Como es de todos sabido, la caza es algo atávico en el ser humano desde que, por primera vez en la historia, un cuñado saqueó a su sabor la despensa de su clan y, tras ser severamente reprendido por el macho alfa del mismo, tuvieron que salir del abrigo de la cueva para buscarse las habichuelas. Eso sí, no sin antes manifestar al cuñado su disconformidad con su alevosa rapiña incrustándole un hacha de sílex en mitad de la frente, tras lo cual aprovecharon los despojos del traidor que fue devorado por el clan por aquello del reciclado, idea que viene de antiguo. Sin embargo, el hombre jamás ha tenido la fuerza, la velocidad y, mucho menos, las armas naturales en forma de garras o poderosas fauces para poder dar cuenta de presas de cualquier tipo, desde un conejo birrioso a un majestuoso mamut de varias toneladas, así que tuvo que urdir instrumentos que le facilitasen la labor en forma de armas como arcos, lanzas, hachas, etc.
Rehaleros preparando los perros para iniciar la jornada |
Durante la Edad Media, la caza era una actividad cotidiana entre nobles y monarcas, y no ya como mero divertimento o como una forma de pasar el rato durante los largos meses de otoño en invierno en que las operaciones militares quedaban suspendidas, sino simplemente para poder comer carne fresca. La carne de caza, tanto de pluma como mayor, era especialmente apreciada entre unos hombres que, a pesar de su estatus social, quemaban calorías a mansalva y precisaban de alimentos ricos en proteínas que mantuvieran a tono su masa muscular para, con la llegada de la primavera, poder desempeñar el único oficio que su rango les permitía: la guerra.
Recechando cochinos en su baña, una forma bastante eficaz de cazarlos porque dichas bañas son fácilmente localizables en charcas y zonas pantanosas |
En la añeja Europa se practicaban diversas modalidades de caza mayor. Por un lado tenemos el rececho, que consistía en aguardar la llegada de las reses a sus lugares habituales para abrevar o bañarse, permaneciendo camuflados en la espesura del bosque o bien recurriendo a ingeniosos disfraces en forma de apacibles vacas que pastaban en el lugar. Para dar muerte a los inopes animalitos se recurría a potentes ballestas de gafa, que permitían una recarga razonablemente rápida, o a arcos en los países donde estas armas tuvieron más difusión. Otra modalidad, muy extendida por cierto en España, era la montería, mediante la cual se perseguía y acosaba a las reses con la ayuda de rehalas de fieros chuchos hasta que la presa, agotada, o bien era muerta por los perros o rematada por los monteros con lanzas manescas o simples serraniles. Otra variante era acabar con las reses cabalgando a su lado y alanceándolas con venablos y, si era preciso, rematándolas tras apearse del caballo.
Sin embargo, y según podemos ver en algunos testimonios gráficos de la época, algunos caballeros preferían recurrir a sus espadas para aliñar a los osos, jabalíes, venados y demás animalitos silvestres, quizás como una forma de entrenamiento para no enmohecerse, quizás como una demostración de destreza al cuñado paliza que siempre se enganchaba a la montería sin haber sido invitado, o quizás por el empeño incurable de los humanos de buscar el más difícil todavía. Sea como fuere, la cosa es que, ciertamente, había hombres que gustaban de finiquitar a sus presas a cuchilladas en vez de con las armas enastadas al uso. En la iluminación superior vemos como dos caballeros dan muerte a un jabalí mientras que un montero pasa de lado a lado a otra res con una lanza manesca. Tras él, un lacayo provisto de otras dos lanzas se apresta a ayudarle. En todo caso, según podemos observar, las espadas que manejan los jinetes son armas de guerra normales, en esta ocasión provistas de guarda-lluvias de cuero para impedir la entrada de humedad cuando el arma estaba envainada y, por ese motivo, oxidarse rápidamente. Este accesorio era bastante habitual en el norte de Europa, no así en la Península, donde siempre hemos sido más de secano.
Jauría agarrando a un oso. Se pueden ver como dos perros yacen muertos mientras otro es malherido de un zarpazo. Con un jabalí no resultaba menos cruento el lance. |
Pero la aparición de las armas de fuego supuso el comienzo del fin de las armas tradicionales para el ejercicio de la caza mayor que, por si alguno no lo sabe, conlleva sus riesgos. Yo he sido testigo más de una vez de como un cochino acosado por una rehala se enfrentaba a los perros y los abría literalmente en canal hasta que la llegada del rehalero o algún montero ponía fin a la escabechina con una certera cuchillada en el codillo del animal, lo que también tiene sus riesgos porque más de uno salía del lance con un tajo en brazos o piernas propinado por las aguzadas navajas con que la Natura ha dotado a esos feroces bichos para defenderse. De hecho, en una ocasión pude ver como un fiero cochino dio buena cuenta de una rehala entera formada por dieciocho chuchos que tuvieron una muerte heroica ante el desespero del rehalero ya que el agarre tuvo lugar en un sitio totalmente inaccesible a pesar de estar a menos de 30 metros del puesto donde me encontraba. En fin, que cuando hablamos de caza mayor como Dios manda no todo es abatir la res a 50 ó 100 metros con un rifle provisto de visor.
