Vista aérea del castillo de Peracense, en la provincia de Teruel, que por si no lo saben, existe. En la imagen se puede apreciar la extensa albacara y, a la derecha, el castillo propiamente dicho. |
Hace ya dos eras geológicas que no disertamos sobre castillos, de modo que va siendo hora de elaborar un articulillo sobre el tema, aunque no sea especialmente enjundioso porque, como saben, la llegada del estío y la joía caló me reblandece la cosa esa que habita dentro de mi cráneo. Así pues, hablaremos de los albacares, parte muy importante de los castillos medievales y que, por lo general, solemos pasar por alto cuando visitamos uno de ellos. Además, no es plan de que un cuñado nos sorprenda con el palabro y nos humille delante de toda la familia. Bien, para ponernos en contexto, procedamos con un breve
INTROITO
Según su ubicación sobre el terreno, los castillos no solo servían para albergar una guarnición militar destinada a complicar la existencia de una hueste dispuesta a adentrarse en territorio ajeno. Aunque en la Península, debido a su abrupta orografía (recuerden que España es el segundo país más montañoso de Europa tras Suiza), abundan los castillos roqueros, nidos de águilas absolutamente inexpugnables y que solo podían ser rendidos por hambre y/o sed, cuando los aljibes se vaciaban y los defensores empezaban a devorarse unos a otros, muchos otros se edificaban en posiciones que, aunque ventajosas para su defensa, eran mucho más accesibles. Estos castillos, de dimensiones más amplias y con capacidad para albergar guarniciones más numerosas, podían servir de refugio a los pobladores de la comarca, de forma que, cuando se detectaban movimientos de tropas en las fronteras, los siempre sufridos ciudadanos rurales tuvieran un lugar donde refugiarse y poner la honra de sus mujeres e hijas, sus bienes muebles y sus ganados a salvo de las ávidas zarpas de los invasores, ya fueran los participantes de una aceifa agarena o una cabalgada cristiana.
Ojo, esta función secundaria de refugio para civiles no solo se dio en la Península, sino en toda la Europa si bien, en este caso, el enemigo no era un moro deseoso de saquear a destajo, sino el noble del feudo vecino que se dedicaba a expoliar a todo quisque, bien por ganas de chinchar, por pura necesidad para calentar el puchero o por añejos odios de cuyo origen nadie se acordaba ya. En este caso hablamos de las motas castrales, pequeñas poblaciones o aldeas defendidas por una simple empalizada y un foso que eran defendidos por las exiguas guarniciones de la torre construida sobre un montículo, ya fuera natural o artificial. Cuando comenzaba la jornada, los habitantes salían a trabajar sus tierras y a pastorear con sus ganados, que obviamente permanecían a buen recaudo durante las noches. Cuando atardecía, todos volvían a casa, izaban el puente levadizo y cerraban la puerta de la empalizada para impedir visitas non gratas. Sea como fuere, y como ya se explicó en su día, la mota castral apenas tuvo difusión en la Península salvo en algunas zonas lindantes con la Marca Hispánica.
Bien, la cosa es que el estado de guerra permanente que se dio en la Península durante siglos obligó a crear fortificaciones específicas en las que dar cabida a los pobladores o la gente que vivía cerca de las fronteras que, por razones obvias, eran por sistema las más expuestas a sufrir en sus enjutas carnes las violencias y los saqueos del vecino, independientemente de que adorase a Alláh o a Dios nuestro Señor, que siendo el mismo hay que ver la de siglos que llevamos matándonos por eso. La cosa es que el peligro de que la aceifa o cabalgada anual se llevara por delante el esfuerzo de años, más la posibilidad de verse pasado a cuchillo o esclavizado, obligó a diseñar espacios seguros donde los pobladores de alquerías, granjas o asentamientos cercanos tuvieran un lugar donde refugiarse y donde los hombres, gente ruda habituada a la guerra, podían sumarse a la guarnición usando como armas sus aperos de labranza. No olvidemos que las horcas, mayales, zapapicos, hachas y guadañas eran unos chismes temibles en manos de estos ciudadanos que, además, eran extremadamente diestros en su manejo. Así surgió la albacara.
