viernes, 18 de noviembre de 2016

Fabricantes de rostros. La cirugía plástica en la Gran Guerra


Aviso: contiene imágenes un tanto desagradables


Antes y después de una herida de metralla en la cara. Tras llevar a cabo una reconstrucción facial, el soldado C.A. volvió
a recuperar su aspecto normal, quedando solo una cicatriz como recuerdo de la escabechina que le hicieron en la jeta

No, no es un alienígena ni el cuñado de
"La Cosa". Se trata de un mutilado en
pleno proceso de reconstrucción facial
Como ya creo haber comentado alguna que otra vez, desgraciadamente los mayores avances de la humanidad han sido alcanzados gracias a las guerras incluyendo el GPS, Internet o incluso el Loctite, conocida marca que comercializa el cianocrilato, un pegamento instantáneo ideado para cerrar heridas de forma provisional en los frentes de batalla. Del mismo modo, muchos avances médicos se deben a las puñeteras guerras ya que la inmensidad de heridos en combate han servido para espolear los magines del personal y, de ese modo, evolucionar en cuatro o cinco años lo que en circunstancias normales se tardaría décadas. Un preclaro ejemplo lo tenemos en la cirugía reconstructiva que, a raíz de la Gran Guerra, progresó de tal forma que a más de uno sorprendería ver como jetas literalmente trituradas recuperaban un aspecto bastante similar al que tenían antes de verse terriblemente mutiladas por la metralla, el fuego o la iperita. En otros casos, ante la desaparición literal de partes del rostro, no quedó más remedio que fabricar prótesis que, al menos, permitían a los desdichados que quedaron convertidos en máscaras de película de terror ir por la calle sin que los críos salieran corriendo presas del pánico.

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Miles de hombres quedaron desfigurados de por vida en mayor o menor grado. Los más afortunados volvieron del frente con la marca de un tajo propinado con un cuchillo de trinchera o un balazo que les había atravesado la cara de lado a lado, pero el aspecto de otros era simple y llanamente terrorífico. Hablamos de mutilaciones tan espeluznantes que, cuando se ven, no puede uno dejar de asombrarse de como los que las recibieron pudieron salir vivos de semejante escabechina: mandíbulas y narices desaparecidas, rostros triturados por la metralla, quemados por el petróleo de los lanzallamas o el gas mostaza, y, en definitiva, tal muestrario de horrores que incluso podemos preguntarnos como los que tuvieron que convivir a diario con semejantes escenas no acabaron locos perdidos por verse obligados a contemplar a todas horas el más extenso surtido imaginable de máscaras de la muerte.

Reconstrucción facial sobre una herida de metralla ya curada.
Como se puede ver, las secuelas de la misma son casi
inexistentes a pesar del destrozo sufrido
En las salas donde padecían esos desdichados se había tomado por norma retirar todos los espejos o cualquier cosa que permitiera un reflejo de sus atormentados rostros, y el retorno a casa fue para muchos peor que seguir en el frente. El miedo a que sus seres queridos los vieran convertidos en monstruos podía más que las ansias de alejarse de la carnicería, y muchos de ellos recurrieron al suicidio o a anegarse el cerebro con alcohol para olvidarse de lo que se habían convertido. De hecho, en Francia e Inglaterra se pintaron de azul los bancos de los parques destinados a estos mutilados. De ese modo, los viandantes iban sobre aviso cuando veían a lo lejos a alguien sentado en ellos para que no mostraran signos de asco, miedo o, simplemente, para que no se les quedasen mirando como si fueran gárgolas. Porque la mayoría no pudo superar jamás el impacto psicológico que les habían producido semejantes mutilaciones, y les costó ímprobos esfuerzos reincorporarse a sus vidas de civiles y a sus trabajos. Muchos no lo lograron y acabaron sus existencias sin atreverse a salir a la calle o a volverse a mirar en un espejo.

Sin embargo, el prodigioso avance que experimentó la cirugía plástica permitió que miles de hombres que se habrían visto relegados de por vida a ser una sombra pudieran volver a vivir con sus familias sin que estos tuvieran que volver la cara a causa de la repulsión que provocaban. De este tema irá esta entrada, en la que explicaremos de forma somera las técnicas empleadas para reconstruir a estos hombres privados de sus rostros y poder así devolverles su apariencia de seres humanos. Veamos pues...

