martes, 7 de marzo de 2017

Los primeros francotiradores


Fotograma de la celebrada cinta "El último mohicano" (1992) en el que vemos a Ojo de Halcón y su colega Uncas, el
penúltimo mohicano, disponiéndose a escabechar con estilo, diligencia y eficacia a los malvados enemigos que pretenden
cortar el paso al emisario enviado al fuerte Edward en busca de ayuda. Estos probos colonos, armados con fusiles
provistos de larguísimos cañones de ánima rayada, eran increíblemente certeros a distancias nada despreciables 

Cazador a caballo austriaco. Como vemos
se ayuda del portalanza para asegurar la
puntería de su arma, una carabina mod.
1768 de dos cañones
Antes de nada conviene aclarar una cuestión semántica, y es que el término francotirador es moderno. De hecho, durante nuestra Guerra Civil aún no se empleaba, siendo habitual en el ejército español hacer uso de la palabra "tirador" a secas para referirse "...al soldado de infantería ⦗...⦘ que se bate en orden abierto o en guerrilla, tiroteando al enemigo ya sea cubriendo una línea, flancos o movimientos de un ejército, haciendo las descubiertas, etc. Esta clase de tropa ⦗...⦘ puede ocultarse tras de los árboles, y de los peñascos, trepar por riscos inaccesibles al caballo, arrodillarse, sentarse, echarse al suelo, y de este modo hacer uso de su carabina". Por otro lado, que nadie se confunda pensando que eso de "franco" tiene que ver con el extinto Caudillo o los gabachos ya que, simplemente, hace referencia a que son tiradores francos, o sea, que van por libre y actúan por su cuenta. Coloquialmente se les denominaba "pacos", y no porque todos se llamasen Francisco, sino por el ruido que hacían los disparos sueltos: "¡pak!... ¡pak!", de donde también derivó "paqueo", o sea, el tiroteo aislado en busca de presas entre los pardillos que se paseaban por las trincheras con la cabeza bien alta, como si la paz reinase en el mundo. Hecha esta aclaración, prosigamos.

Carabina rayada alemana con llave de rueda de mediados del siglo XVII
Eso de balear enemigos a grandes distancias no surgió a raíz de la necesidad de abatir al personal desde lejos y, en base a esa necesidad, crear armas adecuadas para dicha finalidad, sino más bien al revés. O sea, aprovechando la existencia de armas más precisas de lo habitual hubo hombres que se dedicaron a aliñar objetivos situados fuera del alcance de las armas al uso. Como es de todos sabido, tanto los arcabuces como los mosquetes que empezaron a propalarse en el siglo XVI eran de ánima lisa, lo que mermaba bastante su alcance y, sobre todo, su precisión por una simple cuestión física: la bala, de por sí con un coeficiente balístico bastante pobre por ser esférica, no giraba sobre sí misma, lo que se traducía en una trayectoria más parabólica y que acusaba más el viento lateral. Las ánimas lisas se siguieron empleando hasta bien avanzado el siglo XIX, cuando a raíz de la aparición de las balas Delvigne y Minié se pudo solventar el único impedimento que había retrasado la proliferación de las armas rayadas en los campos de batalla, que no era otra cosa que la lentitud de la recarga de las mismas.

Llave de rueda de un arcabuz fechado hacia 1723, obra de Johann Balthasar
Zellner, de Salzburgo. Las llaves de rueda tenían el inconveniente añadido
de la lentitud que requería tensar el muelle de la llave, para lo que era
preciso "darle cuerda" con una llave como si de un reloj se tratase
Porque la cosa es que durante la segunda mitad del siglo XV hubo quién se atrevió a fabricar un trueno con el ánima rayada, si bien su eficacia debía ser bastante birriosa, convirtiéndose más en una curiosidad armera que en algo verdaderamente útil. Hacia 1515, el armero August Kotter de Augsburgo fabricó los primeros arcabuces cuyos cañones tenían estrías fabricadas mediante una brochadora, una máquina que arrancaba el material, lo que permitía un acabado uniforme que se traducía en una notabilísima mejora de la precisión. Además, el número y dimensiones de estrías, así como el paso de las mismas, podía adaptarse al calibre del arma para obtener de ese modo las mejores prestaciones. Un siglo después, hacia 1650, el italiano Angelo Lazzarino Cominazzo, miembro de la ilustre familia de armeros de Brescia, ya fabricaba unos fastuosos arcabuces de cañón estriado con llave de rueda que eran verdaderas joyas y, por ende, muy caras y accesibles solo a personajes de postín y, naturalmente, muy alejados de los requerimientos de los ejércitos de la época.

