El insulto es genético en el mundo hispano. De hecho, creo que el español es el idioma con el más amplio surtidos de denuestos que existe para ofender o provocar al personal, tocando la fibra sensible del prójimo de las formas más variadas y prolijas. Y como en todos los idiomas, los insultos también han tenido su evolución a lo largo del tiempo. Es evidente pues que hace cinco siglos un carretero no ponía a caldo a un jinete alocado tachándolo de gilipollas o de mamahostias. Otros insultos, sin embargo, han perdurado a lo largo de los tiempos como nuestro ancestral y querido "hijo de puta", que eso de cuestionar la decencia de la autora de nuestros días siempre ha existido. Finalmente, hay otra serie de insultos que, o han caído en el olvido o bien si se usan hoy día ya han perdido la carga ofensiva de antaño, que solo con mencionarlos era motivo de meter mano a la espada. Veamos algunos ejemplos que me vienen a la memoria...
Puerco o marrano. Hoy día se suele usar más el término cerdo para ofender al personal cuya higiene es cuestionable. Sin embargo, antaño eran más usados éstos dos epítetos que, para colmo, era como se solían denominar de forma despectiva a los judíos o a los conversos. Así pues, llamarlo a uno puerco o marrano suponía, además de tacharlo de cochino, una insinuación que se ponía en duda la pureza de sangre del adversario. Y si algo ponía de los nervios a un español era cuestionar sus orígenes de cristiano viejo. Eso de inducir a la más mínima sospecha de que uno descendía de judíos o moriscos era uno de los peores insultos que se podían oír, y causa de más de una riña que acababa a cuchilladas. Recordemos que los judíos, aparte de ser considerados enemigos de Cristo, eran habitualmente acusados de practicar todo tipo de infamias, como profanar la Sagrada Hostia o llevar a cabo sacrificios rituales con críos cristianos.
Perro. Al igual que los anteriores, tachar a uno de perro era una grave afrenta. Curiosamente y a pesar de que los perros simbolizaban la fidelidad y podemos verlos a los pies de no pocas estatuas yacentes, también era considerado un animal tan despreciable como para usarlo para ofender a la peña. Generalmente, como casi todos habrá oído o leído alguna vez, se acompañaba el epíteto con la condición del insultado: perro judío, perro infiel, hijo de perra judía, etc. Hoy día es un insulto casi inexistente, igual por aquello de que son unos animalitos muy cariñosos y tal. Por cierto que uno de los peores insultos que podían hacerse, y concretamente entre marinos, era el de perro malsín. Un malsín era un chivato, y eso de andar delatando al personal estaba muy mal visto.
Cornudo. En aquellos tiempos, los cornudos eran sinónimos de consentidores. Hoy día se identifica al cornudo a todo aquel cuya mujer se la pega con otro, pero en la época que tratamos eran los consentidores de mancebías (véase más abajo). El término cornudo fue sustituido hace tiempo por cabrón, pero en realidad un cabrón es asimilado un sujeto con especial mala leche. Al parecer, proviene de un marino del siglo XV llamado Juan Hernández Cabrón, que aún siendo castellano sirvió como mercenario y corsario. Su conducta nada caballerosa y tal hizo que su apellido se convirtiera en sinónimo de eso, de ser un cabrón.
Puta, puta vieja, alcahueta/e. El añejo oficio femenino siempre ha sido objeto de insulto. El primero está absolutamente vigente, pero no así el segundo. Las alcahuetas eran las putas que, por su edad, ya no ejercían y se dedicaban a buscar clientes, concertar citas con sus pupilas o como encubridora de relaciones amorosas adúlteras. El origen del término puta es bastante ignoto. Aunque procede indudablemente del latín, su etimología no está clara si bien me inclino a pensar que proviene de putta, muchacha. Es la más lógica, ¿no? En cuanto al término alcahueta, procede del árabe al-qawwâd, que significa intermediario. Éste oficio, considerado como inmoral, estaba penado con vergüenza pública y tanda de latigazos en los lomos, por indecente. Por cierto que de esos hay muchos hoy día que pasean maletines llenos de billetes.
Rufián, consentidor. El rufián era lo mismo que alcahuete. Pero un consentidor, o consentidor de mancebías era mucho peor tanto en cuanto era lo que hoy de denomina como cabrón consentido, o sea, el marido que permite a su mujer ejercer la prostitución y actúa como su chulo. Por cierto que el término chulo, procedente del árabe chaul, no era en aquellos tiempos un macarra, sino un tipo pendenciero a secas. Por lo demás, la rufianería era un grave delito por el que enviaban al consentidor a deslomarse diez años dándole al remo en las galeras del rey, siendo previamente expuestos a la vergüenza pública paseados en un pollino con unos cuernos en la cabeza y recibiendo una tanda de cien azotes mientras el pregonero clamaba su infamia.
