martes, 24 de octubre de 2023

EL MALDITO ESMARFON

 

¿Cómo es posible que estos chismes se hayan adueñado de la vida del personal?

D.M.S.H.S.E.S.T.T.L.

Tengo que reconocer, no sin sentirme humillado hasta el tuétano, que por una vez he sido derrotado. Mi venerable teléfono de tapadera yace en el cajón de los objetos nostálgicos junto al reloj y el rosario de papá, la foto de la mili, la galleta de la Policía de Aviación y demás fósiles de un pasado cada vez más lejano. Cierto es que cuando sacaba el teléfono en algún lugar público, la gente se me quedaba mirando como si hubiese salido de la trena tras 20 años viviendo a costa de los contribuyentes, pero no es menos cierto que consideraba ese aparatito como algo simplemente práctico ya que lo usaba para hacer y recibir llamadas, y no para que las llamadas sean el uso menos relevante de esos perversos objetos que se han adueñado de la sociedad: el temible esmarfon.

He pasado años esquivando la tóxica existencia de esos tiranos despiadados. He soportado miradas despectivas, lastimosas e incluso murmuraciones. Me he paseado por la Hispania toda con mi vetusto móvil sin haber tenido necesidad de usarlo para otra cosa que no sea el típico "¡Cusha, que ya he llegao!" o el "¿Oiigaaa? ¡Que me s'ha parao er puto coshe y no sé qué cohone le pasa! ¿Cómo dise? ¿Qué no hay grúa jahta dentro de dó horaaaaaa?". Pero la cosa es que conversaciones similares se siguen manteniendo si bien, en muchos casos, están siendo sustituidas por el wasa ese que permite al personal ejercer menos la oratoria, confiándolo todo a un corrector que corrige como le sale del níspero y adornar el mensaje con bolitas amarillas que se supone pretenden transmitir tu supuesto estado de ánimo. Y digo supuesto porque, mientras transmites un pésame con bolita amarilla con jeta de pesadumbre, igual te pilla corriéndote una juerga de antología y, obviamente, no estás triste, sino todo lo contrario.

Alguno se preguntará cómo he podido dejarme arrastrar por esta nefasta tendencia, pero los cambios sociales me han obligado a ello a pesar de ser uno de los individuos más antisociales que conozco, cuando no el que más. Vean mi triste batalla, perdida a pesar de mi enconada resistencia:

Operadora: Ahora le enviamos un enlace por WhatsApp para autorizar...

Yo: Mire, yo no tengo wasa. ¿No me lo puede enviar por correo electrónico?

Operadora: Lo siento, el sistema solo envía WhatsApp's

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Operadora: Para acceder a su factura, descárguese nuestra aplicación en...

Yo: Oiga, mi móvil no tiene internet

Operadora: No le he entendido bien. Para solicitar factura, pulse 1, para cagarse en mis muertos, pulse 2, para esperar hasta que las ranas críen pelo, pulse 3

Yo. Oiga, ¿usted es un ser humano?

Operadora: No le he entendido bien. Para solicitar factura, pulse 1, para cagarse en mis muertos, pulse 2, para esperar hasta que las ranas críen pelo, pulse 3

Yo: 2, 2, 2, 2, 2, 2, 2, 2, 2, 2, 2...

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Operadora: Para pedir cita le envío un código QR que deberá presentar en...

Yo: ¿Qué carajo es un código QR?

Operadora: Pues un cuadrado lleno de cuadraditos que...

Yo: Mire, déjelo, ya me buscaré la vida...

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Voz pseudo-humana: Para validar su compra, autorice la misma en nuestra aplicación.

Yo:¡Que no tengo aplicación, hostiasssss! ¿No hay algún ser vivo ahí?

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En fin, podría poder cientos de ejemplos más, pero ya podrán imaginar por dónde van los tiros. 

La cuestión es que mi rechazo a introducir estos chismes en mi vida no obedecía a una mera cabezonería, sino por ver a la gente totalmente abducida por ellos hasta el extremo de comprobar que el personal vuelca literalmente su vida en ellos. Lo fotografían todo, lo graban todo, tienen tropocientas aplicaciones de las que dependen absolutamente para todo, desde pagar en un bar a comprar una caja tonta del tamaño de un somier para calcinarse las retinas. 

Estos memos deberían estar tirando los tejos a las memas cercanas
en vez de buscar una gachí en una página de citas

La gente va por la calle con los ojos clavados el puñetero esmarfon, cruzan sin mirar (he estado cienes de veces a punto de llevarme a uno por delante), parecen zombis recibiendo órdenes de los marcianos que nos están invadiendo y, en resumen, ni siquiera miran si están a punto de pisar una mierda de perro porque lo importante es el esmarfon. Desde la oficina te envían un wasa a las tantas y si no respondes te abroncan. Tu novia/o te vigila los mensajes y te exige la clave del aparatito. Tu parienta o maromo, ídem. Si te dejan sin internet te cortas las venas. Si te roban el esmarfon te tiras desde lo alto de un puente. Si el trabajo te obliga a levantarte media hora antes para no pillar el atasco de hora punta pones el grito en el cielo, pero eres capaz de soportar dos días en una cola durmiendo en la puta calle con tal de pillar el último modelo del Aifon que cuesta un huevo y, para colmo, aún no has terminado de pagar el que compraste hace cuatro meses.

