Como ya se comentó en su momento, la aparición de las armas de fuego fue poco a poco relegando a la obsolescencia los elementos de defensa pasiva que habían convertido en casi invulnerables a los caballeros y hombres de armas del medioevo. A finales del siglo XVIII solo perduraba la coraza en las unidades de caballería pesada, y más por protegerlos de los bayonetazos de la infantería que de los disparos de sus mosquetes. Pero vayamos por partes, que primero hay tener unas mínimas nociones de balística para irnos haciendo una idea de qué va el tema...
Antes de nada, conviene saber que un arma de fuego es una herramienta o máquina capaz de convertir la energía mecánica desarrollada por la deflagración de la pólvora en energía cinética, o sea, la energía que lleva el proyectil. En el desarrollo de dicha energía cinética intervienen dos factores: la masa de dicho proyectil y su velocidad, basándonos en la fórmula Ec = 1/2 mv2. Para que nos entendamos, la energía cinética es igual a la masa por la velocidad al cuadrado, todo ello dividido entre dos. Así pues, un proyectil pesado, pero lento, puede desarrollar la misma energía que uno más ligero pero que tenga más velocidad.
En la época que nos ocupa, la pólvora usada era la pólvora negra, que como todo el mundo sabe se obtenía mediante la mezcla, en determinadas proporciones según el uso que se le iba a dar, de azufre, salitre y carbón vegetal. La velocidad de combustión de la pólvora negra es muchísimo más lenta que las actuales pólvoras de base nitrocelulósica, lo que implicaba una presión menor y, por ello, una velocidad inicial más lenta del proyectil. Así pues, para compensar esa falta de velocidad se recurrió a proyectiles de gran diámetro o calibre que, obviamente, eran muy pesados si los comparamos con los actuales. Además, hay que considerar que la velocidad va disminuyendo a medida que el proyectil avanza, por lo que no es lo mismo recibir un disparo a un metro de la boca de fuego que a 50 metros. Así pues y para que nos hagamos una idea, una pistola del siglo XVII tenía un calibre de entre 10 y 15 mm. y un mosquete de 20 mm. o incluso más. Hay que tener en cuenta que los calibres de la época no estaban estandarizados, y se puede decir que cada arma tenía su propio calibre. De hecho, se solían servir con su propia turquesa, que es el molde para fabricar las balas. Pero de eso ya se hablará en profundidad cuando toque. Ahora nos centraremos en los efectos que producían.
Como referencia, tenemos que una bala de pistola desarrollaba de media una energía (siempre que hablemos de energía lo haremos teniendo en cuenta la velocidad inicial del proyectil) de 900 julios (91,77 kgm.), una bala de arzabuz 1.750 julios (178,44 kgm), y una de mosquete, la más potente, 3.000 julios (305,91 kgm). Como es más que probable que estos datos le suenen a chino a más de uno, a modo de comparación diré que el archiconocido 9 mm. Parabellum desarrolla una energía en boca de alrededor de 35 kgm., con lo que ya podemos imaginar que un pistoletazo de aquella época no era ninguna tontería, y que un disparo de mosquete desarrollaba una energía equivalente al 7,62x51 NATO usado hasta hace pocos años en los fusiles de asalto. Su poder de penetración era inferior solo porque las balas eran de plomo puro, más blando que la munición blindada con envuelta de cobre modernas, y esféricas, con lo que su coeficiente balístico era muy inferior. Pero lo que sí tenían era una contundencia demoledora por su enorme peso y su calibre: 22 mm. y 43 gramos para una bala de mosquete, o sea, suficiente para matar un caballo a más de 200 metros. Hablemos un poco de las balas o pelotas usadas como munición.
Como ya he dicho, estaban fabricadas con plomo puro. Si impactaban contra un peto a prueba, que los fabricaban igual que se fabricaban a prueba de ballesta de torno, al ser la bala de un material dúctil transmitía su energía sin llegar a perforar, como vemos en la foto de la izquierda, marcado con un círculo rojo. Pero cuando entraba en el cuerpo, sus efectos eran definitivos. Podían ocurrir tres cosas, a saber:
1: Que la bala solo tocase partes blandas, atravesando el cuerpo. En ese caso, producía traumatismos debido a la cesión de energía cinética dentro del cuerpo, rotura de vasos sanguíneos y/o de órganos y/o de vísceras.
2: Que la bala impactase contra un hueso, en cuyo caso saldrían fragmentos de la misma, así como del hueso interesado, despedidos en todas direcciones, causando daños incluso en zonas muy alejadas del orificio de entrada del proyectil, y con ello una herida más grave.
3: Que la bala atravesase la armadura. En ese caso, el trauma por la cesión de energía era muy inferior, ya que esta quedaba absorbida por el peto. Pero eso hacía que la bala entrase en el cuerpo totalmente deformada o incluso fragmentada y, lo que era peor, se quedaba dentro con las consecuencias que ello conllevaba, ya que una extracción en aquella época era algo casi imposible con los medios que había.
Además, hay que tener en cuenta que el plomo, aunque no impacte contra algo duro, se deforma solo por el hecho de atravesar la piel y la masa muscular del cuerpo. Eso produce dos efectos, a saber: por un lado, una disminución brutal de la velocidad, transmitiendo la energía cinética del proyectil al cuerpo y causando el mismo efecto que si a uno lo golpean con un martillo. Y dos, esa misma deformación produce mayores destrozos en el interior del cuerpo, ya que el diámetro aumenta de tamaño, así como un orificio de salida mayor que el calibre de la bala con las consecuencias que ya pueden imaginarse.
A eso, añadir la introducción en el organismo de cuerpos extraños aparte de la misma bala: restos de pólvora, fragmentos de ropa (muy sucia como es de suponer), e incluso de metal en caso de perforar la armadura. Resultado: si la herida no era mortal en sus efectos iniciales, la septicemia que provocaba causaba la muerte en pocos días. Y si no, pues un tétanos. O una gangrena gaseosa. O todo junto, vaya...
Como cabe suponer, no han llegado a nosotros restos que muestren estos efectos de forma tran dramática como los estudiados en las entradas anteriores referentes a las heridas de guerra. Un esqueleto puede estar intacto, pero el propietario pudo haber muerto de un balazo en el abdómen que lo dejó seco al instante, sin que haya quedado rastro de qué fue lo que le causó la muerte. Y por otro lado, en caso de haber algún resto con marcas de un disparo, pueden ser aparentemente mínimos: una costilla rota, un fémur al que le falta un pequeño fragmento, o un cráneo con un pequeño orificio. Con todo, quiero concretar una cosa, y es que todo lo referido concierne a los efectos de armas ligeras. Un impacto directo de una bala de cañón o de metralla ya es otra cosa, y sus efectos quedan patentes en la foto de la izquierda, la cual es lo suficientemente explícita como para necesitar comentarios. La pieza perteneció a un carabinero francés muerto en Waterloo en 1815.
Bueno, con esto supongo que quedan claros los efectos de las primeras armas de fuego. De su cura y tratamiento ya hablaremos en otra entrada. Ahí dejo un vídeo donde podréis ver el funcionamiento de un arcabuz de mecha como los usados en los siglos XVI y XVII. Es en inglés (faltaría más), pero las imágenes son muy explicativas por sí mismas. En todo caso, cuando hable de los arcabuces ya lo explicaré... en español.
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