Albacara o albácar es un palabro de origen árabe, concretamente de al-baqqāra, que viene a significar la vaquería, tomando las reses vacunas como término genérico para cualquier ganado, ya fuese bobino, caprino, ovino o cuñadino. La albacara, contrariamente a las motas castrales, permanecían desocupadas mientras no hubiera peligro de un ataque, y se pueden ver tanto en castillos cristianos como en los hisn agarenos. Cuando la paz reinaba en el mundo y tal, para lo más que se usaban, caso de no haber espacio disponible en otra zona del recinto, era para construir en ellas cuadras y corrales de donde se suministraba a la guarnición de carne fresca, pero nada más. Sin embargo, en cuanto algún mensajero traía noticias chungas o las atalayas lanzaban ahumadas para alertar de la presencia de enemigos, todos los habitantes de la zona de influencia del castillo salían echando leches hacia el mismo con los bienes que podían llevar consigo y, lo más preciado de todo, el ganado y/o las reservas de grano, tocino, encurtidos y demás provisiones con las que llenar el buche mientras pasaba la tormenta.
No necesariamente se construía la albacara al mismo tiempo que el castillo. En la Península, donde por lo general se reformaban las fortalezas agarenas tomadas por los cristianos, podían estar inicialmente conformadas como un castillo mondo y lirondo. Sin embargo, cuando la zona empezaba a repoblarse, uno de los factores más importantes para incentivar al personal era, precisamente, ofrecerles protección asegurada en una fortificación guarnecida por belicosos freires de alguna orden militar o los hombres de armas del noble al que había sido concedida la tenencia. Así pues, llegado el caso, se procedía a construir una muralla anexa a la del castillo para dar cabida a la albacara pero, eso sí, siempre separada del patio de armas que albergaba la zona militar del mismo. A la derecha tenemos otro ejemplo, en este caso el castillo de Feria. Como ven, la distribución es idéntica a la de Medellín con las salvedades de la morfología del recinto ya que este se tenía que adaptar a la orografía del terreno. Y, al igual que el caso anterior, vemos la zona militar de rojo, el muro diafragma con la torre del homenaje en el centro y, de verde, la albacara. Obviamente, su muralla disponía de torres de flanqueo y adarve para su mejor defensa, ya que el ataque podía venir desde cualquier sitio llegado el caso.
Veamos un ejemplo más, por si alguno aún no lo tiene claro. En la ortofoto podemos ver el castillo de Trujillo, situado en un cerro al norte de la ciudad. Es un hisn andalusí en toda regla provisto de varias albarranas y accesos directos defendidos por torres. El castillo, sombreado de rojo, fue edificado con anterioridad a la albacara, por lo que en este caso no tenemos el muro diafragma habitual, sino la muralla norte del recinto separándolo de la albacara que vemos sombreada de verde, en un amplio espacio totalmente despejado. Además, se construyó con su propia entrada, que vemos señalada con una flecha también de verde, en la muralla oeste, embutida entre dos potentes torres. El acceso al castillo se hace por la puerta original, situada al sur (flecha roja). Por lo demás, veremos que es habitual que las cisternas o, al menos, las de más capacidad, se encuentren en la zona militar ya que, siendo el último reducto defensivo, era el que debía disponer de las mayores reservas de agua. Por otro lado, estando los albacares vacíos la mayor parte del tiempo, tampoco se consideraría importante cavar un aljibe, siendo más fácil fabricar pequeñas albercas de superficie.
Concluimos con otro detalle que puede que más de uno se esté preguntando: ¿por qué la albacara siempre esta separada de la zona militar, aunque fuera construida al mismo tiempo que el castillo? Observen ese plano. Pertenece al castillo de Noudar, en el distrito de Beja (Portugal), y literalmente pegado a la frontera española. Vean el pequeño tamaño del recinto del castillo comparado con la enorme albacara que, como se aprecia por los restos de cimientos, cuando el peligro agareno se alejó dio lugar a una pequeña ciudad con su muralla. Los agarenos se habían ido, pero los castellanos estaban al acecho. Obviamente, había que mantener bien diferenciadas las zonas de uso civil del militar.
Pero, incluso en tiempos anteriores, una avalancha de labriegos acojonados podía incluir a espías alevosos que se infiltraban en el interior del castillo para informar a los suyos. No era complicado dejar caer un cacho papel desde la muralla con un plano acerca de la situación de poternas, puntos débiles, etc., por lo que es más que evidente que los civiles no debían tener ni puñetera idea de la distribución de la zona militar y el reducto. En la foto de la izquierda pueden ver el patio de armas del castillo de Feria visto desde el muro diafragma, que además sirve de acceso a la torre. En la esquina izquierda se encuentra el aljibe principal a ras del suelo. Esa zona debía permanecer siempre en el más absoluto secreto.
Bueno, dilectos lectores, con esto terminamos. Así pues, ya saben por qué hay castillos que parece que tienen dos patios de armas cuando, en realidad, solo tienen uno. Lo otro es la albacara.
Hale, he dicho
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