Y, por si esto fuera poco, hasta los críos han sido capturados en la tenebrosa telaraña de los esmarfon. Ya no los ves nenes jugando a piola, al cielo voy o a policías y ladrones, ni tampoco nenas jugando a la comba, al elástico o al tejo. Ahora los ves convertidos en aprendices de zombis que se pasan las horas jugando a matar lo que sea. Están en la edad de desarrollarse físicamente, de fortalecer sus cuerpos, pero se pasan la vida apalancados, bicheando con el esmarfon o jugando con la vídeo-consola. Y lo más paradójico: ya no es un castigo irte a la piltra sin cenar o que papá te deje el culo calentito a correazos, sino dejarte sin el esmarfon donde, además de matar marcianos, pueden visualizar infinidad de contenidos absolutamente inapropiados para críos de esa edad o acosar sin descanso al compañero de clase nacido para ser la víctima de la crueldad infantil.

En fin, dudo que el enano corso (Dios lo maldiga) se sintiese tan humillado tras la movida de Waterloo como yo cuando me tuve que personar en el Carrefús acompañado de mi segundogénito para asesorarme. Aún no he logrado enterarme para qué sirven los dibujitos de la pantalla, para enviar un wasa de media frase tardo media hora porque mis dedazos pulsan siempre la letra que no es, y hasta para responder a una llamada tengo que liarme a manotazos para deslizar el icono del auricular. Anteayer pude mandar una afoto porque mi nene me dejó un papelito con las instrucciones para acometer la empresa y, en resumen, estoy hasta los mismísimos cojones de este chisme de mierda que, hasta ahora, solo he usado para lo que usaba el anterior: llamar y que me llamen, y la cosa es que yo jamás llamo a nadie salvo a mis retoños o a mamá, y a mí solo me llaman mamá o las teleoperadoras empeñadas en joderme la siesta. Ah, y también me sirve para ver la hora. Ni siquiera uso el despertador porque raro es que me despierte más allá de las cuatro o las cinco de la mañana.

Concluyo con una anécdota que demuestra el grado de dependencia al que ha llegado la gente, y que debería dar que pensar a más de uno. Digo:

Hace algún tiempo me dirigía a una conocida cadena de supermercados a comprarle a una persona un trasto para hacer un pésimo pan casero que provocaría hasta un motín si lo incluían en la bazofia destinada a la chusma de galeras. Eran las 08:55 de un 2 de enero. Sí, bastante temprano porque odio profundamente los lugares concurridos y mi intención era hacer la compra lo antes posible y largarme echando leches. Pero hete aquí que veo un utilitario medio volcado en la cuneta, empotrado contra la pasarela de hormigón de salida de una finca. Salía humo del capó. No había ni una puñetera alma, como podrán imaginar, porque ese día 2 quiero recordar que era sábado. 

Bien, me bajo y me dirijo al coche. Me aúpo para mirar en el interior, y veo a una jovencita a la que el volante no había la aplastado porque era canijilla. Si me pilla a mí sentado allí me revienta la caja del pecho. Le pregunté cuatro chorradas para ver si estaba medio consciente, pero solo farfullaba y se quejaba. Abrí la puerta, pero no pude sacarla porque estaba literalmente embutida entre el asiento y el volante. Afortunadamente, paró otro coche y un Nissan de la Benemérita. Corté el cinturón con mi inseparable Victorinox y entre tres logramos sacarla del interior con cierta prisa porque la humareda que salía del motor aumentaba, y advertí al guardia que la gasofa estaba chorreando por un manguito roto. La tumbamos a una distancia prudencial mientras el picoleto llamaba por radio a una ambulancia y a los bomberos. 

-¿Cómo te encuentras, hija?- le pregunté pasándole  la mano por la cabeza sin su consentimiento, lo que me habría costado una denuncia por tocamientos lascivos y abuso sesssuá hoy día.

-Mi... móvil... ¿Dónde está mi móvil?- murmuraba con vocecita moribunda.

-Hija, olvídate ahora del móvil, que has vuelto a nacer (el coche estaba literalmente reventado). Alégrate de que has salido viva.

-Mi móvil, mi móvil...- seguía repitiendo como una lora moribunda mientras movía la cabeza bastante nerviosa.

Para serenarla, volví al coche a ver si daba con él a pesar de que podía arder en cualquier momento. Me asomé por la puerta pero fue imposible. El interior era una leonera, y que hostión no se debió dar que el asiento del copiloto salió despedido de sus anclajes. Volví justo cuando ya empezaban a aparecer llamitas en el motor.

-No lo encuentro- le dije-, pero olvida ya el dichoso móvil, que tú eres más importante.

-Mi móvil...- seguía repitiendo sin atender a mis razones. 

Conclusión: me jugaría todos los premolares a que el accidente se produjo porque, en vez de estar pendiente de la carretera, estaría mandando mensajitos con el wasa de los cojones, se fue un poco hacia la derecha, cayó en la cuneta y la frenó la pasarela de hormigón. Por lo visto, venía de haber pasado el fin de año en El Rocío, donde había participado en un cotillón en casa de algún amiguete.

Conclusión: llegó la ambulancia y se la llevaron justo cuando el coche se convertía en una tea que apagaron en un periquete los bomberos que llegaron poco después. Y a la mocita parecía no importarle haberse quedado sin coche, y tampoco que estuvo a punto de matarse. Tampoco pidió a nadie que llamara a sus padres para que no se preocuparan, y ni siquiera preguntó si mostraba alguna herida. Lo importante era saber dónde estaba el puto esmarfon. Manda cojones, ¿qué no?

En fin, esto es la descojonación. Ah, y no olvidemos los tontos de baberos que se pulen mil y pico de pavos por uno de esos chismes cuando uno que vale tres veces menos da el mismo avío. Pero, claro, da más pisto sacar uno de esos que llevan la manzanita mordisqueada. Sois más tontos que Neíta, lo juro.

Hale, he dicho

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