Aunque no lo parezca, hace siglos que se empezaron a desarrollar técnicas de reconstrucción facial. La más antigua está recogida en un ayurveda, un tratado de medicina tradicional del siglo VIII a.C. compilado por Súsruta, un médico hindú que vivió allá por los siglos III y IV a.C. En este tratado ya se estudiaba la forma de llevar a cabo rinoplastias a base de injertos de piel del brazo, pero manteniendo el fragmento pegado al mismo para que no se interrumpiera el riego sanguíneo. De ese modo, en vez de plantar un cacho pellejo que lo más seguro es que se necrosara y luego produjera una infección a lo bestia, pues se le mantenía vivo gracias a no haber perdido su "conexión" con el cuerpo. Al parecer, esta técnica surgió debido a que las amputaciones de narices eran un castigo habitual, así que había una gran demanda para recuperar napias perdidas que, las cosas como son, dan un aspecto de lo más siniestro al personal.


Esta técnica debió llegar a Europa a través del comercio con Oriente ya que, hacia 1450, un médico siciliano por nombre Antonio Branca desarrolló el que luego sería conocido como "método indio". No se sabe cómo ni a través de quién pudo obtener Branca la información sobre dicho método, pero la cosa es que lo puso en práctica de forma bastante exitosa, siendo su hijo del mismo nombre el que lo dio a conocer en Europa. Posteriormente, un profesor de la Universidad de Bolonia llamado Gaspare Tagliacozzi publicó en su obra "DE CHIRVRGIA CVRTORVM PER INSITIONEM" (Venecia, 1597) el método en cuestión que, como vemos, consistía en unir el fragmento de piel del brazo con la nariz, manteniendo al paciente en esa postura tan incomodísima hasta que, pasados unos ocho o diez días, se comprobaba que el injerto había agarrado de forma exitosa, cortando entonces la piel del brazo y reconstruyendo a continuación la nariz del paciente.


Estas técnicas ya se encontraban bastante desarrolladas a mediados del siglo XIX. Durante la Guerra de Secesión, algunos afortunados pudieron ser reconstruidos de forma más que satisfactoria si tenemos en cuenta que lo referente a anestésicos aún no había evolucionado hasta los niveles de medio siglo más tarde. Un ejemplo lo tenemos en el sujeto de la foto, el cual sufrió la pérdida de parte de la nariz, el labio superior y la mitad derecha de la mandíbula superior. La intervención fue llevada a cabo por el doctor Otterson y para la reconstrucción recurrió a un colgajo de la mejilla sana que fue injertado en el lado opuesto, tras lo cual se procedió a "modelarle" con piel la zona dañada. No lo dejaron especialmente guapo, pero mejor eso que nada, ¿no? En fin, sirva este breve introito como muestra de que eso de reconstruir jetas averiadas no era nada nuevo, así que los cirujanos que intervinieron en la Gran Guerra tenían ya una base de conocimientos notable para acometer el gran desafío de devolver la apariencia humana a los desgraciados que traían de primera línea con sus caras reducidas a un amasijo de carne y huesos picados.

Harold Gillies
Uno de los cirujanos que llegó más lejos en el desarrollo de técnicas para la reconstrucción facial fue el doctor Harold Gillies, un neozelandés que sirvió en el ejército británico y cuyo equipo llevó a cabo decenas de miles de intervenciones sobre más de 5.000 heridos entre 1917 y 1925 (cada herido precisaba de varias operaciones). Este sesudo cirujano tenía claro que su principal enemigo a la hora de iniciar el largo proceso de reconstrucción en un paciente eran las infecciones. Recordemos que los antibióticos aún estaban por descubrir, así que ponerse a trapichear en una herida abierta llena de porquerías era casi tan peligroso para el paciente como una ametralladora enemiga. Así pues, basándose en las técnicas vistas anteriormente, desarrolló lo que se denominó como pedículo entubado, un método que permitía llevar a cabo injertos disminuyendo los riesgos de infección al mínimo. Dicho método era muy similar al de Branca ya que consistía en extraer un colgajo del brazo o el pecho que, para preservarlo de la contaminación circundante, era envuelto sobre sí mismo y cosido formando un tubo, el cual era unido a la parte afectada del rostro.


