurosos.

En fin, así fue y así ocurrió. 

Hale, he dicho

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