Mordiendo el cartucho de papel. Este sistema permitía abreviar enormemente
el proceso de carga. Un soldado bien entrenado podía efectuar entre dos y
tres disparos por minuto, lo que era impensable en un rifle
Si alguno se pregunta por qué razón se siguieron usando los cañones de ánima lisa durante tantos años estando ya más que inventados los de ánima rayada, la explicación es bien simple: por la disparidad en el tiempo necesario para su recarga, mucho más rápida en las armas de ánima lisa. De hecho, si un cuadro de infantería del siglo XVIII o de la primera mitad del XIX hubiese sido armado con fusiles rayados, tras la primera descarga no habrían tenido tiempo de recargar antes de llegar al cuerpo a cuerpo. Cierto es que dicha descarga habría sido mucho más eficaz ya que sus armas serían más precisas, pero no compensaba por el número de maniobras necesarias para cargar un mosquete rayado. Mientras que el liso solo requería romper con los dientes el cartucho de papel donde iba envuelta la bala y la pólvora, verter un poco de la pólvora en la batería de la llave de chispa, meter el resto con papel y todo por la boca del fusil, atacarlo y disparar, para cargar un rifle había que complicarse más la vida. Veamos la secuencia de carga completa extraída de un vídeo colgado en Youtube por un probo ciudadano yankee y que me he permitido tomar como ejemplo:


Polvorera de cobre con
dosificador
Foto 1: Vertiendo la carga. Aunque este sujeto usa un medidor, este útil era solo habitual en el tiro deportivo. En circunstancias normales lo propio era verter la pólvora directamente desde un cuerno usado como envase o un frasco de latón con dosificador. De este modo se usaba siempre la misma carga, aunque los tiradores de la época tenían tal vicio que, por lo general, no precisaban de artificios para conocer la carga exacta en función del disparo que debían realizar.

Foto 2: Colocando el calepino. Este era el elemento más importante del proceso aunque no lo parezca, ya que era lo que hacía tomar las estrías a la bala esférica. El calepino era un trocito de algodón o piel de ante cortado por lo general de forma circular. Se engrasaba o se mojaba en saliva con dos finalidades: una, limpiar el cañón al mismo tiempo que se cargaba, y dos, facilitar la toma de estrías tal como se ha dicho. El grosor del calepino era muy importante ya que si era demasiado grueso se rompería al meter la bala, perdiendo su eficacia, y si era demasiado fino tampoco serviría de gran cosa ya que la bala no entraría forzada.

Bala envuelta en el calepino
Foto 3: Colocando la bala. Las balas eran generalmente fundidas con la turquesa que se entregaba con el arma, fabricada ex-profeso para ella con su calibre exacto. Eran de plomo puro, y al colocarlas sobre el calepino había que procurar que la marca del bebedero de la turquesa quedase mirando hacia arriba. Aunque parezca una chorrada, fundir las balas tenía su enjundia ya que un molde demasiado frío daría balas con la superficie irregular y con burbujas de aire en el interior, lo que mermaría su precisión al estar desplazado el centro de gravedad del proyectil. Era muy importante pues que todas las balas tuvieran el mismo peso por razones obvias.

Foto 4: Iniciando la bala. Actualmente se usan unos iniciadores en forma de bola con un pequeño vástago que ayuda a introducir la bala unos centímetros en el cañón antes de atacarla, pero antiguamente este accesorio no se usaba salvo cuando se disparaba en plan deportivo. Así pues, para poder prescindir del iniciador y poder meter la bala empujando con el dedo bastaba con usar un calepino un poco más fino. Un buen tirador que conocía su arma no tenía problemas para corregir el tiro en esas circunstancias.

Cuerno de pólvora original fabricado en 1760
Foto 5: Atacando la bala. Se extraía la baqueta y se empujaba la bala hasta que tocase la carga de pólvora. No se debía golpear en plan cafre como se ve en las películas porque eso podía deformar la bala, así que bastaba un golpecito seco o, mejor aún, un empujón final hasta notar que el proyectil, envuelto en su calepino, se asentaba firmemente sobre la pólvora. Esta operación era más importante de lo que pueda parecer ya que, dependiendo de la presión ejercida, el disparo tendría más o menos potencia al estar la carga más o menos comprimida. Como vamos viendo, estos disparos eran totalmente artesanales, y lograr uniformidad en los mismos solo se lograba a base de entrenar durante años.

