Si tomáramos un puñado de reclutas de los ejércitos modernos y los metiéramos en una máquina del tiempo hasta el siglo I, verían sorprendidos que la vida en los campamentos romanos no era muy diferente de la que se lleva a cabo en los actuales. De hecho, el ejército romano era el único en aquella época que tenía un sistema de reclutamiento, entrenamiento, castigos, recompensas, etc., totalmente equiparable de hecho con el de cualquier ejército moderno. Veamos qué le ocurría a un mozalbete que, deseoso de fama y gloria, mandaba a hacer gárgaras el terruño familiar o la perspectiva de verse de panadero de por vida y se enrolaba en una legión.
Ante de nada, una aclaración: a lo largo del tiempo, las condiciones de reclutamiento, las pagas o la duración del servicio fueron variando. Así pues, esta entrada hablará de forma un poco genérica, ya que éste no es el lugar para llevar a cabo un estudio profundo de un tema que se llevaría mogollón de entradas. Dicho ésto, vamos al grano...
Condiciones de reclutamiento
Ante todo, conviene aclarar que aunque en tiempos de la república el servicio de las armas solo era para los ciudadanos romanos, la necesidad de tropas obligó en muchas ocasiones a lo largo del tiempo a llevar a cabo reclutamientos en las provincias, y ya en tiempos de César se crearon unidades nutridas únicamente por galos o con personal procedente de todas partes del imperio: hispanos, asiáticos, africanos e incluso germanos.
Aclarado esto, decir que para entrar a formar parte del ejército había que tener como mínimo 17 ó 18 años. Aunque en tiempos de la república el servicio era voluntario, la necesidad de tropas a causa del cada vez mayor imperio a controlar hizo necesarias las delectus o levas, llevadas a cabo mediante sorteo. Con todo, siempre eran preferidos los voluntarios por razones obvias y, además, procedentes de ambientes rurales ya que los naturales de grandes poblaciones eran más proclives a la deserción y los disturbios debido a la añoranza de la vida urbana y por las incomodidades derivadas de la vida militar. En todo caso, dependiendo de la época, cualquiera que tuviera entre 17 y 46 años podía enrolarse por un período mínimo que en tiempos de la república era de seis años y que ya con Augusto se alargó hasta los 20. Al término de éste período, el legionario tenía dos opciones: o se reenganchaba o se licenciaba con una paga de 3.000 denarios o una porción de tierra para crear una granja o una explotación agrícola. Esto supuso la fundación de muchas poblaciones ya que los legionarios licenciados, que por fuerza debían permanecer solteros durante el servicio, se instalaban con su compañera e hijos habidos durante su vida militar en lugares cercanos a los campamentos, dando así lugar a colonias que, con el tiempo acababan siendo ciudades (León sería un ejemplo).
Por otro lado, se miraban mucho las condiciones físicas de los reclutas. Se prefería especialmente a los hombres fibrosos y delgados, considerados como más aptos para soportar las duras condiciones de la milicia. La estatura ideal era de 6 pies romanos (177 cm.), lo que indica que la estatura media de aquella época no tenía nada que envidiar a la actual. Aunque se tiene constancia por hallazgos en enterramientos de hombres más bajos, de alrededor de 1,65, el legionario normal era un hombre que no era precisamente un alfeñique. A los más altos los destinaban a las cohortes más selectas, e incluso hubo legiones en la que todos sus componentes tenían al menos esa estatura mínima ideal.
Los candidatos eran reconocidos por médicos para corroborar su buen estado físico, y eran rápidamente desechados los conocidos como ladrones y los inmorales. Tras ser finalmente aceptados, los reclutas eran enviados a un campamento donde eran puestos en manos de instructores a fin de convertirlos en soldados capacitados. Y no era una experiencia ciertamente agradable...
El entrenamiento militar
Cuando los reclutas llegaban al campamento, talmente como solemos ver en las pelis de marines USA, el recibimiento era glorioso. Un veterano centurión lleno de costurones y cicatrices y con muy mala leche se hacía cargo de los novatos, imponiendo una disciplina absolutamente férrea y haciendo ver al personal que alistarse no implicaba ganar fama y gloria, sino estacazos, latigazos y castigos variados.
Los centuriones o pilus (a los que ya dedicaré una entrada para ellos solitos) eran la base del ejército romano y, además, unos sujetos sumamente desagradables y tiránicos. Salidos de la tropa y ascendidos exclusivamente por méritos y antigüedad, eran hombres hechos en las batallas, duros y correosos como una suela de caligae, dados a aceptar sobornos y demás corruptelas y, por encima de todo, con una mala uva fastuosa. Provistos de una retorcida porra fabricada con una vara de parra, no dudaban en probar su resistencia en los lomos y cráneos de los sufridos reclutas cuando éstos no obedecían con la rapidez del rayo, y el pánico que inspiraban a los neófitos era más que suficiente para, en los cuatro meses que duraba el infierno, convertir a pacíficos granjeros en aguerridos legionarios y a trocar a los libertinos y listillos urbanitas en obedientes soldados.