Ramera. Sinónimo de puta con la diferencia de que las rameras ejercían su oficio en los caminos, y para protegerse de la intemperie, así como para fornicar de forma discreta, se hacían unas chozas con ramas, de donde proviene el adjetivo. Echarse a los caminos, frase muy habitual en aquellos tiempos, implicaba pues meterse a puta vial, uno de los más bajos escalafones del puterío. Sirva como ejemplo lo que exclama uno de los capitanes que raptan a las hijas de Pedro Crespo, el alcalde de Zalamea, cuando las abandonan en mitad del campo como venganza tras darles promesa de matrimonio: ¡Ahí vos quedad, como rameras! O sea, que además de engañarlas y dejarlas tiradas las llaman putas. Qué cabritos, ¿no?
Puto, bujarrón, sodomita. Los putos, del latín putus (muchachito) ya eran en Roma conocidos por ser efebos que vendían sus favores a los que gustaban de los culitos prietos y lampiños. El término bujarrón proviene del italiano buggere y supongo que lo traerían los soldados de los tercios de Nápoles. Buggere significa mentir, engañar. Obviamente, se refiere a que un homosexual es uno que "miente" sobre su condición varonil. En cuanto a sodomita, forma habitual de denominar a los homosexuales antes de que se pusieran de moda los actuales marica o maricón, ya sabemos su origen: Sodoma. Por cierto que, curiosamente, los de Gomorra nunca han sido tachados de maricas. Serían gomorritas, supongo. Bueno, la cosa es que la sodomía era, además de pecado nefando, un grave delito por el que uno podía acabar en la hoguera. En Centroeuropa, y eso que siempre nos han tachado a los hispanos de más crueles que nadie, los aserraban a lo largo del cuerpo empezando por las ingles y colgado cabeza abajo, tal como vemos en el grabado de la derecha. De esa forma, al estar la cabeza más irrigada, el reo sobrevivía más tiempo a tan espantosa muerte.
Jalar las barbas. En la Edad Media, tirar de las barbas de un hombre era el peor insulto y humillación posibles. La barba, considerado desde tiempos inmemoriales como el atributo viril por excelencia, era algo intocable. Hasta se juraba por las barbas del abuelo si hacía falta para dar contundencia a una afirmación. Rodrigo Díaz, nuestro héroe por antonomasia, se dedicó a ese menester con los atributos capilares del conde de Barcelona y sus más allegados vasallos tras darles para el pelo tras una batalla. Y en una ocasión en que fue llamado a la curia regia cuando estaba a malas con Alfonso VI, hasta tuvo la precaución de anudarse las suyas con una cinta y ocultarlas bajo el almófar para impedir que cualquiera se las intentara jalar.
Mamón. Éste término es mucho más añejo de lo que la gente imagina. En Roma ya se insultaban unos a otros con el término fellator, que ya podemos imaginar su significado. Aunque la homosexualidad en Roma estaba al cabo de la calle, sus prácticas resultaban abominables y de ahí que una felación entre hombres resultara bastante asquerosa, hasta el extremo de ser un insulto el acusar a otro de felador de pichas, aunque fuesen senatoriales.
Traidor, alevoso, felón. Todos vienen a significar lo mismo. Hoy día no es que no se usen, es que además, si se usan, el personal se queda tan pancho porque han perdido su carga ofensiva. Pero en la Edad Media, ser tachado de traidor era gravísimo tanto en cuanto se valoraba la lealtad por encima de todo. Por desgracia, hoy día hay tal cantidad de alevosos y felones que pocos se sienten ya insultados por ser tachados como tales.
Bellaco. Un bellaco era un tipo ruin, un bribón. Solía ir acompañado de algún epíteto más para darle más fuerza al insulto: bellaco hijo de mil padres, bellaco traidor...
Villano. Un villano era pertenecer a un determinado estamento social. Eran, como se puede suponer, los habitantes de las villas, o sea, plebeyos libres, el germen de la burguesía. Sin embargo, ser tachado de villano siendo uno de hidalgo para arriba era un grave insulto tanto en cuanto se cuestionaba su nobleza. Obviamente, éste insulto era para ser usado entre nobles ya que si a un villano le llamaban villano se quedaba frío. Es como si hoy día le pretenden insultar a uno tachándolo de ciudadano o de contribuyente.
Bruja. Ser tachada de bruja era, aparte de insultante, peligrosísimo. Ya sabemos que el Santo Oficio no tenía problemas en indagar sobre la espiritualidad de la peña, y ser sospechosa de brujería podía tener consecuencias nefastas. No obstante, cierto es que en España las condenas por brujería fueron muy escasas, y no por ejercer la brujería tal como la entendemos, sino por practicar abortos y, por sus conocimientos en herboristería, preparar tósigos para darle boleta al cuñado odioso o al acreedor que ya nos amenaza con rompernos las piernas si no le pagamos. Por el contrario, en Alemania y entre los puritanos anglo-sajones se perpetraron decenas de miles de ejecuciones de mujeres acusadas de brujería. Sin embargo, la eficaz leyenda negra es la que nos pone como campeones de perseguidores de brujas.