Foto 6: Cebando. Esta era la última operación para culminar el proceso de carga. Aunque aquí también usa un dosificador, en su época se empleaba la misma pólvora que se llevaba en el cuerno, o bien polvorilla contenida en otro más pequeño. Sí, algunos usaban dos, no uno, como se suele ver en las pelis. Uno con la pólvora normal y otra con pólvora muy fina para el cebado, o bien un pequeño frasco de latón. Una vez vertida una pequeña cantidad de la batería, se cerraba esta, se amartillaba el fusil y ya estaba listo para abrir fuego. Como queda claro, era un proceso demasiado laborioso y complejo para llevarlo a cabo en pleno fragor de la batalla, de ahí optar por los fusiles de ánima lisa que, aunque menos precisos, requerían de menos complicaciones. 

Fotos de la necropsia que se llevó a cabo en la momia del monarca en 1917.
Las de la izquierda son del orificio de entrada, y las de la derecha del de
salida. Como salta a la vista, quedó muy perjudicado el pobre.
No obstante, a lo largo del siglo XVII ya hubo ejércitos en los que se formaron pequeñas unidades armadas con este tipo de carabinas de ánima rayada destinados por lo general a la exploración, merodeo, para cubrir al grueso del ejército durante las marchas y, naturalmente, para eliminar a los oficiales enemigos, que es de todos sabido que si el jefe cae fulminado por un balazo la tropa se siente un poco huérfana y les entran de repente unas ganas enormes de largarse del campo de batalla a toda velocidad. Por ejemplo, el rey Gustavo Adolfo de Suecia, el cual mencionamos en la entrada dedicada a los coletos y las cueras, fue herido en el cuello en la batalla de Dircshen  (1627) por un tirador polaco armado con una carabina rayada. Otro ejemplo, más contundente tal vez, lo tenemos en otro monarca sueco, en este caso Carlos XII el cual fue abatido por un tirador durante el asedio a la fortaleza noruega de Fredriksball el 30 de noviembre de 1718 y que dejó al pobre hombre en el estado tan lamentable que vemos en las fotos arriba. El arma homicida fue al parecer una carabina de cañón estriado modelo 1711 fabricada en Zella Mehlis, un importante centro armero de Turingia cuna de las famosas firmas Anschutz y Walther.

Cazador austriaco armado con una
carabina rayada
Por todo lo expuesto, y aunque se suele dar por sentado que los francotiradores tuvieron su origen en la Guerra de Independencia yankee, se considera que el nacimiento de los francotiradores como tropas regulares tuvo lugar poco antes de la Guerra de los Siete Años que, entre 1756 y 1763, fue una especie de ensayo de guerra mundial ya que intervinieron en la misma la práctica totalidad de las potencias europeas del momento, y decir europeas implicaba añadir todas las colonias y dominios de las mismas que se extendían por medio mundo, especialmente los de España, Portugal, Francia (Dios maldiga al enano corso) y Gran Bretaña (Dios maldiga a Nelson).

Fueron los prusianos, como no, los primeros que formaron en 1744 pequeñas unidades nutridas por expertos tiradores y cazadores profesionales conocidas como Feldjäger zu fufs (cazadores de campaña de a pie), formadas por 60 hombres (posteriormente llegaron a alcanzar unos efectivos a nivel de batallón) cuyo cometido era escaramucear, proteger los flancos de las columnas de infantería y hostigar a las tropas enemigas. Para ello hacían uso de sus propias armas, generalmente carabinas de un calibre bastante generoso de hasta .75 pulgadas, provistas de cañones rayados de no más de 80 cm. de largo y, curiosamente, con baquetas de acero en vez de las habituales de madera para poder hacer más fuerza sin romperlas a la hora de atacar la bala. Estos hombres, habituados a moverse por los profundos bosques germanos y teniendo el tiro como una actividad habitual, tanto como distracción como forma de vida, eran unos enemigos temibles. Sin embargo, debían andar listos en caso de ser localizados por el adversario ya que, de ser así, la lentitud de recarga de sus armas se convertía más que en un inconveniente en una cuestión de vida o muerte. Si eran atrapados en campo abierto, donde no podían escabullirse, eran presa de sus enemigos hasta la aniquilación total, como le ocurrió a un batallón entero de cazadores prusianos, exterminados por una unidad de cosacos cerca de Spandau en 1760.

Kentucky original de calibre .45 con llave de chispa. La chapa de bronce de la culata era un accesorio habitual en estas
armas, y era la tapa de un hueco reservado para guardar los calepinos. Su cañón mide nada menos que 106 cm.