Retrato del enano corso (Dios lo maldiga por siempre) portando un espadín con el que se podría pinchar una aceituna en todo caso |
Así pues y tras este paréntesis explicativo de los riesgos de la cosa venatoria, a partir del siglo XVI las ballestas, arcos y lanzas fueron poco a poco relegadas al olvido en favor de los arcabuces y, posteriormente, de los mosquetes, más precisos, más eficaces y, muy importante, reducían el riesgo de verse arrollado por un cochino de 15 ó 20 arrobas, cosa que puedo asegurar es muy desagradable y peligrosa. Del mismo modo, las milenarias espadas fueron perdiendo relevancia en la indumentaria cotidiana de la nobleza, que fueron pasando de las espadas roperas del siglo XVII a las espadas de ceñir del XVIII, armas estas cuya finalidad principal era el ornato y mostrar el poderío económico de su portador en base a los acabados del arma y la riqueza de los materiales empleados en la elaboración de la misma. Así pues, de las magnificentes espadas de mano y media y los estoques renacentistas se pasó en cosa de dos siglos a espadines que servían para preparar brochetas y poco más. Solo a nivel militar las espadas mantuvieron su vigencia, sobre todo en las unidades de caballería, ya que la oficialidad de la sufrida infantería se tuvo que aviar con espadines similares a las espadas de ceñir cortesanas y, obviamente, preferían hacer uso de pistolas y espontones para ofender a unos enemigos armados con mosquetes y bayonetas que convertían el conjunto en una mortífera lanza de más de metro sesenta de largo.
Espada de ceñir inglesa de la época victoriana. Como salta a la vista, nada que ver con sus abuelas medievales |
Pero, como decimos, en la vida civil la espada fue eclipsándose poco a poco hasta quedar convertidas en un mero objeto ceremonial que formaba parte de la indumentaria del personal y cuya utilidad era cuasi nula salvo para dar un puntazo en el hígado a algún pesado que se empeñaba en acosar a la parienta en un sarao en la corte o que, extrañamente, no paraba de ganar a las cartas. Estas espadas de ceñir son las abuelas de los espadines de gala que surgieron sobre todo a partir del siglo XIX y que aún hoy día se usan en determinados grados de uniformidad para eventos importantes dentro del ámbito militar.
Bien, tras este largo introito para ponernos en situación entraremos en el tema que nos ocupa y que intuyo es desconocido para la mayoría de los que me leen: las espadas de caza que, no nos confundamos, no tienen nada que ver con los cuchillos de caza. Así pues, al grano que para luego es tarde.
A partir del siglo XVII comenzaron a ponerse de moda las espadas de caza como un tipo de arma derivada de las espadas de ceñir usadas en las cortes europeas. Digamos que eran las espadas que sustituían a los espadines cuando se salía de caza, vaya. Básicamente eran armas provistas de unas guarniciones más o menos lujosas en función del poder adquisitivo de su propietario y que, al igual que los espadines cortesanos, en muchas ocasiones se elaboraban a juego con el tipo de indumentaria que usaba el cazador en cuestión. La única diferencia radicaba en sus hojas, más cortas (de entre 50 y 70 cm.) y anchas, rectas o levemente curvadas y, por lo general, de un solo filo o con filo y contrafilo en el tercio débil de la hoja, o sea, en el extremo de la misma. Tanto guarniciones como hojas solían ir profusamente adornadas mediante cincelados, grabados al aguafuerte o incrustaciones de piedras de valor y siempre, como es lógico, con motivos venatorios: escenas de caza, acoso de reses, cabezas de perros, venados o jabalíes, etc. En muchos casos, la enjundiosa y compleja decoración de las hojas hace pensar que estaban destinadas a no salir jamás de su vaina salvo para enseñarla a los amigotes durante el taco (la comida tras la jornada de caza) y darles envidia insana por lo lujoso de la pieza.
Algunas tipologías habituales de empuñaduras de espadas de caza francesas y alemanas |
Otras piezas eran menos ostentosas y más prácticas. En estos casos, las guarniciones eran de bronce más o menos elaborado, con empuñaduras en forma de pata de venado o bien con las cachas fabricadas con astas de estos bichos y crucetas adornadas con cabezas de animales o motivos florales, o bien con un guardamanos similar al de los sables o con conchas cinceladas. Así mismo sus hojas, prácticamente desprovistas de adornos, solían tener un grosor más acorde a las necesidades de un arma de ese tipo, rondando los 6, 8 o incluso 10 mm. por la parte del tercio fuerte. Estas espadas tenían, en teoría, la finalidad de rematar a la pieza herida y no detenerla como las lanzas y los espontones usados durante la Edad Media. O sea, que tras ser abatidas de un disparo o estar agarradas por los perros se recurría a una certera cuchillada para dar término a su existencia planetaria. El otro uso válido que se les podía dar era para abrirse paso entre la maleza en sitios especialmente frondosos o cortar ramas para preparar un parapeto tras el que aguardar la llegada de las reses durante un rececho.