En la foto de la derecha podemos ver el proceso seguido con el marinero William Vicarage, al cual un fragmento de metralla le arrancó de cuajo la mitad de la mandíbula inferior en Jutlandia. Tras colocarle una prótesis que sustituyera la parte ósea perdida, Gillies le implantó dos de estos pedículos con piel y carne procedentes del hombro derecho que, al mantenerse perfectamente irrigados, se unieron a la cara del paciente al cabo de pocos días. A continuación solo había que separar los pedículos del hombro y proceder a reconstruir el mentón. Como vemos en la foto final, el resultado fue completamente exitoso, devolviendo al rostro del herido un aspecto prácticamente igual a la que tenía antes de ser alcanzado por la metralla. Y aunque la apariencia del sujeto durante el proceso intermedio de la cura, con esos dos tentáculos saliéndole de la boca y los dientes a la vista, pueda resultar poco menos que de película asquerosilla de ciencia-ficción, esta técnica permitió que miles de hombres pudieran volver a casa sin que la novia, la mujer o los hijos salieran corriendo.

Otra técnica basada en el ayurveda hindú que Gillies aplicó con notables éxitos fue la rinoplastia que vemos en las imágenes inferiores



Las fotos pertenecen al teniente británico William Spreckley que, como vemos en la imagen de la izquierda, perdió la totalidad de su nariz. La siguiente foto muestra la herida ya curada, así como un fragmento de cartílago extraído de una costilla e implantado en la frente con la finalidad de que se desarrolle durante seis meses para, posteriormente y según se ve en la siguiente foto, sea cortado, girado hacia abajo e injertado en el lugar donde estaba la nariz. A continuación vemos el aspecto del injerto tras ser eliminado "el sobrante". Por último tenemos una foto del teniente Spreckley cuando ya tenía 60 años y una nariz de la que nadie diría que, como Eva, salió de una costilla. Todo el proceso de reconstrucción duró tres años y medio, desde enero de 1917 hasta octubre de 1920. Como queda patente, de no ser por las técnicas desarrolladas por Gillies este hombre habría quedado de por vida convertido en un siniestro remedo de calavera con carne.

Bien, estas eran grosso modo las técnicas de reconstrucción facial desarrolladas durante el conflicto que, por lo general, resultaron bastante satisfactorias salvo casos en los que las complicaciones superaban desgraciadamente a los medios disponibles en la época. Uno de ellos fue el de la serie de fotos que vemos abajo y que muestran el estado en que quedó el rostro del segundo teniente Henry Lumley tras estrellarse su aeroplano y achicharrarse completamente la cara. Tras intentarse una reconstrucción mediante un injerto de piel extraída del pecho, Lumley rechazó su propia piel en la segunda intervención sufrida, falleciendo de un paro cardíaco en marzo de 1918. Con todo, este fracaso no fue baldío ya que dejó claro que este tipo de injertos no era viable si se intentaba llevarlos a cabo de una sola vez, siendo preferible y con muchas más probabilidades de éxito hacerlos de forma fraccionada.





Y que nadie piense que los tedescos no se molestaron en llevar a cabo sus correspondientes avances en lo tocante a reconstrucciones faciales. Un ejemplo lo tenemos en el doctor Jacques Joseph, el cual estableció en el Hospital de la Caridad de Berlín la Sección de Cirugía Plástica Facial, donde se efectuaron intervenciones tan complejas como las de Gillies y su equipo. A la derecha vemos el proceso seguido para devolver un rostro al teniente turco Mustafá Ipar, al que la metralla arrancó toda la cara incluyendo el ojo derecho, los párpados inferiores y la lengua. Cuesta trabajo imaginar como ese pobre hombre pudo sobrevivir, pero la cosa es que lo hizo. Fue operado varias veces en Turquía antes de ser enviado a Berlín en 1918, donde le pudieron reconstruir algo parecido a un rostro, lo que no deja de ser cuasi milagroso a la vista de que, más que reconstruir, lo que se hizo fue "crear partiendo de la nada". La sección de cirugía plástica del doctor Joseph estuvo operativa hasta enero de 1922

Anna Coleman Ladd retocando una prótesis de nariz sobre
una mascarilla del sujeto
Pero no todos los heridos podían ver sus caretos reconstruidos. En muchos casos, bien por falta de medios, bien por sufrir destrozos imposibles de recomponer, la cosa es que se tuvieron que resignar a verse deformados de por vida. Sin embargo, también se llevaron a cabo determinadas técnicas que, si no les permitían recuperar sus caras, al menos podían ocultar sus mutilaciones tanto al personal como a sí mismos. Hablamos de la anaplastología, o sea, la forma de suplir mediante prótesis las partes del cuerpo perdidas por el motivo que fuere, en este caso las heridas de guerra. Los dos pioneros de esta técnica fueron la norteamericana Anna Coleman Ladd y el británico Francis Derwent Wood, ambos escultores y totalmente volcados en la elaboración de prótesis y máscaras para remediar de alguna forma la carencia de partes del rostro de cientos de heridos.