Prueba de tiro de una réplica de un Pennsylvania a 50 metros.
Como se puede ver, no era nada recomendable ponerse cerca
de un sujeto armado con uno de esos chismes.
Sin embargo, justo es reconocer que fue durante los conflictos coloniales en las Trece Colonias donde se desarrolló el concepto de francotirador tal como lo conocemos actualmente. En aquellas tierras, el mosquete era tan vital como tener a raya a los cuñados, y los hombres precisaban de buenas armas para cazar, comer, obtener pieles y mantener alejados a los belicosos indígenas que estaban bastante cabreados por la llegada de tanto sujeto rubicundo dispuesto a robarles sus tierras. Pero pronto se dieron cuenta de que las pesadas carabinas rayadas procedentes de Alemania no eran precisamente las más adecuadas para un país donde había que permanecer días o semanas lejos de cualquier núcleo habitado, por lo que usar armas de gran calibre solo servía para cansarse más, llevar encima menos munición y gastar más pólvora, de modo que se optó por fabricar rifles de menos calibre, generalmente entre .45 y .54 pulgadas, cuyas balas pesaban alrededor de la mitad de una de calibre .70 y que, además, necesitaban menos carga para obtener un alcance mayor con la contundencia suficiente para abatir cualquier animal, desde un corzo a un enorme alce. Para favorecer el máximo aprovechamiento de la pólvora se alargaron los cañones, surgiendo de ese modo los famosos rifles de Kentucky y Pennsylvania tan característicos por sus desmesurados cañones de más de un metro de longitud. De estos ya hablaremos más despacio un día de estos.

El general James Wolfe, vencedor de la batalla de Quebec contra el marqués
de Montcalm, que falleció en el curso de la misma a causa de tres disparos
efectuados por un tirador francés que le acertaron en la muñeca, el estómago
y, finalmente, en el pecho. Por cierto que Montcalm murió el mismo día,
también abatido por un tirador británico
Y fue a raíz de la revolución que dio comienzo en 1775 cuando muchos de estos hombres, sumados a la causa contra el rey Jorge III, los que empezaron a producir verdaderas escabechinas entre los casacas rojas que, habituados a enfrentarse con tropas regulares, no eran capaces de reducir a aquellos certeros y fantasmagóricos tiradores. Pronto empezaron a dar que hablar, especialmente cuando, sin saber cómo ni de dónde, un disparo echaba por tierra a un oficial británico. Solo una humareda blanca a más de cien o doscientos metros delataba que un sharpshooter andaba merodeando por allí, el cual acababa de cesar de forma fulminante al capitán Fulano por obra un gracia de un balazo que le había dejado el esternón hecho unos zorros, y el contenido de la caja torácica en comida para gatos. De hecho, los oficiales british que volvieron a su brumosa isla más corridos que una liebre narraron infinidad de anécdotas sobre la letal puntería de aquellos tramperos y colonos que tanto despreciaban, quizás como una forma de excusarse por haber perdido las florecientes y ricas colonias del este de Norteamérica.

Voluntario armado con un Pennsylvania. La
acentuada curvatura de la culata permitía un
mejor encare del arma
Aparte del famoso disparo con el que Timothy Murphy aliñó al general Simon Frazer a más de 600 yardas, hubo otros muchos casos que dejaron perplejos a los súbditos del gracioso de su majestad. Por poner un ejemplo tenemos el testimonio del mayor George Hanger el cual, estando en compañía del general Banastre Tarleton y del corneta de su unidad, vio como a lo lejos les observaba un hombre junto a un molino. Este se tumbó boca abajo y, de repente, vio la humareda del disparo. Debido a la distancia, a ninguno de los tres hombres se les pasó por la cabeza huir de allí o ponerse a resguardo. Sin embargo, al cabo de un instante el corneta anunció respetuosamente que su caballo había sido alcanzado. Hanger, que conocía de sobras el paraje y pasó por allí muchas veces, juraba por sus ancestros que la distancia era de 400 yardas, o sea, 365 metros. Les dio un susto de muerte y, a pesar de todo, intuyo que en realidad falló el disparo, que seguramente estaría destinado al general. Sea como fuere, el anónimo tirador dejó claro que a más de 300 metros ya no se estaba seguro en aquella comarca.