Unas peculiares variantes de estas espadas de caza eran las que iban provistas en su vaina de un trousse, palabro gabacho que, en este caso, podemos traducir como bolsillo o estuche. El trousse no era más que un simple aditamento que permitía contener en la vaina de la espada algunos accesorios propios de caballeros que no querían comer como los viles plebeyos, o sea, cubiertos. Estos "kits para camping" podían consistir desde un simple cuchillo pequeño a un cubierto formado por cuchillo y tenedor y, en algunos casos, incluso incluían la cuchara por si ponía en el taco sopas de ajo, que cuando hace frío no solo reconfortan el cuerpo, sino también el espíritu, qué carajo. En las dos fotos superiores podemos ver un par de ejemplos, uno provisto de toda una cubertería completa ricamente cincelada y otra con solo un modesto cuchillito con la empuñadura de asta que valdría tanto para pelar un rábano como sacar unos filetitos de un solomillo de venado.
En cuanto a las vainas, estas iban en consonancia con el arma. Básicamente eran vainas tradicionales formadas por dos valvas de madera forradas de tela o cuero con brocales, abrazaderas y conteras de diversos metales, especialmente plata y bronce más o menos trabajados, siempre como decimos en función del arma y del poder adquisitivo de su dueño. La fijación al tahalí podía ser de dos formas: mediante un botón, el mismo sistema empleado con las bayonetas hasta no hace muchos años, o bien mediante dos abrazaderas provistas de argollas de forma similar al usado por los sables de caballería de la época. En ambos casos la idea era portar el arma con una inclinación de unos 45º respecto al cuerpo a fin de que no estorbase a la hora de moverse por terrenos abruptos y facilitar su extracción si bien también se conservan ejemplares que quedaban perpendiculares a la pierna, de mis misma forma que los espadines de ceñir al uso en la época. Obviamente, tanto tahalíes como cinturones también estaban en consonancia con el conjunto del arma y era habitual que tanto hebillas como guarniciones estuvieran decorados con motivos venatorios. No iban a poner a una Venus en pelota picada como es lógico. ¿O tal vez sí...?
Estas espadas estuvieron en uso hasta bien avanzado el siglo XIX, quizás cuando quedó claro que el cuchillo de caza era más práctico en todos los sentidos. En todo caso, las espadas de caza tuvieron más difusión en Francia, Alemania y demás países del norte de Europa que en España, donde gozó de más popularidad el cuchillo de remate que aún se emplea actualmente y que, como es natural, tenía un acabado más o menos lujoso en base al personaje que lo usaba. Con todo, como podemos ver en el retrato de la derecha que nos muestra a Don Carlos III con atuendo de caza, no eran piezas tan recargadas como las que estaban de moda en el resto de Europa. En este caso se trata de una bayoneta de taco provista de una guarniciones de acero y poco más. Para estas cosas los españoles siempre hemos sido más austeros por lo general. Como vemos, no lo porta en un costado, sino terciado sobre el vientre para poder meterle mano en caso de necesidad, que tratándose de este tipo de cuchillo podía, o bien usarse para rematar a mano, o bien para embutirlo en la boca del mosquete y convertirlo así en una lanza de remate, como ya se explicó en la entrada dedicada al cuchillo español.
Como colofón añadir que se llegaron a construir espadas de caza combinadas con pistolas con llave de chispa o incluso pequeños revólveres en los modelos más tardíos, quizás como último recurso ante el inopinado ataque de una res que se creía moribunda, quizás para aliñar al cuñado que siempre te discute la pieza cuando sabes de sobra que no es capaz de acertarle a una tapia a dos metros de distancia y se quiere quedar con el trofeo. De ese modo se dirime rápidamente la discusión soltándole un balazo encima de la nariz y añadiendo la cabeza del cuñado a la galería de trofeos del salón. En la imagen tenemos dos ejemplos. La foto superior corresponde a una espada de caza datada entre finales del siglo XVIII y principios del XIX provista de unas guarniciones de bronce con guardamanos y concha donde se alojan los mecanismos de la llave. El gatillo se puede ver en el casquillo de la empuñadura. La foto inferior muestra un ejemplar de aspecto similar de origen francés y datado hacia el siglo XVIII. Obviamente, un cachorrillo de ese calibre no tenía potencia para detener en seco a un cochino cabreado, pero sí para rematarlo de un disparo en la cabeza durante un postrero arranque de furia previo a su defunción, cosa habitual en las reses heridas de muerte. Eso sí, al cuñado lo deja listo de papeles estando herido de muerte o estando más sano que una pera.
Bueno, esto es todo. Añadir solo que estas espadas convivieron con unas determinadas tipologías de cuchillos de caza que también tuvieron bastante popularidad, si bien eso será motivo de otra entrada si la musa no se pone borde de nuevo y la mardita caló no me licua la sesera.
Hale, he dicho
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