Francis D. Wood
Anna Coleman, que se había especializado durante su época de estudiante en el retrato, estableció en París en el año 1917 el "Studio for Portrait-Masks" (Estudio para Máscaras-Retrato) bajo los auspicios de la Cruz Roja estadounidense. Por su taller protésico pasaron cientos de soldados franceses que pudieron volver a mirarse al espejo sin que les entrasen ganas de volarse la tapa de los sesos gracias a las máscaras elaboradas conforme los rasgos del herido, los cuales eran esculpidos tomando como modelo fotos de los mismos. Al término de la contienda y como agradecimiento a los servicios prestados le fue concedida la Legión de Honor. En cuando a Wood, organizó el "Masks for Facial Disfigurement Departament (Departamento de Máscaras para Desfiguraciones Faciales) situado en el Tercer Hospital General de Londres, en el distrito de Wandsworth, donde él y su equipo estuvieron operativos entre los años 1917 y 1919. Tanto la una como el otro emplearon técnicas similares para la elaboración de sus prótesis, las cuales requerían un minucioso trabajo que podía durar varias semanas en función del nivel de desperfectos faciales a cubrir.


Básicamente, lo primero que hacían era confeccionar una mascarilla del paciente una vez que sus heridas hubiesen sanado completamente. Dicho molde se elaboraba con arcilla, escayola o plastilina. De ese modo no era necesaria la presencia del herido durante la elaboración de la máscara o la prótesis, y solo cuando estaba casi a punto era cuando debía estar presente para llevar a cabo los ajustes finales. Las máscaras se fabricaban con finas láminas de cobre que, una vez terminadas, eran galvanizadas para que la pintura quedara fijada a las mismas. En la foto de la derecha vemos a uno de los operarios del taller de Anna Coleman repasando una mascarilla de escayola. Obsérvense las que aparecen al fondo de la imagen, pendientes de su correspondiente máscara.


Una vez terminada la máscara o la prótesis se requería la presencia del herido para llevar a cabo los toques finales y, sobre todo, darle el color exacto a la misma a fin de que se notase lo menos posible. La foto de la izquierda nos muestra el proceso, en este caso para cubrir la parte inferior del rostro y la nariz. La operaria repasa con un pincel la unión de la máscara a la piel del sujeto, quedando fijada a la cabeza mediante unas gomillas pasadas por las orejas. El bigote es postizo, y solían usarse para ocultar o disimular las deformaciones en la boca. También se recurría a gafas falsas, o sea, gafas con cristales sin graduar (o graduados si era preciso, naturalmente), sistema este que permitía una fijación más natural. 



En la foto superior vemos en primer lugar una prótesis a punto de ser introducida en el baño electrolítico que galvanizará la pieza, en este caso una oreja. A la derecha tenemos a un soldado francés con la cara totalmente deformada, y a continuación con una máscara que se sustenta mediante unas gafas. En esta ocasión también lleva un bigote postizo que oculta la boca de forma que el sujeto pueda comer o beber sin que se le vea demasiado. Aunque podamos pensar que este subterfugio no servía de nada a nivel psicológico, ciertamente a muchos hombres les ayudó a sobrellevar sus mutilaciones sin llegar a entregarse a la desesperación.

Varias prótesis faciales y ojos de cristal
En fin, criaturas, con esto creo que ya podemos hacernos una idea de lo que supuso la evolución de la cirugía plástica y la anaplastología durante la Gran Guerra. Alrededor de un 10% de las heridos durante el conflicto fueron alcanzados en la cara o la cabeza, así que ya podemos imaginar la de miles de hombres que se vieron abocados a verse convertidos en seres de otro planeta o algo parecido. Con todo, colijo que más de uno se sorprenderá al ver el nivel que alcanzaron los cirujanos que, desde hacía siglos, ya tenían claro como reparar jetas averiadas, lo que permitió que muchos hombres pudieran volver a sus casas sin tener que vivir un segundo infierno en forma de repulsión, desprecio o rechazo por parte de los que se quedaron en retaguardia.

Bueno, ya está.

Hale, he dicho


Soldado francés tras pasar por el taller de Anna Coleman

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