Y no era fácil disparar con semejante precisión con un arma de chispa. Para los que desconozcan el tema, sepan que la secuencia del disparo desde que el martillo baja hasta que sale la bala no es casi instantánea como ocurre con un arma moderna. Antes al contrario, cuando se aprieta el gatillo tiene lugar un proceso que explicaremos mejor viendo las imágenes de la derecha. La foto 1 muestra el instante en que el piedra, al chocar contra el rastrillo de la llave, inflama la polvorilla con que se ha cebado la batería. La foto 2 presenta el momento del disparo, que es cuando el fuego de la batería entra por el oído del cañón e inicia la carga de pólvora. Como se puede ver, mantener abierto el ojo derecho con semejante fogonazo en plena jeta requería un entrenamiento de años. De hecho, las tropas regulares se dejaban de historias y cerraban el ojo en el momento de apretar el gatillo ya que un grano de pólvora ardiendo podía fastidiarle a uno a base de bien. En la foto 3 ya ha salido la bala del cañón, pero aún sigue ardiendo la polvorilla de la batería y por el ánima siguen saliendo gases en combustión. Por último, en la foto 4 se ve como el cebado ha ardido por completo, dejando solo un rastro en forma de humareda blanca a pesar de que por el cañón aún sigue saliendo pólvora inflamada. Ello es debido a que la pólvora negra es muy progresiva y tarda en arder mucho más tiempo que las pólvoras modernas de base nitrocelulósica. Como queda patente, aguantar estoicamente durante ese periodo de tiempo que puede durar casi un segundo no era moco de pavo, y el tirador debía tener una sangre fría a toda prueba para aguantar el tipo y no cerrar el ojo maestro ya que, de lo contrario, la puntería podría resentirse. De hecho, cuando se practica el tiro de precisión no se deja de apuntar al blanco hasta que no ha pasado al menos un segundo tras el disparo para asegurarse de que ningún movimiento repentino estropee la trayectoria del proyectil mientras este avanza por el ánima.

Sharpshooter británico. Esa peculiar posición de tiro era más estable y
permitía un mejor bloqueo del arma cuando había que disparar a grandes
distancias ya que el fusil reposaba sobre una pierna y no en la mano
Obviamente, la posición de los tiradores era rápidamente localizada, por lo que era habitual que actuaran en parejas, alejados uno del otro, para que mientras uno se escabullía y recargaba su arma el otro lo cubría si el enemigo se le echaba encima. No obstante, y debido a que las armas que usaban no estaban preparadas inicialmente para calar una bayoneta ya que no eran en teoría para uso militar, solían ir bien pertrechados con armas blancas como cuchillos y hachas para, caso de verse atrapados, tener con qué defenderse. Por otro lado, puede que más de uno se pregunte como calculaban las distancias, lo que era imprescindible para saber la elevación que debían darle a su arma. Recordemos que los rifles de aquella época carecían de elementos de puntería ajustables, por lo que si el alza y el punto de mira estaban calibrados, por ejemplo, para 100 metros, si el blanco estaba a menos distancia había que apuntar bajo, y si estaba a más había que apuntar más alto a medida que dicha distancia aumentaba. Naturalmente el tirador conocía su arma y sabía que, por ejemplo, si el objetivo estaba a 150 debía apuntar dos cabezas por encima, y cuatro si estaba a 200 metros. En fin, cada uno sabía donde estaba el punto de impacto de su arma, y como no tenían los modernos telémetros láser que usan los francotiradores actuales, se valían de otros medios que, aunque menos precisos, no por ello eran ineficaces.


Uno de ellos lo vemos en el gráfico superior. Se basaba en estirar el brazo con el puño cerrado y colocar el pulgar bajo el objetivo. Si un paso del sujeto a abatir cubría el ancho de la uña es que estaba a 50 yardas. Si precisaba de dos pasos eran 100. Si eran tres pasos, 150. Y si el aspirante a difunto tenía que dar cuatro pasos para recorrer el ancho de la uña es que estaba a 200 yardas, unos 183 metros. A partir de ahí solo restaba calcular la elevación del cañón, la deriva en el caso de que el futuro muerto estuviese en movimiento y disparar. Y que nadie cuestione la precisión de estas armas, porque puedo dar fe de que un Kentucky es capaz de meter a 50 metros 10 tiros en un blanco del tamaño de un plato de postre sin ser un figura disparando.

Bueno, con todo lo contado creo que es suficiente para conocer el origen de los sharpshooters, palabro que podemos traducir como "tirador agudo" y que por cierto es de origen alemán. Concretamente es un préstamo del término Scharfschützen, que significa exactamente lo mismo y que era la denominación que ya daban a los tiradores selectos en los estados alemanes en la segunda mitad del siglo XVIII.

Bueno, ya seguiremos con este tema.

Hale, he dicho

Grupo de sharpshooters durante la Guerra de Secesión. Obsérvense los primitivos visores que montan en sus armas

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