Hereje. Lo mismo que lo anterior. Además, en un pueblo archicatólico como el español, cuestionar la fe de uno era considerado como una grave afrenta ya que, aparte de ponerse en entredicho la religiosidad del insultado, era como compararlo a los despreciados luteranos de la época o a judíos y moriscos. Podía acompañarse con el título de perro, que así quedaba como más contundente: sois un perro hereje y un enemigo de Dios, maldito rufián... En un país con el catolicismo arraigado hasta el tuétano, ser tachado de hereje era ponerlo en el punto de mira socialmente hablando ya que nadie quería tratar con uno de ellos ni para darle los buenos días. Además, considerándonos como los principales defensores de la fe católica no íbamos a pasar por alto la heterodoxia religiosa del personal, naturalmente. Al mismo tiempo, la carga ofensiva se veía aumentada tanto en cuanto el mayor enemigo de España era precisamente un país cuya religión estaba considerada como herética: Inglaterra (Dios maldiga a Nelson).
Hideputa, hydeputa o fideputa. Forma arcaica de nuestro ancestral hijo de puta, que todos usamos varias veces al día: cuando vemos la tele, cuando leemos el periódico, cuando nos adelanta un niñato, cuando esperamos en la cola del banco, cuando hablamos de la familia política, cuando nos referimos al jefe y sus pelotas, etc., etc., etc... Ser tachado de hijo espurio siempre ha sentado como una patada en el hígado al personal, y más si se tiene constancia de que mamá era o es una santa que jamás puso los cuernos a papá a pesar de lo golfo que era o es. Hacer uso del hideputa estaba por encima de la educación recibida o de las clases sociales. Hasta el glorioso emperador Carlos, cuando se largó a Yuste a ponerse en paz con Dios antes del último viaje, tachaba de "hideputa bermejo" al fraile que desafinara en el coro cuando se realizaban los oficios. Lo de bermejo supongo que sería una especie de referencia a Caín. En aquella época se creía que Caín había sido pelirrojo y todos los que tenían el pelo de ese color, muy raro en un país de morenos como España, eran considerados como descendientes suyos. Así pues, llamar a uno bermejo era como decirle hijo de Caín.
Raspamonedas. En aquella época, como sabemos, los cambistas estaban por todas partes. Uno de sus vicios era limar un poco el canto de las monedas de oro y plata de forma que, aunque no se notara apenas, a base de limar se robaban gramos o kilos del noble material al cabo del tiempo. Como es de todos sabido, éste oficio era desempeñado esencialmente por judíos, así que tachar a alguien de raspamonedas era, aparte de llamarle ladrón y cicatero, ponerlo de hijo de David.
Astroso. Aunque hoy día se suele entender como alguien poco cuidadoso con su aspecto personal, antiguamente era sinónimo de desgraciado. Astroso venía a querer decir tener mala estrella.
Babieca. Parece ser que tiene su mismo origen que estar en Babia, villa de la provincia de León. Ignoro si sus habitantes eran tontos, pero en aquella época ya se llamaba babieca a los memos de solemnidad. Ya en el siglo XI, cuando a Rodrigo Díaz lo armaron caballero, un tío suyo le ofreció regalarle el bridón, pasándolo a sus cuadras e invitándolo a elegir uno. Nuestro héroe se fijó en un penco de penoso aspecto y lo señaló, ante lo cual su tío dijo: Babieca habéis de ser para elegir un caballo tan malo... Por cierto que, según ésta leyenda, es de donde tomó el nombre el caballo, ya que respondió: Pues Babieca será su nombre, y yo haré que sea bien conocido. Y vaya si lo fue. Aún se habla del dichoso caballo diez siglos después...
Tiñoso-a. La tiña es una enfermedad provocada por un hongo y que afecta principalmente al pelo y las uñas. Obviamente, los que la padecían tomaban un aspecto un tanto desagradable, sobre todo porque el pelo se les caía a mechones. De ahí que fuera usado como insulto por comparación.
Malandrín. Proviene de una variedad de lepra denominada en latín como malandria, siendo denominados los que la padecían malandrines. Es de todos sabido que la lepra era considerada en la Edad Media como una enfermedad terrible y abominable, y los que la padecían eran segregados de la sociedad. Como muchos sabrán, hasta los obligaban a ir tocando una campanilla cuando iban por los caminos para avisar al personal de su presencia y se pudieran alejar para evitar el contagio.
Follón. Aunque hoy día es sinónimo de lío tremendo, en aquellos tiempos se tachaba de follones a los sujetos dados a la pendencia y con bastante tendencia a la cólera más desmedida.
Fementido. Mentiroso contumaz que por norma falta a la verdad.
Bueno, no me acuerdo de más. De todas formas, ya dejo ahí un buen repertorio para aquellos que quieran insultar impunemente sin que les partan la jeta, ya que, en algunos casos, el insultado no tendrá ni idea de lo que escucha.
Hale, he dicho
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