viernes, 27 de mayo de 2011

Heridas de guerra I


Ahí vemos uno de los violentos cambios de impresiones que, a lo largo de la historia, hemos tenido con nuestros vecinos. En ese caso pretende reflejar la jornada de Aljubarrota, librada el 14 de agosto de 1385 entre dos Juanes: Juan I de Castilla y Juan I de Portugal, y donde nos vapulearon bonitamente, todo hay que decirlo. Pero esta entrada no va de batallas, sino del resultado de las mismas, o sea, las heridas en combate.
Los hallazgos de fosas comunes en lugares donde se libraron batallas ha permitido, gracias a la arqueología forense, comprobar sin ningún género de dudas la terrible efectividad de las armas de la época, y más en el caso de peones o milicianos mal armados en lo referente a la defensa pasiva. No quiere decir que no murieran caballeros, que morían, pero a la gente de calidad preferían hacerlos prisioneros a fin de poder cobrar por ellos un rescate adecuado, costumbre esta muy extendida en la Edad Media.
A este período dedicaremos esta entrada, entre otras cosas porque es de la que hay más testimonios gráficos que nos permitirán comprobar que esas heridas que aparecen en las iluminaciones de la época no eran producto de la imaginación del dibujante.
Las bajas en los combates de la época podrían diferenciarse en dos tipos. Uno, los que caían y morían en el campo de batalla, y dos, los que morían con posterioridad por causas diversas: infecciones, hemorragias, traumatismos internos, etc. Luego habría que contar los que quedaban lisiados de por vida por fracturas mal curadas, ceguera y roturas de tendones y/o ligamentos. A estos, por razones obvias, les esperaba un futuro bastante negro. Sin poder ganarse la vida, salvo que su familia pudiese mantenerlos, solo les restaba mendigar en las calles y acabar sus días miserablemente.
Fue Alfonso X el primer monarca que instauró una serie de indemnizaciones a pagar por la corona a los heridos en combate. Se trata de una detallada relación de cuantías en función de la herida, incluyendo si, en el caso de una herida punzante, había atravesado o no el cuerpo o el miembro del combatiente. Además, incluye pérdida de miembros, dedos, ojos, etc. Pero, como cabe pensar, esa indemnización no daba para una vida, así que verse con una mano de menos, si el oficio del herido era manual, suponía verse imposibilitado para desarrollarlo.
Los que no caían in situ se enfrentaban antes de nada a las infecciones. Como se puede suponer, una herida abierta llena de tierra, producida por un arma sucia y que a veces tardaba horas en poderse limpiar era tener todas las papeletas para contraer una septicemia o un tétanos que aliñaba al desdichado de turno en pocos días. Y si no era por eso, una gangrena lo finiquitaba igualmente. Por eso, lo más temido por los combatientes de la época eran las heridas abiertas. Las curas eran bastante simples: lavar la herida con agua o vino caliente, colocar sobre ella hojas de col como apósito anti inflamatorio, vendarlas y rezar todo lo que uno sabía para que el santo de su devoción lo librase de una muy probable muerte. Todo ello, naturalmente, si una hemorragia no acababa con su vida en minutos o horas, dependiendo de la intensidad de la misma. Sabían coser una herida, pero no ligar vasos rotos. Y, naturalmente, las curas se realizaban en vivo, sin ningún tipo de anestésico que aliviase el sufrimiento. Ya desde muy antiguo existían medios para ello, como el hashis, usado por los árabes, o el opio. Pero en la Europa medieval todos esos conocimientos habían quedado encerrados en las bibliotecas monacales, y muy pocos tenían a su alcance un físico árabe capacitado para curar heridas sin matar al paciente de dolor. Y para colmo, la Iglesia prohibió a los clérigos la práctica de la cirugía mediante la bula "Ecclesia abhorret a sanguine" (La Iglesia aborrece la sangre), promulgada en el concilio de Tours en 1163, con lo que los únicos que tenían acceso al conocimiento heredado de la medicina del mundo clásico no podían practicarla. En definitiva, solo restaba encomendarse a Dios y poco más...

Dicho esto y concretando, una de las heridas más temibles eran las producidas por las puntas barbadas de flechas o saetas.Un cuadrillo o un pasador era relativamente fácil de extraer y, salvo que interesase un órgano vital o un vaso sanguíneo importante, la herida en sí misma era de poca entidad. Pero sacar una punta barbada podía producir aún más desgarros que los que hacía al entrar, aparte del insufrible dolor. Por ello, era habitual intentar separar la punta del astil de la flecha y dejarla dentro. Se conoce un caso de un cruzado, no recuerdo bien si inglés o francés, al que le quedó alojado en el hombro un cuadrillo de ballesta. Se lo dejaron dentro, se le curó la herida y pensó que ahí acababa todo. Pero no. Por lo visto, unos años más tarde, la punta le afloró por la mejilla. Sí, no es coña. El organismo, intentando rechazar aquel cuerpo extraño, la había hecho viajar lentamente por su cuerpo hasta hacerla salir. Obviamente, el cruzado tuvo una suerte monumental. En la foto de la izquierda podemos ver una de esas puntas. Ya puede el personal imaginar lo que era tirar de ella y que se clavasen en la carne las dos aletas. Y las había aún más terroríficas, que conste...


Pero que las barbadas fueran temibles no quiere decir que un cuadrillo de ballesta fuese una nimiedad. La foto de la derecha es buena prueba de ello. El cráneo pertenece a un caballero cuyo esqueleto apareció en una restauración llevada a cabo en el castillo de Aquila, en la Toscana (Italia). Como se ve, el cuadrillo le entró por la boca, cercenándole limpiamente los dientes, y se le alojó en la segunda vértebra cervical, lo que le produjo una muerte instantánea. Fue literalmente apuntillado, vaya. Como ya se explicó en la entrada concerniente a las ballestas, estas armas, por su enorme potencia, podían incluso pasar de lado a lado a un combatiente bien armado. Otro ejemplo lo tenemos en la foto de la izquierda, en la que vemos como tres cuadrillos están alojados en la zona occipital del cráneo. A este desgraciado, además, lo debieron rematar a mazazos, porque la enorme fractura que se ve en toda la cabeza no la produce un virote.
Como es de suponer, para el estudio del efecto de las armas de la época solo nos podemos guiar por las osamentas. Una herida que no tocase hueso eran tan mortal o más si interesaba la zona abdominal o pectoral, pero de esas, como es lógico, no queda más testimonio que las ilustraciones de la época que, con mayor o menor realismo, nos permiten hacernos una idea muy aproximada de como se producían.
En posteriores entradas se verán las heridas producidas por armas cortantes, como espadas o hachas, y las contundentes, martillos, mazas... Igualmente podremos ver algunos casos de heridas que no provocaron la muerte, pero que dejaron su marca indeleble en los que las recibieron. 

Hale, he dicho







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