Durante el entrenamiento, dos veces al día debían practicar con las armas. Para ello, les daban una espada de madera y un escudo más pesados que los de verdad, y debían pasar horas golpeando un poste para aprender los rudimentos de la esgrima. Debían lanzar sus pila, aprender a maniobrar en el campo, adoptando de forma fulminante las órdenes de las distintas formaciones: en círculo, en cuña, formar testuda, etc. Y todo ello bajo los gritos del pilus y sus ayudantes, de forma que, cuando llegaba la noche y podían retirarse a sus contubernia, caían como muertos en sus piltras.
Otra fase del entrenamiento eran las marchas, en las que debían recorrer cargados con toda la impedimenta (unos 30 kilos solo el armamento) una distancia de 20 millas (unos 29 km.) en cinco horas a paso normal, o bien 35 km. en el mismo tiempo a marchas forzadas. La capacidad andarina de los legionarios llegó a ser legendaria, sorprendiendo a menudo a enemigos que los suponían más lejos. De hecho, hubo ocasiones en que fueron capaces de cubrir distancias de 75 km. en una sola etapa. Sí, setenta y cinco kilómetros de una tacada y cargados como mulas. Acojona, ¿eh? Estas agotadoras marchas se realizaban tres veces al mes, por lo que al cabo de su instrucción el recluta había caminado como para ir andando desde Sevilla a Madrid. Y aparte de lo dicho, debían practicar con el arco, el puñal y, en definitiva, tener dominio con todo tipo de armas, así como de pugilato y, por supuesto, saber nadar, para lo cual debían zambullirse en los ríos y hacer gala de su destreza acuática.
Transcurridos los cuatro meses de entrenamiento, el recluta ya pasaba a ser legionario, y era enviado a una legión en la que, salvo que fuese disuelta, se pasaría toda su vida militar cobrando una paga o stipendium que, durante todo el siglo I d.C, ascendía a 225 denarios anuales cobrados cada cuatro meses. De la paga se detraía una cantidad de 110 denarios que iban a parar a una caja comunal de cada legión y que estaba destinada a equipo, manutención y demás gastos entre los que se incluían los del entierro. El dinero extra que les venía era procedente de premios por el buen resultado de una batalla o cuando un emperador llegaba al poder, costumbre que se generalizó para ganarse la fidelidad de las tropas.
Una vez alistado en una legión, al personal se le destinaba a diferentes servicios en función de sus aptitudes, incluyendo las administrativas ya que estas unidades tenían una compleja burocracia, como en un ejército actual, llevando contabilidades, estadillos, inventarios y la larga lista de obligaciones de tipo administrativo propias de un ejército complejo como el romano. Y a partir de ahí, si el legionario tenía ambición y capacidad, podría medrar en su legión a base de ascensos. A lo máximo que podía aspirar un legionario era al grado de primus pilus, la primera lanza, que era el centurión al mando de la primera cohorte (la más importante y la que contaba con más efectivos), y que, de facto, se podía decir que era el verdadero jefe de la unidad solo por debajo del praefectus castrorum ya que los legados y prefectos eran rangos otorgados por el senado para llevar a cabo una determinada acción, y los tribunos militares eran jóvenes procedentes de la aristocracia que debían pasar por un período de estancia en el ejército como inicio de su carrera política.
La disciplina
Como ya se ha dicho, la disciplina era férrea. Los castigos estaban a la orden del día, siendo el más leve de ellos llevarse un estacazo en la espalda por parte del centurión. La falta más grave de todas, castigada con la muerte, era poner en algún momento en peligro la vida de sus compañeros, bien durmiéndose durante la guardia o llevando a cabo cualquier omisión en su deber que pudiera hacer peligrar la vida de los demás. Ante un caso así, la sentencia era inapelable: fustuarium, lo que quiere decir que el infractor era muerto a palos por sus mismos camaradas.
Había más castigos y, lógicamente, también recompensas, pero esos sólo eran aplicables a legionarios y no a reclutas, así que ya se mencionarán en otra entrada.
En fin, ésta era la vida del recluta hasta que pasaba a formar parte de una legión. Los romanos tenían muy acendrado el espíritu de cuerpo, y para ellos suponía un orgullo pertenecer a una legión afamada, por la cual darían la vida sin rechistar. Su sentido de la camaradería y del apoyo a los compañeros era perfectamente comparable a las actuales unidades de cualquier ejército, y una vez licenciados, eso de haber pertenecido a tal legión les insuflaba un aire de superioridad moral como hoy día pasa con los que lucen tatuajes de la Legión o de cualquier otra unidad de élite. En definitiva, como se ha visto, no han cambiado mucho las cosas en 20 siglos.
Bueno, ya seguiremos.
Hale, he dicho
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